Mientras salía, porque esto lo empecé a escribir en la posderrota con Chile, fui tecleando esta historia que traía en mi cabeza desde hacía tiempo y que merece ser conocida por alguien más que yo. Era posible que pasara, y casi les diría que seguro pasó. Mi vida es un “todo bien” con los chilenos, los de la calle, los de a pie, y esto no me apartará de esa actitud, aunque me dé rabia. Como les decía, hace días que me estaba rondando en la cabeza, desde el sábado de tarde, por lo menos. Desde que no ganamos ese maldito partido con los paraguayos, desde que volví caminando al hostal Diaguitas en La Serena, y tan formal como espontáneo soy, tuve que ponerles cara de yo no fui a los dueños del hotel, que se fueron convirtiendo en mis amigos. “Oie, Rómulo, que nosotros no querríamos cruzarnos con ustedes”. Y yo tampoco, papá. ¿Qué te creés? ¿Que está lindo andar tirando macacos de ilusión por ahí, partirle el alma o que te partan el alma todos los que te rodean? Porque si les ganábamos a los paraguayos, ¿sabés cómo nos los morfábamos en dos pães de baurú a los brasileños? No, pero nada, siempre lo mismo, y ahí supe que yo tendría un goce podrido si los eliminábamos, o una angustia fuerte y fea si nos hacían la cola, hubiese dicho Fontanarrosa, y nadie hubiese dicho nada, y capaz que hasta Julio María Sanguinetti hubiese modificado su cara de asentadera en el video del Congreso de la Lengua en Rosario, cuando el Negro hablaba de las malas palabras.
Pero era así. Creer o reventar. Ya lo de la fiesta y todas esas cosas se te empieza a trastocar, y empezás a vivir el minuto a minuto, el deshoje de la margarita del goce-frustración. Fue unos días después -ya en Santiago- que me di cuenta de que había una sola persona en el mundo que no lo viviría como nosotros, los tres millones, como ellos, los 14 millones, según el censo mal hecho de Sebastián Piñera (ya está comprobado que está mal hecho y que son más de 14). Iba yo caminado por Nuñoa, por la avenida Campo de Deportes, que desemboca en el mismísimo Estadio Nacional, cuando Zeus, o tal vez Hermes, el dios griego más identificado con los deportes, me hizo concebir la idea. El Chile, Leonardo Castillo, recibiría un presente de los dioses griegos del que no podría salir: la alegría inmensa y diáfana de la victoria para seguir corriendo por las calles de la alegría, y el sufrimiento atroz de la derrota, la ignominia de la burla y la angustia de la eliminación para siempre en esta Copa para el otro. Así, todo junto, en un mismo momento, tras 90 minutos de sufrialegrías zurcidas con alegrimentos. Unos pocos años después de la escuela, cuando aún era liceal, Leonardo pasó a llamarse el Chile en Uruguay, justamente por el lugar donde había nacido, que, sin embargo, no era aquél donde se había criado, donde había aprendido a jugar al fútbol, donde había aprendido a ser. Álvaro Leonardo Castillo no sabía si era de Nacional, que por cierto lo era, o de Universidad de Chile. El Chile que tomó ese nombre no en copia a su país natal sino como apócope de “el chileno”, con que se identificaba en sus llamadas a la radio, no pololeó sino que habrá tenido novia, no supo lo que significaba “cachái” hasta que se vino a vivir a Santiago, y nunca te tiró un “weón” y sí cientos, miles de “terribles bolazos”.
Sabía que esto iba a pasar, porque la patria es la infancia, pero la patria es también la tierra que te trajo al mundo, la que te hizo padre. Ni me imagino lo que habrá sido ese partido para el Chile, pero sé que se habrá recontracalentado cuando nos cagaron, cuando los cagamos, se debe de haber puesto más triste que contento, más contento que triste cuando por fin terminó el partido, y no debe de haber sabido qué hacer cuando sus vecinos festejaban y sus vecinos tragaban la amarga bilis de la derrota. Ni hablemos de lo que dijo y no dijo cuando vio la mano de Gonzalo Jara.
Seguro que fue el único chileno que supo que a los uruguayos no nos gusta que nos toquen el culo. Seguro que fue el único uruguayo que no entendió por qué tanto escándalo. Seguro que fue el único chileno al que nunca se le hubiese ocurrido hacer una denuncia a los uruguayos por pechar a los jueces. Seguro que fue el único uruguayo que en ese momento no quiso ser chileno.
El Chile vive y trabaja desde hace años en su tierra natal, donde es feliz, padre, compañero y trabajador. El Chile no pasa un día ni un minuto sin acordarse de su patria, de su gente, del fútbol y la celeste, ahí donde el Río de la Plata se hace ancho como mar.
Te digo la verdad, al Chile le sale mucho más un “Vamo, Uruguay, carajo” que un “Viva Chile, mierda”.
Abrazo, medalla y beso.