Cuentan los que saben que los verdaderos burreros no se aparecen por Maroñas en el Día de Reyes, porque prefieren no agolparse con tanta gente que habitualmente no concurre al turf. Lo cierto es que en el Hipódromo de Maroñas, que fue fundado en 1889 -ya en 1874 la colectividad británica había construido uno con el nombre Pueblo Ituzaingó, aunque se lo conocía como “Circo de Maroñas”, ya que esos terrenos pertenecían a un acaudalado pulpero llamado Juan Maroñas-, se festejó a lo grande. Las calles de los barrios Maroñas e Ituzaingó estaban moviditas desde temprano. General Flores, la arteria más transitada del lugar, y José María Guerra, la calle de la entrada del hipódromo, mostraban su cara más festiva.

Estaban todos. Desde los carritos de panchos, hamburguesas, tortas fritas y los elevados precios de ocasión en los quioscos del barrio, hasta los que se arrimaban, tenían o iban a sacar entradas populares. Los cuidacoches también estaban en su día: la cantidad de autos y camionetas de Uruguay y del exterior era inmensa; la posibilidad de sacar un mango estaba ahí. Y como el día es largo, también las parrilladas del barrio abrían sus puertas para los asistentes a la fiesta maroñense. El sector político, los dueños de los studs, los especialistas, la prensa y las celebridades -y las celebridades de la prensa-, los muchachos de las 4x4 y el bronceado esteño, las gafas de sol, las capelinas y los sombreros, las primeras apuestas de los adolescentes -y los primeros whiskys con sabor a victoria- se congregaron en esta fiesta turfística que empezó temprano de mañana para algunos y terminó bien tarde para otros.

Desde adentro

El Hipódromo de Maroñas está dividido en tres tribunas: la general, la Folle Ylla y el Palco Oficial, en las que se entremezclan diferentes realidades económicas. Siempre bien regados, los apostantes se arriman a las cajas, hacen cuentas, anotan y consultan los programas y se dirigen al palco o a las barandas para ver bien de cerca a los pingos.

Para el que no es habitué del turf, la sorpresa ante los gritos, el aliento y la emoción cuando el caballo al que se le puso unos mangos se consagra como el mejor es casi tan grande como la que se llevó Eugenio Figueredo cuando le cayó el FBI al hotel donde se hospedaba en Zúrich. Mientras tanto, los que saben de verdad y los ajenos a la cuestión se entrelazan en los lujosos escalones del palco -aunque también están en las otras tribunas- a la espera del momento más importante de la jornada, la decimosexta carrera, el Gran Premio Ramírez. Y ganó el caballo uruguayo número 12, Fletcher, montado por el jockey salteño Luis Cáceres, de 31 años de edad. El cuidador es Sandro Sánchez y el stud ganador, el 3 de Enero. En los primeros metros, el caballo número 3, Rodhas, que defendía los colores del stud Trouville y era comandado por Héctor Guedes, sacó un cuerpo y medio de ventaja, seguido muy de cerca por el brasileño Trasfoguero y su jockey Julio Méndez. Una vez que pasaron la primera milla, Rodhas seguía en la punta y el favorito, Mi Centinela, no se metía en la conversación pero aparecía por la parte exterior del terreno, aunque empezaba a arrimar. Guillermo Tell, el caballo número 4 -con su jockey Carlos Méndez- pasó a dominar la competencia en la recta final, pero en los 500 metros finales Fletcher fue el protagonista de la carrera, porque, en un cabeza a cabeza electrizante, terminó quedándose con el Gran Premio José Pedro Ramírez. 2 minutos y 39 segundos demoró el victorioso equino en recorrer los 2.400 metros de la carrera. El griterío fue infernal, los festejos, increíbles y el grito, desgarrador: ¡Fletcher, viejo, nomás!