Hace días que estoy tratando de pensar en cosas graciosas para contar pero no se me ocurre nada. Miro para afuera y nada. Miro para adentro y nada. Estoy a horas de diagnosticarme depresión clínica severa. Me siento un cuerpo en demolición preparado para el final. Hace calor, además. Muchísimo. Y vivo en Buenos Aires, que debe ser la peor ciudad para vivir en verano. Ahora mismo Argentina es el peor país para vivir para siempre. La última vez que estuve deprimida de verdad fue hace diez años y yo vivía en una ciudad gris de Francia donde llovía todos los días, porque hay lugares en el mundo donde llueve todos los días y el sol sale dos meses al año. En esa época no podía despegarme de la cama y sólo consumía cereal muesli con jugo de naranja. Estuve alimentándome así -ni siquiera era un verdadero muesli, era un muesli de plástico con confites de banana- durante semanas. Vivía en una residencia universitaria, frente a una mezquita horrible, acababa de dejar con un novio histórico de Uruguay que vivía en Nueva York -algo claramente insostenible pero que yo interpreté como un gran fracaso amoroso que me destinaba a un sinfín de otros fracasos amorosos- y no me había hecho muchos amigos todavía, en parte porque me costaba salir de mi cuarto, que había transformado en un búnker. Vivía con la computadora pegada a la barriga, el bol de cereal junto a la cama y botellas de agua que se iban vaciando y rellenando. Tenía dos personas que cada tanto golpeaban mi puerta para constatar si seguía viva. Antoine, mi primer amigo, que me enseñó a armar cigarros y me ofreció una amistad tan generosa como entrañable. Y Patricio, un porteño que me había presentado Antoine apenas me instalé en la residencia, por eso de que éramos los dos rioplatenses. Cenamos la primera vez los tres en el cuarto de Antoine, que de mañana era estudiante de Español en la facultad, de tarde cajero de supermercado y de noche anfitrión. Patricio es psicólogo y estaba haciendo una maestría en la misma universidad donde yo terminaba mi licenciatura en Letras. Patricio tiene ojos celestes y habla con acento del interior, y en realidad estaba allí por seguir a una francesa que estaba viviendo en Bruselas. Hoy Patricio es mi hermano. Pero en la época del muesli casi ni nos conocíamos y él tocaba mi puerta todas las noches cuando volvía del bar donde trabajaba y se metía en mi cuarto a revolver la heladera buscando lo imposible. Me miraba tirada en la cama con la computadora en la falda, rodeada de tabaco y botellas de agua, y me decía: “Sos Onetti, boluda”. Después se iba. Gracias a mi etapa muesli nos hicimos amigos. Conocí a su novia francesa -hoy su mujer-, conocí a sus padres cuando lo visitaron -ellos me conocían de cuentos y cuando me vieron me abrazaron como se abraza a una hija trastornada, es decir, con mucho cariño- y él además hablaba regularmente por Skype con mi madre -también psicóloga-, a quien le decía: “Juana sigue sin levantarse mucho de la cama, pero todo bien”. Finalmente me convencieron, mi madre y Patricio, de irme una semana a la casa de unos amigos en Palma de Mallorca, donde tomé sol y antidepresivos. Un par de meses después, estaba curada, había terminado la licenciatura, las clases de español que daba a escolares franceses, y me preparaba para la buena vida francesa de los posgrados, al fin. Tuve otras recaídas, leves, y siempre me daba miedo volver a La Gran Depresión. Nunca volví. Ahora tampoco. Lo del principio era un chiste, por si no se entendió. Últimamente me está costando bastante ser graciosa.