La columna “Pancartas sin carne” publicada hace dos semanas en el espacio semanal de Apegé (Decirlo todo) desató la indignación en diversos espacios. En las redes sociales se desarrolló un intenso debate y el viernes fue publicada una réplica por parte de tres militantes feministas, que manifestaron su rechazo al tono aleccionador del texto.

La réplica, los reproches y reflexiones vertidos en distintos medios -que, en algunos casos, llegaron a una descalificación del autor y no de sus ideas- centraron el debate en el tema del acoso callejero, la misoginia imperante en el país y la pertinencia del tipo de estrategias desarrolladas por algunos sectores del movimiento feminista.

Animar el análisis y la disidencia es fundamental para enriquecer el pensamiento crítico y sacar ciertos temas de los lugares comunes de reflexión, de eso no hay duda.

No obstante, en el ida y vuelta, además de descontextualizar la mencionada columna, se dejó de lado lo que considero que era el núcleo central de la provocación a la que invitaba el escritor: desde nuestra militancias, cuidar nuestros cuerpos -y de otros- del ultraje, del desprecio hiriente de una sociedad que no ha madurado lo suficiente a pesar de la retórica de las libertades y la igualdad.

Ese “cuidarnos” implica reflexionar cómo se disputan los territorios, se problematizan las desigualdades, se desarrollan estrategias para cambiar los paradigmas hegemónicos a partir de distintas formas de resistencia, pero sobre todo implica preguntarnos en nuestro accionar político y social cómo “cuidamos” el cuerpo de esas “otras” que animamos a no callar, a denunciar, a no tener miedo a pesar de conocer los riesgos, como señalaron las activistas mencionadas.

Al respecto en “Pancartas sin Carne” se señala “la hipocresía en la arenga de las libertades cuando se sabe que el otro no puede practicarla de inmediato y corre ciertos riesgos”.

Sin embargo, a diferencia del autor, considero que animar, invitar a denunciar a las mujeres víctimas de violencia sin que existan las redes de contención que garanticen su seguridad no es hipócrita, sino que es irresponsable.

En un contexto en el que el sistema de protección de víctimas de violencia doméstica es deficitario, con un entramado misógino entre los operadores policiales y judiciales, denunciar puede ser una trampa mortal para una mujer que ya ha vivido un contexto adverso y sufre distintos tipos de exclusiones.

Sucede lo mismo con otras formas de violencia que desde la acción política de distintas organizaciones se invita a denunciar. Ante los casos de explotación sexual de niños, niñas y adolescentes, con la rabia entre los dientes es necesario detenernos y ponderar a qué se enfrentan las adolescentes que denuncian: ¿cómo sostiene una adolescentes víctima de violencia sexual su denuncia ante el poder económico o político de los agresores? Cuando no se activan los mecanismos necesarios sucede lo que le sucedió a la joven que murió misteriosamente electrocutada en su casa después de haber denunciado que en la Casita del Parque en Paysandú se practicaba la explotación sexual de menores. ¿Cómo empoderamos a las víctimas con desenlaces así?

¿Desde qué lugar nos colocamos cuando incitamos a las trabajadoras domésticas migrantes que trabajan en condiciones de explotación laboral en mansiones de Punta del Este a que denuncien? ¿Para quedarse sin empleo, sin vivienda, sin redes de contención, para ser estereotipadas en virtud de su origen nacional?

El compendio de derechos por sí mismo no es garantía de nada, de hecho puede oprimir a personas en situación de vulnerabilidad, cuando no se puede sostener una denuncia en un contexto de franca desigualdad frente a sus opresores.

En nombre de la causa, nuestra causa, muchas víctimas han quedado en el camino, expuestas, y no siempre el Estado ni la sociedad civil organizada han tenido los recursos para sostener lo que en la retórica del lenguaje de derechos nos hace sentir el pecho caliente; para cambiar el mundo necesitamos mucho más que reivindicaciones panfletarias: se necesitan sistemas de protección de víctimas que logren sostener estos procesos, no sólo para reducir daños, sino para no perpetuar la impunidad.

Quien afirma que las mujeres podemos denunciar el poder patriarcal, arrinconarlo, desmembrarlo, como sea y cuando sea, miente. Ocurre en el caso de valientes mujeres en todo el mundo que levantan la voz. Las estrategias a desarrollar por cualquier movimiento implican trazar líneas que nos permitan no morir en el intento, ni colocar a otras en situaciones de mayor peligro. Muchas de nosotras no queremos más redentoras crucificadas. No es lo mismo temeridad que valentía. Nos necesitamos vivas. No hay fórmulas estáticas para la emancipación y la diversidad de estrategias de los movimientos sociales.

Recorrer las calles, disputar los territorios mediante la politización del cuerpo es un camino; apostar a la incidencia, al diálogo, a la reflexión, a la fisura de los lugares comunes es otro.

Cada uno elegirá sus espacios, sus trincheras, pero tenemos que respetarnos. Estoy convencida de que el feminismo es un movimiento político ambicioso, cuestionador e incómodo. Pero como feministas nos falta discutir más y aceptar las diferencias. No necesitamos otro proyecto puramente defensivo, monolítico, autorreferencial y estático. Depende de todas, y de los compañeros también.