En mi tierna infancia supe someterme al famoso test de Rorschach. Una psicóloga me mostró unas láminas con distintas manchas de tinta que tenía que describir según mi imaginación. Para mí no requirió demasiado esfuerzo, ya que tenía vasta experiencia viendo figuras en una mancha de humedad que adornaba mi cuarto de Santa Lucía del Este (aunque en esas instancias de veraneos largos no sentía la presión por contestar). Recuerdo que aquel test fue casi como un juego. Imaginaba que por ese lado podía venir una prueba psicolaboral para un puesto estatal: miro unos dibujitos, escribo el primer divague que se me ocurre, y afuera y bailando. Qué esperanza.
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Por inercia, descarte y una considerable baja del nivel de utopía en sangre, me había anotado en uno de los tantos llamados de Uruguay Concursa que no tienen absolutamente nada que ver con lo que estudié: administrativo en Presidencia de la República, 29.984 pesos nominales, 40 horas semanales y una descripción del cargo que haría dormir a una manada de rinocerontes en celo: “desempeñar tareas de acuerdo a las normas y procedimientos establecidos”, “recibir y enviar expedientes...”, “realizar tareas referentes al manejo de la información”, “archivar la documentación...”, “atender a los usuarios del Servicio en forma telefónica”; en definitiva: todos los movimientos de una buena sinfonía burocrática.
Y yo, que en ninguna kermés de la escuela me gané nada -ni el Family Game, ni los patines en línea, ni los alfajores de las Sierras de Minas- y la única vez que entré a un casino estaba borracho y perdí los míseros 20 pesos que jugué en esas maquinitas para viejas en las que hay que alinear las frutitas, salí sorteado en el puesto 13 de 20.881 en la preselección de la lotería del Estado.
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Luego de varios meses que me llevó pasar la prueba de oposición, para la que tuve que estudiar desde la Sección IX de la Constitución de la República, pasando por el Estatuto del Funcionario Público, decretos y más decretos, hasta llegar al Texto Ordenado de Contabilidad y Administración Financiera, llegó la Santísima Evaluación Psicolaboral.
El peso del sobre de manila que llegó a mis manos era un inequívoco signo de que no se trataba de mirar manchas. Una de las psicólogas encargadas de la prueba nos ordenó que sacáramos el primer repartido de hojas, que contenía varias frases incompletas que había que terminar a gusto; algunas referidas al cargo al que nos postulábamos, muchas personales y otras tantas que abrían un colorido abanico de ambigüedades, similares a “nunca imaginé que...”. Los espacios para completar cada frase eran como de cuatro renglones, pero apelé a la concisión periodística.
Enseguida me estalló una disyuntiva: había que ser sincero o cínico. “Lo mejor de este cargo es...”, “lo peor de este cargo es...”. Opté por ser sincero: escribí que lo mejor era el sueldo pero también lo peor. Debieron pensar que soy bipolar o que no tengo comprensión lectora. Imaginé a algún cínico escribiendo que lo mejor del cargo era que podía cumplir su sueño de ser administrativo, para el que se había preparado toda la vida: “Mientras en el recreo todos mis compañeros de escuela jugaban con pelotas y autitos, yo me quedaba en clase y me encargaba de que no faltara el papel glasé, ordenaba las tizas de colores y le llevaba la lista a la maestra”.
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Mientras el tedio me abrazaba apasionadamente, llegaba el turno de lo que después me enteré que se llama “test de Wartegg”. Ocho cuadros con mínimas figura geométricas: un punto, tres rectas verticales paralelas de desigual longitud, una curva, y así. La prueba consistía en hacer un dibujo en cada cuadro tomando como base esas figuras, ponerle un título a cada uno, indicar el orden en el que los hice, contestar cuál me gustó más, cuál menos, cuál me resultó más sencillo de realizar, etcétera. En el cuadro en el que había dos rectas perpendiculares, dibujé un helado palito con un mordisco. Lo bauticé “helado mordido”.
Nunca supe dibujar. Me encantaría poder hacerlo medianamente bien, pero no me sale; entonces, si me obligan, trazo lo mínimo indispensable. Un profesor de dibujo del IAVA, quien confesaba sin problemas que lo apodaban Pepepo (por pelado, petiso y podrido), solía merodear el salón por turnos. Una vez me dijo: “Pasé hace media hora, y tu dibujo sigue igual. Laburá, flaco, laburá”. El test del tal Wartegg había que terminarlo en 15 minutos, y, como si no fuera suficiente, luego había que hacerlo otra vez, pero completándolo con dibujos diferentes y en siete minutos. Qué esperanza.
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Cuando pensaba que había terminado de sufrir, una de las psicólogas pidió que sacáramos del sobre a mi máxima enemiga: la hoja en blanco. La profesional dijo que no se juzgaba la destreza del dibujo y explicó la consigna: dibujar un animal, contar su historia y ponerle título. Cuando terminamos, comentó que teníamos que describir a qué raza pertenecía el animal. Entonces, levanté la mano y la psicóloga animalista me divisó entre las más de 200 almas que colmaban el Salón de Actos de la Torre Ejecutiva. Pregunté: “¿Y si la raza es inventada?”. “Eh...” La gurú del inconsciente pensó, trató de hurgar en su mente buscando la pieza de Lego que le faltaba para armar el castillo teórico que aparece en la foto de la caja. “No ponen nada”.
Como soy muy curioso, no pude evitar pispear los dibujos a mi alrededor. A mi izquierda, una muchacha había trazado un prolijo delfín; a mi derecha, se terminaba de crear un perrito de ribetes infantiles y caricaturescos. Como yo venía colgado con el documental del Indio Solari, plasmé un perro de cuerpo fino con forma de cilindro que decía “TNT”, y que por cola tenía una mecha encendida. Lo titulé “Mi perro dinamita” y conté que el animal aparecía en la televisión para inculcar el rock a los botijas que pasaban demasiado tiempo mirando Peppa Pig. Me pregunto si ese dibujo dirá lo mismo de mi personalidad que el “helado mordido”. Pero más me intriga saber qué relación tendrá con “recibir y enviar expedientes”.
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Ya habían pasado casi tres horas, hasta el tedio se había aburrido, y yo, que soy propenso a la hipérbole, me sentía sometido como Alex DeLarge al método Ludovico. Luego de una prueba que consistía en ordenar de forma creciente cuatro respuestas definidas a preguntas morales, éticas y afines, llegó lo más inesperado: “dibujar palitos”. Había que trazar la máxima cantidad posible de rectas verticales en un par de minutos. Cuando la psicóloga decía “guion”, había que dibujar una recta horizontal que marcaba un intervalo de tiempo. Al terminar la prueba, tuvimos que contar cuántos palitos dibujamos en cada intervalo, anotar la cifra y sumar todo. Con la muñeca dolorida conté un total de más de 600 rectas.
En la cola para entregar el sobre con todo listo, una muchacha que estaba delante de mí increpó a otra que todavía estaba sentada moviendo el lápiz: “No podés seguir haciendo la prueba cuando ya terminó el tiempo”. La mina la miró con cara de muchos enemigos y le contestó que estaba terminando de contar los palitos. Las mujeres se quedaron mirando mal, como dos hienas que se miden por el único huesito que dejó el león angurriento. Yo pensaba que el arribismo aparecía más adelante en la carrera del empleado público. Qué esperanza.