A fines de la década del 70 y principios de la del 80, casi nadie iba a colegio privado. Había pocos colegios y allí sólo iban algunos, los niños de clase media alta o alta. Niños que se pasaban el día entero en el colegio sufriendo la tortura del doble horario; niños que parecían salidos de una película inglesa, con sus uniformes calurosos y complicados. Tengo la sensación de que en esa época los padres de clase media no esperaban demasiado de la educación (y quizá tampoco esperaban demasiado de los niños, en general). No recuerdo a ningún adulto quejarse por nada, ni siquiera por que en la escuela nos obligaran a hacer 14 maceteros de hilo sisal por año, entre muchas otras cosas absurdas que se reiteraban hasta la demencia. Había que ir, cumplir el horario, no estar en la lista negra, y con eso bastaba.
La misma lógica apliqué yo con mis hijos. Quizá, como mis padres, la heredé.
Nunca esperé demasiado ni de la escuela ni del liceo. Siempre pensé que la verdadera educación estaba en otro lado: la casa, los hermanos, el barrio, los amigos, la calle. Esto no me inhibió de criticar la situación de la educación pública ni de haber enseñado a mis hijos a ser críticos con ella. Como la defiendo, la critico y espero fervientemente que el Estado no la deje librada al azar. Pero no espero, ni esperaré nunca, grandes cosas, ni de ella ni de ninguna otra institución educativa.
Cuando el asunto de elegir entre privado y público aparece en alguna conversación para instalar su siniestra duda, yo sigo esgrimiendo mis pobres argumentos. Que no hay grandes diferencias a nivel académico, que los niños pertenecerán a una institución privada y serán tratados como clientes, que crecerán creyendo algo equivocado sobre la vida. Mis interlocutores, en general universitarios de clase media criados en lo público, me dicen que el mundo se ha vuelto mucho más competitivo y que hay que darles a los niños algo más que lo que nosotros recibimos. Es posible. Pero, sobre todo, es cierto que la sociedad cambió. Quizá, la escuela pública empezó a verse como un reflejo demasiado real de esa nueva sociedad y se convirtió -como la sociedad misma- en un lugar hostil. Los padres de clase media parecen haberse convencido con llamativa rapidez de esto último. Aunque no lo digan así, la idea subyace entre sus numerosos argumentos a favor de lo privado: buena infraestructura, doble horario, alto nivel de exigencia académica, bilingüismo, cero días de paro, actividades extracurriculares, derecho al reclamo y a no ser uno más. Yo me pregunto si no estarán esperando demasiado de las instituciones y si son sólo esas las cosas que se les ofrecen y que esperan recibir a cambio.
II
Las instituciones de educación privadas se jactan de ser perfectas, aun cuando la perfección sea imposible. La familia, histórica institución acusada siempre de defectuosa, aspira también a lograr cierta perfección. Porque lograrla es el sino de cualquier institución, desde el club de barrio más precario hasta el Lawn Tennis (bien lo sabía Larsen en relación con los prostíbulos). Pero no habría nada de malo en ello; por el contrario, se trata de una aspiración humana y natural. El problema es que la realidad es casi siempre imperfecta, cuando no terrible. Quizá sea por eso que la clase alta ha promovido siempre su segregación y aislamiento, la creación de su propia realidad. En una sociedad tan hostil como la de hoy en día, no es raro que la clase media (siempre soterrada emuladora de la clase alta) haya optado por recurrir a una estrategia similar.
¿Será por eso que, hoy en día, hay niños de clase media que apenas pisan la calle?
Dentro de mis pobres argumentos en defensa de la escuela pública, hay uno que es el que más me gusta. Yo digo: manden a sus hijos a la escuela pública porque la pública es una institución imperfecta, y ese es un gran beneficio para los niños. El fundamento de esta idea es que en la etapa de formación de un individuo son menos importantes los conocimientos en matemáticas, geografía o historia que la propia formación de la personalidad. Y que no se forman personalidades verdaderas y libres dentro de las instituciones, mucho menos dentro de las perfectas, o de las que aspiran a serlo (como se ve, descreo de las instituciones). Porque ¿cómo rebelarse cuando uno se encuentra siempre dentro de ellas?, ¿cómo tensar la realidad cuando uno vive, de continuo, en una especie de subrealidad?
Supongamos que nazco en una familia que tiene la natural fantasía de ser una institución perfecta. Supongamos que, cuando comienzo mi educación, me envían a una institución privada porque tienen la creencia de que siendo privada será más perfecta y entonces se parecerá más a ellos, la familia. Y yo voy, entonces, como por un tubo. Es como un conducto aerodinámico que me traslada de una subrealidad a otra subrealidad.
Y pasa toda mi niñez y allí está todavía el tubo. Voy bien, bastante alegre a veces; es lo que conozco, no conozco nada más. Transcurre mi adolescencia y sigo en el tubo. Y así, todo el período más importante de mi formación como persona lo pasé viviendo cómoda, con comodidad, en las instituciones. Sin dudas, no seré murguista.
III
Se dice que la vida de barrio no existe más. Que la calle es un lugar peligroso. Que las nuevas tecnologías han transformado aun más la vida social y han eliminado el factor aburrimiento, indispensable fuerza creadora y de búsqueda de aventuras. Sin embargo, yo creo que un niño no necesita demasiado para tener barrio. Necesita, apenas, horas de ocio y libertad. Y, por supuesto, otros niños como él en iguales o parecidas condiciones. Pero si los niños no tienen ni la una ni la otra, difícilmente puedan descubrir (o inventar) su barrio. Y en el barrio hay un gran oasis antiinstitucional. Entro al barrio para salir de la familia y para olvidar la escuela. ¡Qué bien se respira! Si no hay barrio y soy un consecuente alumno de colegio privado, sólo me quedan la casa y el colegio (dejemos afuera otras instituciones menores y esas casas de compañeros de colegio que son como una réplica obscena de mi propia casa). Sólo tengo la institución familia y la institución de enseñanza privada. Y, como ya dijimos, en el medio no hay nada. Es que esa es justamente la idea. No se quiere que haya nada. Nada que no esté vigilado. El barrio siempre será un lugar incierto (y ese es su principal atractivo). Es por ese motivo que los colegios privados venden a los padres un intento de copia, imitación o sustituto de eso que en el barrio ocurre de manera natural: la vida social. Nada menos. Los amigos, las salidas, el vagabundeo y, por qué no, el siempre potencial acto vandálico. Lo que se llama “la calle”. Esa absurda pérdida de tiempo.
El colegio privado, en cambio, da a las familias la posibilidad de que su hijo tenga una vida social controlada y previsible. Ofrece una versión mejorada, sin todas las molestas imperfecciones del barrio. Así, los compañeros de mi hijo pertenecerán, con seguridad, a su misma clase social y, con un poco de suerte, a una un poco más alta, lo que no deja de ser una gran ventaja si pensamos que en los barrios de clase media, lastimosamente, sigue habiendo de todo. Y obtendré una segunda ventaja adicional, que no es otra que prolongar esos adecuados lazos sociales hacia el futuro (otro lugar incierto). Es que los niños que van al colegio privado suelen ir a la misma institución toda la vida. Es usual que se conozcan desde el Kinder (la guardería). Porque, como todos sabemos, los colegios fomentan, celosa y en general burdamente, un sentido de pertenencia. ¡Si hasta tienen escudos! Una patria dentro de la patria. Eso sí que es una institución de verdad. Si los amigos del barrio son conservados o descartados de forma natural por el paso del tiempo, con los compañeros patrios no pasa lo mismo. Son como cosas perennes. ¡Increíbles cosas perennes! Y hay grandes lazos de solidaridad allí. ¿Por qué se siguen viendo y reuniendo diez o 20 años después, muchas veces sin tener en común más que el hecho de haber ido al mismo colegio? En muchos casos ni siquiera se consideran amigos y, sin embargo, son algo más que ex compañeros. ¿Qué son, entonces? Son una rara cosa intermedia. El producto o el resultado de un oscuro deseo. Una vez escuché a un padre decir que enviaría a su hijo pequeño a un colegio privado para que el día de mañana tuviese contactos (obviamente, con poder adquisitivo). El comentario fue completamente desagradable, pero me hizo pensar si ese padre no estaba explicitando un deseo de clase media que permanecía siempre velado y oculto. No lo sé con certeza. Lo que sí sé es que los padres compran para sus hijos una vida social sin grandes riesgos ni sorpresas, dirigida y controlada, entre “iguales” y, por supuesto, para toda la vida.
Es claro que los jóvenes tienen sus propias formas de burlar este control y que, aun estando en la burbuja, logran caminos intermedios para zafar del microclima irreal que la educación privada propone y vende. Pero no me interesan los resultados reales y efectivos de esta especie de política de cautiverio infantil y adolescente. Me interesa lo que los padres compran y los argumentos que utilizan para justificar la compra. Me interesa entender qué hay detrás de esas grandes cosas que se esperan de la escuela y el liceo. Los argumentos basados en lo mal que está la enseñanza pública o la necesidad actual de aspirar a cierto nivel académico se me aparecen ahora como simples excusas, como meras racionalizaciones. Detrás de ellas lo único que veo es el miedo. Miedo al otro, al desconocido o diferente, miedo a la falta de control y a que el hijo sea influido nefastamente por la realidad, miedo al anárquico y violento desorden, al desperdicio y a lo imperfecto, y a los intersticios que lo imperfecto deja, miedo a la gozosa y, en apariencia, infructífera pérdida de tiempo, miedo a la libertad.