A Cazabajones van, en su inmensa mayoría, mujeres. Algunas cumplen con el prejuicio que uno podría tener: mujeres de mediana edad con el pelo seco y quebradizo, teñido más que de amarillo, de naranja, con los ojos cansados mirando al piso, derrotadas; adolescentes tímidas con el pelo teñido de negro y los ojos violentamente delineados, temerosas. Pero también hay mujeres jóvenes con pinta de profesionales enérgicas, mujeres que parecen abuelas dulces, mujeres enojadas, mujeres distraídas y mujeres que no cumplen con ninguna de esas características. Varias veces he visto mujeres que van a sacar hora para sus hombres, o van a retirar su medicación, y pienso en tantos hombres que me han dicho que no creen en la terapia; parece que esto, también, es un asunto de mujeres.

Me sorprende la gente que atiende, no los psiquiatras sino los muchachos de la recepción; están tranquilos, inmunes al vaivén de los depresivos y al edificio en el que trabajan, que aunque es privado parece una oficina pública triste, con pequeños pinos de plástico en Navidad y lámparas chinas de papel celeste en los mundiales, decoraciones que evidencian aun más las paredes desganadamente beige, las carteleras de corcho con papeles llenos de polvo y las bañeras oxidadas en los baños. Ellos son amables e indiferentes a estos asuntos.

No es un lugar espantoso, no. Es triste de una forma callada. Raramente se ve gente llorando. Si hay desesperación es más queda y educada: no quiero molestar, muchas gracias, doctor.

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A los psiquiatras no les gusta nada que uno a veces quiera drogarse por su cuenta. En todos mis años de drogadicción forzosa me han hecho cócteles de todo tipo: si éste te hace demasiado zombi pará que te subo un poco más el otro; si el otro te da más ganas de matarte que nunca te lo cambio por aquél; ¿aquél te hizo subir diez kilos en dos meses?, no hay problema, te lo cambio por este otro. Es variable, viste, no es una ciencia exacta, pero esta nueva mezcla te va a hacer muy bien. El síndrome de abstinencia que me han dado algunas de esas pastillas, si un día me olvido de tomarlas, es peor que la resaca más rancia. Pero que no se enteren de que tomás una los fines de semana o a veces fumás porro en una reunión con amigos: eso es veneno, veneno. Ni hablar de otras drogas; ameritarían una internación inmediata.

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Tengo muchos amigos que han estado deprimidos o lo están ahora mismo -se superponen casi exactamente a los que empezaron una carrera en Humanidades hace mucho más de cuatro años y nunca la terminaron-, y creo que el afán por la normalidad por encima de todo, machacado por la gente de la salud mental, ha hecho estragos en muchos de nosotros. A algunos nos tocó ser el niño raro. Habría que empezar a aceptarlo.

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La terapeuta con la que más tiempo estuve decía que el día que tuviera trabajo y novio me daba de alta; mientras me atendí con ella nunca tuve ambos al mismo tiempo, y al final me fui y a los pocos meses -no es coincidencia- tenía pareja y laburo estables. Mis neurosis siguen ahí.

Otra de mis psicólogas, la más dulce y comprensiva, la que conocía mis pequeñas peripecias mejor que yo, se puso muy nerviosa una vez, cuando le dije que había estado leyendo un libro -Los misterios dolorosos, de Lalo Barrubia- que me había alterado mucho. “No sé si deberías leer esas cosas”, me dijo, y por mucho que la apreciara, me di cuenta ahí mismo de que no tenía sentido seguir con ella. Claro que me había alterado, era un libro hermoso, ¿cómo voy a dejar de hacer las cosas que me hacen sentir que soy un ser pensante y que respira, como conmoverme con un libro hermoso?

Creo que si hubiera seguido con la terapeuta del novio y el trabajo, eventualmente tendría que dejar lo que hago ahora -que me hace salir tan tarde-, después casarme y convertirme en una ejemplar madre de familia, con no menos ni más que dos hijos, soltar a mis amigos depresivos, dejar de leer libros, contentarme con ir junto a mis hijos y mi señor esposo a ver una película de mierda al shopping, con pop para que los chicos se queden tranquis y coca, siempre que sea light, no vaya a ser que mi señor esposo me vea gorda y se vaya, y así tener que empezar de nuevo.

Hace como dos años que no voy a terapia, y me siento más o menos como siempre, desde que accedí a la ansiada estabilidad, al menos. Pero cambié de psiquiatra y la nueva quiere que vaya otra vez al psicólogo: “Si no, nunca vas a mejorar”, me dijo, y me ofendí. Además, ya no sé qué me queda para hacer. Sigo viendo el mundo a través de un vidrio sucio, tal vez, pero alcancé una tregua con él. Los secretos que me quedan seguirán siendo secretos. Podría elegir vaciarme en el consultorio y luego llenar el vacío con pastillas en otro, pero le agarré el gusto a eso de no ser siempre una paciente.

Y, de todas formas, una vez que esto salga publicado va a ser difícil que consiga hora con alguno.