Los dos candidatos que hoy se disputan la presidencia de Estados Unidos provienen de diferentes ámbitos -una es abogada con experiencia política, el otro es empresario con trayectoria en el mundo de los negocios- y proponen planes muy distintos. Durante la campaña, intercambiaron fuertes acusaciones, que fueron subiendo de tono, y, ya en el debate final, ni siquiera se saludaron con el clásico apretón de manos. Él la amenazó con enviarla a la cárcel por ser una secretaria de Estado “deshonesta”; ella lo trató de abusador de mujeres. Hoy se termina una carrera que duró 16 meses. En el medio, pasó de todo.

Clinton anunció su candidatura a las elecciones presidenciales en abril de 2015. “Cada día, los estadounidenses se merecen un defensor. Yo quiero ser esa defensora”, dijo entonces. Era la segunda vez que lo hacía: antes, en 2008, había perdido en las primarias contra un emergente Barack Obama. Desde entonces, Clinton había dicho varias veces que no tenía en mente postularse nuevamente, pero dejó de decirlo cuando en 2013 dejó la Secretaría de Estado con altos índices de aprobación de su gestión.

La demócrata llegó a las elecciones primarias de febrero con mucho optimismo: su rival, Bernie Sanders, no la alcanzaba en popularidad y tampoco en trayectoria política, a pesar de tener unos cuantos años más. Pero la batalla que dieron los dos fue dura, y el furor que causó la revolución de Sanders, sobre todo en el electorado más joven y progresista, obligó a Clinton a girar su campaña hacia la izquierda. La pulseada, al final, la ganó ella, aunque reconoció la importancia de varios proyectos de Sanders, que prometió incluir en su plan de gobierno. Así, Clinton se convirtió en la primera mujer nominada a la Casa Blanca en representación de uno de los grandes partidos estadounidenses.

Antes, había roto otras barreras: fue la primera mujer en presidir la Corporación de Servicios Legales (una organización civil que brinda servicios legales gratuitos a personas con pocos recursos) y fue la única primera dama en ocupar un cargo público cuando se convirtió en senadora en el año 2000. Ya había dejado claro, cuando su esposo, Bill Clinton, asumió como presidente, que no se dedicaría a “hacer galletas y servir té”, y aprovechó su posición para cambiar algunas leyes federales e implementar varios programas de ayuda social.

Sin Sanders en la carrera, y enfrentada directamente con Trump, Clinton tenía la difícil tarea de convencer al electorado de que puede generar un cambio profundo en Estados Unidos y, al mismo tiempo, representar el legado de Obama, uno de los presidentes más populares que tuvo el país en los últimos tiempos. También debía conquistar a los votantes que no confiaban en ella, en particular a los seguidores de Sanders, que la veían como una representante del establishment político y amiga de Wall Street.

Su honestidad también fue cuestionada por el escándalo de los correos electrónicos privados que usó para tratar asuntos oficiales cuando era secretaria de Estado, lo que constituyó el gran obstáculo de su campaña. El FBI determinó en julio, tras meses de investigación, que la demócrata no debía ser procesada porque no hizo nada ilegal, y la Justicia estadounidense decidió no presentar cargos en su contra. A pesar de esto, el director del FBI, James Comey, advirtió que la actitud de Clinton fue “extremadamente descuidada”, una valoración que despertó desconfianza en varios sectores. Esta cuestión afectó su popularidad entre los votantes demócratas, generó el rechazo de los republicanos y hasta sirvió para que su rival, Donald Trump, amenazara con encarcelarla. Hace poco más de una semana, el problema volvió al ojo público cuando Comey anunció que el FBI analizaría nuevos correos en el marco de esa investigación, lo cual hizo que la demócrata perdiera varios puntos en los sondeos. El domingo, finalmente, el FBI volvió a confirmar que Clinton no hizo nada que estuviera al margen de la ley. Para muchos, este tema casi le cuesta la presidencia.

La campaña de Clinton también se vio sacudida, aunque en menor medida, por la filtración a principios de octubre de transcripciones de los discursos pagados que la demócrata brindó desde que dejó la Secretaría de Estado hasta el inicio de su campaña presidencial, muchos de ellos pronunciados ante ejecutivos de Wall Street. Según medios estadounidenses, Clinton ganó cerca de 26 millones de dólares en honorarios por esos discursos, que fueron filtrados por WikiLeaks. Los textos muestran, por ejemplo, que en varias ocasiones Clinton defendió el libre comercio, una postura que abandonó durante las primarias para obtener el apoyo del ala más progresista de su partido.

Aunque en algunas cuestiones no coinciden, Clinton siempre se presentó como una continuadora de las políticas de Obama. En materia de salud, la ex senadora defiende la Ley de Protección al Paciente y Cuidado de Salud Asequible -también conocida como “Obamacare”-, la reforma sanitaria que aprobó el actual presidente en 2010. También prometió en su campaña que, si se convertía en presidenta, se basaría en esta reforma para expandir la cobertura médica y continuaría con el programa de seguros de salud Medicaid, destinado a personas con pocos recursos.

En cuanto a su plan económico, Clinton quiere expandir las inversiones en infraestructura, energía sustentable e investigación científica y aumentar el salario mínimo a 12 dólares por hora -hoy es de 7,25-. Además, apuesta a la igualdad de salarios entre hombres y mujeres y a la expansión de las horas extras. En su programa se destaca también el llamado New College Compact, un plan de 350.000 millones de dólares para ayudar a los estudiantes estadounidenses a pagar las universidades públicas sin necesidad de pedir préstamos.

Su proyecto migratorio, en tanto, pretende impulsar reformas para que los indocumentados puedan aspirar a la ciudadanía y se integren a la sociedad estadounidense. En esta línea, Clinton -que tiene el apoyo mayoritario de los hispanos y los negros- propone una ley de inmigración que sea “humana y eficaz”, centrada en detener y deportar sólo a quienes representan una “violenta amenaza para la seguridad pública”, y propone la “libertad supervisada” como alternativa definitiva a la política de detener a toda la familia del inmigrante.

En materia de política exterior, defiende el intervencionismo sobre la base de que si el país no se involucra cuando es debido, se crea un vacío de poder. En cuanto a la seguridad pública, quiere endurecer el control de las armas.

El que rio último

Trump no había sido tomado en serio en junio de 2015, cuando anunció su candidatura presidencial. Ya ese día, el contenido de su discurso -en el que propuso crear el muro entre Estados Unidos y México para bloquear la inmigración de los mexicanos, a quienes llamó “criminales”, “drogadictos” y “violadores”- causó polémica. Ese era sólo el principio de una larga serie de escándalos y declaraciones controvertidas con los que, sin embargo, muchos estadounidenses lograron conectar.

El aspirante republicano proviene del mundo de los negocios. Estudió en la Escuela de Negocios de la Universidad de Pensilvania y se especializó en el sector inmobiliario, que su familia dominaba muy bien. Poco a poco fue heredando el imperio de su padre y multiplicó la fortuna familiar con la construcción de hoteles, casinos y edificios residenciales de lujo. Entró al mundo del espectáculo en 2005, cuando estrenó su reality show The Apprentice, que seguía al aire unos meses antes de que Trump anunciara su postulación a la presidencia. Durante muchos años, su único vínculo con la política se estableció mediante contribuciones económicas: donó para respaldar a candidatos republicanos y también colaboró con demócratas. El año pasado, decidió ir más allá.

En aquel momento, los otros candidatos republicanos -algunos con gran peso político dentro del partido, como Jeb Bush y John Kasich- consideraban que la candidatura del empresario era un chiste y que iba a ser corta. La cúpula republicana rechazaba a un aspirante que, en su opinión, no reflejaba los valores tradicionales del partido. Tampoco los medios le daban credibilidad a su postulación: en esos días, el diario The Huffington Post anunciaba que no cubriría la campaña electoral de Trump en la sección de política y que la relegaría a la de espectáculos.

Pero Trump los sorprendió a todos en febrero, cuando comenzaron las elecciones primarias y su apoyo empezó a crecer. Al final de ese proceso, el magnate había derrotado a los 16 candidatos que se presentaron con él. En mayo, un mes antes de que terminaran las primarias oficialmente, Trump quedó solo en la carrera. Los dos que resistían todavía, Kasich y Ted Cruz, renunciaron ante un Trump que arrasaba en casi todos los estados. Esto marcó un punto de inflexión en el partido, que tuvo que analizar durante varios días lo que estaba pasando antes de manifestarse públicamente a favor de su candidato. El avance de Trump dividió al partido entre quienes lo apoyaban y quienes lo rechazaban, tanto por su inexperiencia política como por su perfil polémico.

Una vez que tuvo asegurada su nominación como candidato republicano a la Casa Blanca, Trump se concentró en atacar a los aspirantes demócratas -Hillary Clinton y Bernie Sanders- que todavía competían en las primarias. La campaña subió rápidamente de tono y el empresario puso en marcha una estrategia ofensiva especialmente dirigida a Clinton, la favorita en el Partido Demócrata.

En el medio, Trump no perdonó a nadie: en sus apariciones públicas insultó a mujeres, a mexicanos, a discapacitados, a periodistas. Y todo esto mientras crecía en las encuestas, apoyado en gran parte por quienes lo vieron como el candidato anti establishment que, lejos de ceder a las presiones de la elite republicana, provocaba, incomodaba, desafiaba los límites y decía exactamente lo que pensaba.

Ese discurso no guionado lo dejó mal parado más de una vez. Incluso le generó problemas con los padres de un soldado muerto en la guerra de Irak, algo que muchos republicanos consideraron inexcusable. Su campaña también estuvo atravesada por las sospechas que empezaron a crecer en torno a la publicación de su declaración de impuestos, la cual hacen todos los candidatos presidenciales estadounidenses desde la década del 70. El republicano, presionado por la campaña demócrata, aseguró que lo haría una vez que las autoridades impositivas terminaran de auditar los documentos. Sin embargo, nunca lo hizo.

La campaña de Trump atravesó su peor crisis a fines de setiembre: el empresario perdió el primer debate presidencial contra Clinton; fue acusado de evitar pagar impuestos durante 18 años -algo que reconoció en el segundo debate, que volvió a perder-; y la fiscalía de Nueva York abrió una investigación contra su fundación benéfica. Finalmente, perdió el tercer debate. La caída de la campaña republicana se agravó el 7 de octubre, cuando se filtró un video en el que Trump se jacta de manosear a las mujeres cuando quiere, simplemente “porque puede”.

La grabación, hecha en 2005, provocó el malestar de muchos líderes republicanos, que le dieron la espalda, y le costó la pérdida de varios puntos en los sondeos, en los que ya aparecía atrás de Clinton. Además, impulsó a una decena de mujeres a denunciar públicamente que habían sido acosadas sexualmente por Trump. Este escándalo, el mayor de todos los que sufrió su campaña, agilizó un proceso de deserción entre los políticos republicanos que, en realidad, ya estaba en marcha a lo largo de la campaña. Desde que Trump anunció su candidatura, cerca de 200 dirigentes de su partido le negaron el respaldo, un hecho que no tiene precedentes en un candidato presidencial.

En el medio, se las arreglaba para presentar sus planes de gobierno. En cuestiones migratorias, Trump insistió hasta el final en que construirá el muro en la frontera sur de su país y que, además, lo pagará México. A la vez, abogó por la expulsión de los 11 millones de indocumentados que hay en Estados Unidos y propuso prohibir la entrada de musulmanes al país. El otro gran paquete de medidas migratorias que presenta tiene como objetivo “mejorar puestos de trabajo, los salarios y la seguridad para todos los estadounidenses”. Según establecen estas medidas, Trump daría prioridad a los trabajadores estadounidenses, terminaría con los programas laborales para jóvenes extranjeros y endurecería las normas para la admisión de los refugiados.

En materia económica, Trump prometió “la mayor revolución fiscal en el país desde el ex presidente Ronald Reagan”. El proyecto del empresario incluye recortes de las regulaciones financieras federales, al menos hasta que la economía experimente un crecimiento significativo, y rebajas de impuestos para la clase media. Por otro lado, Trump pretende renegociar algunos de los acuerdos comerciales internacionales a los que adhirió Estados Unidos en el último tiempo, como el Tratado de Libre Comercio de América del Norte, pactado con México y Canadá hace dos décadas. También aseguró que, en caso de llegar a la presidencia, sacaría a su país del Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica.

Además, el empresario es un gran defensor de la Segunda Enmienda, que protege el derecho a llevar armas en Estados Unidos, y sostiene que su país debe intervenir en conflictos externos sólo si le conviene y puede salir ganando.

Las urnas esperan.

Las otras elecciones

Además de elegir presidente, los estadounidenses están convocados a votar en otras 154 consultas que se llevan adelante en 35 estados sobre asuntos como la legalización de la marihuana con usos recreativos, la abolición de la pena de muerte y el aumento del salario mínimo. En California, que es el estado que más propuestas presenta, también votarán para bajar los precios de los medicamentos e imponer el uso del preservativo en las películas pornográficas. En tanto, en varios estados se votarán incrementos en el impuesto al tabaco y se decidirá sobre la construcción o no de nuevos casinos. Otra propuesta destacada es la del estado de Washington, que votará un impuesto para las emisiones de dióxido de carbono, sin precedentes en Estados Unidos. Además de las consultas estatales, hay decenas convocadas en el plano local, como la que votarán en la ciudad de San Francisco, California, para fijar un impuesto a las bebidas azucaradas.