Empecé a escribir de madrugada, a eso de las 6.00, en la catrera. Me despertó mi propia tos, y casi como esos guionistas profesionales que se graban lo que después van a escribir, lo empecé a garabatear en mi mente y en mis escasos gigas de memoria.
Te juro que en mi semivela iba cuadrando pensamiento tras pensamiento, y con alivio sentí que ya tenía bien resuelto mi “Tienes un e-mail” de hoy, el que estás leyendo.
Después me dormí de nuevo. Como te decía, mi CPU no anda muy bien. Al despertar, sólo me acordaba de que lo que quería escribir hoy tenía que ver con nosotros, con la terapia y con algo que una vez me hizo pensar el Jona, aunque Jonathan Cabecita Rodríguez nunca se haya enterado de que sólo invocándolo, sólo pensándolo, sólo imaginándomelo, me dio una devolución de psicólogo que nunca había pensado pero que es irrefutable: nosotros, los uruguayos, siempre jugamos una final del mundo. Cada tarde con la moña suelta en el recreo de la escuela, cada anochecer abajo del farol a gas de mercurio, en cada mata de pasto en los campitos, siempre jugamos y lo sentimos de una manera por el significado que le damos: una final del mundo.
Y ahí, al mediodía, apareció el Mariscal Diego Godín en la conferencia de prensa del Enjoy Coquimbo: “Para nosotros, los uruguayos, cada partido es una final”, dijo el zaguero pichonero, que empezó jugando de delantero en Estudiantes de Rosario y desató mi nudo, ese que tenía cuando ya me disponía a escribir sobre la emergencia ambiental de Santiago, que no se decretaba como tal desde 1999 y de la que ayer les contaba largamente, o sobre la sensación de último día en La Serena, ciudad a la que, a diferencia de otras que he conocido corriendo detrás de la pelota, creo que voy a volver.
Sí, cada partido es una final, no importa si es contra el local y con miles de tipos gritando en tu contra, o si simplemente es en la esquina de tu casa y ni siquiera tu padre o la almacenera se enteran. Una final dentro de otra, y de otra y de otra, como aquel viejo envase de pulidor Bao, la matrioshka oriental de las publicidades.
Traté de acordarme de aquello. Traté de saber cómo me había sentado en el diván de Jonathan y, como les dije que mis gigas de memoria están colapsando, opté por googlearme y encontrar este párrafo: “Después de haber jugado 3.000, 4.000 finales del mundo, en la Piedra Alta, en el Prado Español, en el patio de la escuela, en la esquina de la casa, en el campito de las moras -porque todos los días, en cada vereda, en cada esquina, al lado de un caballo comiendo, entre las columnas del alumbrado, donde hay un pedacito de pasto despejado, se juega una final del mundo-, Jonathan Javier Rodríguez Portillo, nacido y criado en Florida desde hace poco más de 21 años, acaba de hacer, por fin y por inicio, lo que ya ha hecho tantas veces, intervenido por gritos maternales de ‘¡Jona, vení para acá!’ o mejorado por relatos propios de una voz interior que le exige gritar gol. Él, yo, vos, juegan y jugamos a que somos nosotros mismos y alguien más, y siempre hay una escena en la que el gol, el sueño, es con la celeste”.
En su segundo partido con la celeste, el Cabecita Rodríguez hizo el gol soñado y, después del zurdazo cruzado y seco con más de 16 metros de trayectoria, allá, tan lejos, en un lugar del que seguramente nunca haya tenido conciencia de su existencia, ríe, aprieta los puños y abre sus brazos como para iniciar un vuelo hacia su próxima ilusión, que volverá a ser ésta.
Es mañana en el Estadio Nacional de Santiago y contra Chile. La llevo tatuada en el pecho.
Abrazo, medalla y beso.