Fuimos a hinchar por la hinchada, y por la parte que prefiero por encima de las otras. De espaldas al sol, nos encontramos en las miradas, espejo que devuelve mi imagen, que nos da la talla. Me estremezco y recargo cuando se chocan nuestros hombros y sentimos temblar el hormigón en los pies. El cuadro juega mal. Ya no sé ni quién juega. Nunca supe bien, en realidad. Antes de ese tiempo sabía, hasta coleccionaba sus imágenes, colgaba afiches. Ahora sólo la bandera, el escudo, la camiseta: la idea, más clara y límpida todavía que la palabra. Van y vienen, los venden y cambian tan rápido. No los vengo a ver a estos, está por allá abajo y ya nada va a ganar. No están a la altura de la camiseta, de su historia, de mis recuerdos gloriosos (vividos, no inventados) y de mi fe en su condición eterna, esencial. Pero la camiseta sigue siendo la más hermosa, la más luminosa bajo el sol brillante, el cielo azul. El carisma de la marea que corea y salta en masa se hace uno con la sensación de superioridad, de omnipotencia: abrazo imaginario que me rodea y palmea cariñosamente cuando termina el recorrido de mi ingreso al estadio y me paro en el primer borde de aquel abismo, que me nutre y me devuelve la energía que hoy necesito, que me hace volver a reír y sentirme tan vivo, tan pleno: imaginarme el placer de gritar un gol inminente, el triunfo posible, casi seguro, la obligatoria coronación, nuestro destino, necesario para confirmar mi historia, quién soy, todo lo que podemos ser. La conquista del mundo y el mundo todo que nos mira, nos admira y piensa: pero ¿cómo puede ser? Un pedacito de tierra, de mierda sí, pero un puñado de pequeños gigantes, lastimados pero no derrotados, titanes inverosímiles pero verdaderos, que es lo que cuenta -ahí está la Historia-, aguerridos, mordedores, pasame y te la voy a dar: te voy a quebrar. Nos envolvemos en la bandera, en los colores que llevamos en la piel, que infiltran y hacen bombear el corazón. Siento esa tibieza que me hace falta: luego existo. Ah, la bandera. La que cantamos en la escuela. La que flamea y demarca la frontera. La que enseña matar o con gloria morir en el patio de la escuela. Lo canto y lo grito entre dientes, con los puños apretados de alegría, de pie, formado, haciendo la venia, medio lloriqueando a lo varón, cosa de valientes hechos retazos. Esto es mi patria, o la tumba. Frontera, pancarta, bandera colgada, la camiseta que visto al trabajo, al club, al cine, con la que duermo; bufanda, gorro, campera, colcha, el grito de guerra: todo repite y multiplica la misma sensación de tibieza, invencibilidad, plenitud y fe. Miro sus colores fijamente y la camiseta se vuelve holograma gigante o nave invasora llegada del espacio que se levanta y flota suspendida encima del círculo central, recortada sobre el verde intenso (verde televisor) de la cancha, ocupando todo el cielo azul, donde nunca se pone el sol, el sol interior, el azul de mi ensoñación. Por un instante veo, saliendo de la nave de la especie superior, miles de chorros intermitentes de proyectiles micromilimétricos sonido Atari convirtiendo en humito a los putos de la otra hinchada. Ya escuché lo que me gritaste, ya te la vamos a dar.
Hubo goles, lo sé, aún entre los cantos queda el recuerdo de los gritos sordos: en la emoción se apaga todo pero persisten imágenes, el escudo gigante flotando, el cielo, el sol, el corazón ensangrentado levantado con ambas manos, ofrendado a mis dioses, en agradecimiento, en su honor. “Baja la tarde colgada de mi hombro dando una larga torera”, esta vez sobre las gradas, los bombos, finalmente la Torre. Siento los brazos apretados y la caída en las sombras de la caja del camión policial. En las voces interferidas de los comunicadores escucho que dicen que hubo sangre, destrozos, masculino, 20 años, muertos. Vuelto piedra, abro los ojos en lo oscuro. Ya no veo la colorida aparición, apenas matices de negro de una bandera que me envuelve, me cubre, me tapa. Saboreo un jugo tibio que no aplaca mi sed pero me calma. Me duermo y sueño. Antes, en una fracción de lucidez, creo que no volveré a atravesar La Puerta, recorrer aquellos primeros metros y pararme al borde del anillo del medio, sentirme Gerónimo al filo del Gran Cañón, tocar el cielo azul y sentir la inmensidad del mundo a mis pies.