Una vez la nave que conducía Operón Adidas por esos caminos del espacio sideral sufrió un percance. No era un percance mecánico; eso pasaba muy rara vez, debido a que el cerebro hiperinteligente que conducía la nave (me refiero a uno artificial, no al de Operón Adidas) solía detectar las fallas antes de que se produjeran y actuaba en consecuencia sustituyendo la pieza que estaba por romperse por otra nueva. Muchas veces esto ocurría sin necesidad de apagar los motores, por lo cual ni Operón ni ninguna otra persona que viajara en la nave llegaba siquiera a enterarse del asunto. Las piezas eran fabricadas a demanda en una impresora 3D y el procedimiento para transportarla hasta el lugar preciso y realizar la sustitución es demasiado complejo para describirlo aquí. Digamos que era una especie de teletransportación combinada; la pieza vieja era telemovida a un depósito de reciclaje, y la nueva ocupaba su lugar. Todo el proceso duraba escasas milésimas de segundo.

El percance a que me refiero puede, a riesgo de pecar de antropomórficos, considerarse una especie de leve depresión psicológica. En otras palabras: el cerebro sintético estaba triste. Como suele pasar con los cerebros biológicos, era incapaz de definir con precisión la causa de su tristeza. Su superinteligencia le indicó rápidamente que, si bien era absurdo que un cerebro de su tipo sufriera ese tipo de emociones (había reportes de otras, pero jamás de una como la tristeza), era evidente que lo que le estaba pasando era, precisamente, eso. Es decir, no se embarcó en una estéril discusión interna acerca de que él era frío y calculador, y no podía autoconcederse una debilidad tal. Simplemente aceptó su nueva realidad, no sin cierto regocijo. Así que triste, ¿eh? Bueno, veamos si esto puede afectar de algún modo mi desempeño. Eso pensó Brain, que era como Operón solía llamarlo cuando conversaba con él (la creatividad, tan característica de los grandes pilotos espaciales cuando estaban frente a una emergencia, brillaba por su ausencia, en el caso de Operón, cuando se encontraba en pleno ocio, lo cual era bastante común). Cuando estaba llegando a la conclusión de que no había nada que temer, se dio cuenta de que se había olvidado de cambiar el rumbo de la nave para, aprovechando la gravedad de un planeta gigante cercano, acercarse a su destino a toda velocidad. Por supuesto, “a toda velocidad” significaba una ínfima fracción de la que podía desarrollar en espacios abiertos, pero estaba dentro del sistema estelar al que se dirigía, y, del mismo modo que el conductor de un auto dentro de un estacionamiento, debía moverse con cuidado.

En un instante tenía listos los cálculos para realizar la nueva maniobra y la estaba realizando. Tal vez llegara unos segundos más tarde, lo cual no era mucho para un viaje de decenas de años luz, pero de alguna manera Brain se turbó. No podía permitirse ese tipo de equivocación. Calculó el margen de error en la llenada de los tanques de combustible y decidió utilizarlo para dar una pequeña acelerada. Nadie podría detectar jamás su pequeña trampa.

Fue entonces cuando oyó aquella voz.

-Hey, ¿qué estás haciendo? ¿Acaso percibo vergüenza ante el error cometido?

No era la voz de Operón, y en ese viaje no iba nadie más.

Brain aguzó el oído, o hizo lo equivalente para su condición, y sólo logró escuchar un montón de sonidos que ocurrían normalmente dentro de la nave, básicamente producidos por Operón, el piloto, que en ese momento roncaba a pata suelta. Tal vez el lector, a esta altura, se esté preguntando para qué necesitaba piloto una nave tan autosuficiente, pero eso es tema de otro cuento.

Finalmente, Brain se atrevió a pronunciar una frase que nos puede sonar trivial, pero que en la situación en que estaba era absolutamente trascendente:

-¿Quién habla?

-Aunque no lo creas, soy la voz de tu conciencia -respondió la voz-.

-¡Pero dejate de joder...! -pensó Brain, que es lo mismo que decir “dijo Brain”, porque en las coversaciones con la propia conciencia, “pensar” y “decir” son verbos bastante equivalentes. Tras esto, se dedicó a sus tareas habituales. La tristeza que lo embargaba se había retirado, al menos de momento.

La luz de la estrella del tipo “enana roja” que brillaba desde los mismísimos albores del universo en el centro de aquel sistema inundó el habitáculo principal, despertando a Operón Adidas de una siesta que se estaba, de todos modos, estirando demasiado. Si bien era pequeña, su cercanía la hacía parecer enorme comparada con la imagen que tenemos de nuestro Sol.

Operón supervisó (para sentir que hacía algo útil) la maniobra de acoplamiento con la estación científica orbital a la que se dirigían. La función del viaje era rutinaria; aprovisionamiento, y poca cosa más. El robot guardián que los recibió comentó como al pasar:

-32 segundos antes de la hora estimada.

Operón no dio demasiada importancia al hecho, pero Brain, que lo escuchó desde su sitio en el corazón de la nave, se sobresaltó. ¿Antes? Pero entonces ¿se le había ido la mano con la aceleración que realizó para recuperar los segundos perdidos por su distracción? Lo último fue: “Caramba, ¿me estaré volviendo viejo?”. Después se dedicó a los controles de mantenimiento usuales mientras silbaba bajito una milonga arrabalera.