Razones

La razón siempre se pierde

por motivos de tristeza,

por desgaste de los años

o amores casi imposibles

que pierden a la cabeza.

La primera tiene cura,

la segunda vive impresa

y la tercera se sana

comiéndose una manzana

o jugando a la ballesta.

Hay razones que se pierden

en trasteros de la vida;

esas son las peligrosas:

se nos olvidan las cosas

por causas desconocidas.

Hace mucho, pero no tanto como para que muchos de ustedes no lo hayan visto, no lo hayan sufrido, no hayan padecido sus embates, no se hayan cansado de su despliegue, sus bríos, sus ganas, sus sueños de lo imposible posible, el Chino Miguel del Río era un muchacho del Cerro que jugaba al fútbol, que quería ser veterinario, que metía como caballo, que iba 1.000 veces por partido de área a área, convirtiéndose en un practicante de kung fu de aquellas canchas nuestras del Far West, llenas de tierra, barro y matas.

Hace mucho, pero no tanto como para que no sea un capítulo importante de la historia del fútbol en la que habita la gloria, Miguel del Río y una veintena de compañeros que, como él, venían del ascenso escribieron una de las más fantásticas páginas del fútbol de competencia al convertirse, por primera vez en la historia del fútbol profesional, en el primer equipo que, sin solución de continuidad, jugando un partido tras otro durante dos temporadas consecutivas, fue sucesivamente campeón de las dos divisionales más importantes del fútbol uruguayo. Todo eso, con el agregado de que hasta ese momento, cuando se habían disputado más de 60 Campeonatos Uruguayos en la era profesional, sólo Nacional y Peñarol -decenas de veces- y Defensor -en una oportunidad- habían logrado el más preciado título.

Hace poco, tan poco que aún se puede leer o escuchar a la vuelta de la esquina, el Chino Miguel del Río, que ya no va de área a área ni lija en la mediacancha, pero se sigue tirando a los pies de la vida, vino por acá desde Europa, donde vive ahora, a presentar su libro de poesía Estos que parecen ser poemas -del que extraje “Razones”, transcripto más arriba- y para juntarse en una comilona con sus colegas hacedores de una de las mayores hazañas del fútbol. Una hazaña incomparable con cualquier otra, en tanto todos los campeonatos, todos los clubes, todos los equipos y todos los jugadores son distintos, pero que para un sujeto de aquel tiempo y estos pagos es tanto o más grande que la hazaña del Leicester.

WTF?

Por formación o por deformación profesional, no soy un genuino seguidor del fútbol europeo. La razón es más o menos simple: soy un repartidor de la información, que no un delivery, y como principio inquebrantable trato de dedicarme primero, y antes que nada, a todo aquello que sucede en mi ámbito natural, en mi barrio, en mi sociedad, en mi pueblo, en mi país, en mi continente, con mis conocidos y tus conocidos. Como se trata de una progresión geométrica, cuando llego por allá arriba mi desinformación y falta de inquietud por saber de clubes, jugadores y campeonatos que no sé ni cómo son, aunque sí sé que llevan nombre de banco, de aseguradora, de cerveza o de compañía telefónica, llegan a la enésima potencia. Además, trato de informarme e informar, hablar, opinar y discutir de aquellas cosas que pasan acá pero quedan invisibilizadas o escondidas, en una manifestación de esa patología contemporánea que cunde desde que, de pesado, me obligaron a mirar a través de las ventanas de mi Santa María la vida de los condominios privados de la aldea global. Como cantan Labarnois y Carrero:

Santa Marta está informada

de la cumbre de Ginebra,

si la reina estuvo enferma

o Palermo erró un penal.

Todo el mundo vive al tanto

de un millón de cosas nuevas

pero ya nadie se entera

lo que pasa en su ciudad.

No es que me haya enterado tarde del desarrollo de la liga inglesa de esta temporada, ni que lo haya hecho cuando ya estaba avanzada la cosa del liderazgo inesperado de un club que los nordomaníacos periodistas uruguashos con pronunciación de First Certificate llamaban Leista.

Desde que el Luis nos dejó primos lejanos y conocidos allá en la fabril y laburadora Liverpool, uno, más que menos, pega una vichadita a los yonis. Igual que cuando no veíamos un partido ni en figurita y entonces nos revolvíamos, una semana después, con los resúmenes del fútbol inglés que llegaban al 5 en el primer vuelo que salía de Heathrow para estos pagos.

Además, como me gusta cuando el abajo se mueve, empecé a vichar la historia de Leicester, el club, la ciudad, la región. Y claro, empecé a querer, como muchos de ustedes, que aquel equipo de menor presupuesto que los demás -pero ojo, nunca pobre: te podrás imaginar que Claudio Ranieri debe cobrar por temporada más que lo que ganará Vito Beato en toda su vida- terminara arriba.

Sin esa exagerada y afectada tensión de mirar desde acá un partido entre terceros para ver si los foxes salían campeones de Gran Bretaña, imaginé lógicos y exhaustivos reconocimientos al novel campeón. También imaginé que sería justo hablar de Héctor Tuja, Javier Baldriz, Julio Garrido, Carlos Barcos, Obdulio Trasante, Miguel Berriel, Tomás Lima, Wilfredo Antúnez, César Pereira, Fernando Operti, Miguel del Río, Óscar Falero, Abel Tolosa, Uruguay Gussoni, José Villarreal, Fernando Vilar, Fernando Madrigal, Vicente Daniel Viera, Ruben Borda, Daniel Andrada y Paulo Silva, los heroicos campeones con Central en 1984, conducidos por el camino de la hazaña por Líber Arispe en la dirección técnica y Germando Adinolfi en la preparación física.

El Central, que no ni no

Les juro que no miento. En todo caso, no les puedo jurar que no exageraré, porque mis emociones, las lindas, las buenas, las inolvidables para siempre, son aumentativas, y seguramente en cada replay que hago de ellas hay un detalle nuevo, hijo del concubinato de la realidad y el recuerdo.

La de Central de 1984 fue, sin duda, una de las más grandes hazañas del deporte. Y yo estaba ahí, tan cerca y tan lejos. Como cuando era un niño y descubrí que en la antesala del Centenario había un estadio más chiquito que el de mi pueblo pero con el mismo olor a yuyo y tangerinas, y atléticos y enormes futbolistas que vestían esa preciosa camiseta. Como cuando me despedí de la moña suelta de la escuela y, entre sueños y vergüenzas -en igual medida-, soñé con ponerme esa camiseta y terminar siendo uno de esos jóvenes briosos, esos hombres de jopo peinado y perfume de linimento, que calentaban en la calle, en el cantero de Ricaldoni, ahí, frente a nosotros, esos niños, muchachos-hombres que con los ojos desorbitados los veíamos hacer la entrada en calor en la calle que da a nuestro teatro de los sueños.

Después de años de ostracismo en los andurriales de la B, Central había conseguido en 1983 un esperado y peleadísimo ascenso que recién se pudo concretar en el último partido del campeonato. Sólo tres goles recibió aquella valla defendida por Héctor Tuja. En 1984, aquellos mismos muchachos que dieron la vuelta olímpica de la B en el Palermo después de ganarle a Liverpool volvieron a hacerse un lugar en sus obligaciones laborales para disfrutar de jugar en la A. Líber Arispe, que había comenzado como entrenador en 1982 sacando campeón de la B a Colón y un año después había terminado segundo, tras los palermitanos, dirigiendo a Rentistas, llegó a Central con una lista de refuerzos de jugadores del ascenso a los que él había dirigido o enfrentado en esos tiempos. Así, con aquellos que habían campeonado en 1983, los que vinieron de la B, los juveniles promovidos, dos futbolistas que venían del Uruguayo de la A de 1983 (José Ignacio Villarreal, de Peñarol, y Abel Tolosa, de Defensor) y un juvenil de la tercera aurinegra, César Pereira, se armó el equipo que pugnaría por mantener la categoría. A la hora de firmar los contratos de la temporada, por lo menos dos futbolistas pidieron suculentos premios por ser campeones del Uruguayo, y nadie le hizo caso a aquel imposible.

En tiempos de alta competencia, Nacional había sido campeón de América y del Mundo en 1980, Peñarol había sumado otra vez esos títulos en 1982 -y apenas había llegado a la final de la Libertadores en 1983, en un campeonato durísimo en el que se enfrentaban todos contra todos-, era absolutamente impensado que un cuadro que venía de años en el ascenso, que no tenía más que jugadores de la B y que encima había empezado perdiendo en casa en la primera fecha del torneo, pudiese llegar a pelear el campeonato.

Contra todos los monstruos, recién venidos de allá abajo, todos contra todos a dos ruedas y frente a miles. Nadie lo hubiese imaginado. Ellos, nosotros, sí.

No habrá ninguna igual, ninguna nunca

Es el campeonato de los impensados, de los sin prensa, de los huérfanos de más preocupación que las que pudiesen tener ellos mismos. Pero hay colectivos que día a día van encendiendo su llama de ilusión y, a pesar de que nadie los ve, están ahí, firmes, incólumes, tanto como frágiles los ve el establishment.

Y claro, primero es una sorpresa, después es una buena actuación, y después es esperar, que ya van a caer. La historia ya se los contó, nunca cayeron, pero después de haber sorteado a Nacional y Peñarol en el Centenario -en la primera rueda ante los bolsos se jugó en el Parque Central- y después de haber goleado a Defensor, los últimos tres partidos, los de acá se va a caer sí o sí, fueron lo más épico y maravilloso que viví en el fútbol profesional. Un increíble 5-4 con Sud América en la antepenúltima; un angustiante y estremecedor 1-0 con Wanderers, con un golazo de tiro libre de César Pereira a Eduardo Pereyra; y, por último, el día del milagro, el día de la hazaña, el día de lo impensado, el triunfo 2-1 ante Huracán Buceo, con aquella maravillosa y brutal pirueta aérea del Mosquito José Ignacio Villarreal.

Nunca había pasado que un cuadro 90% integrado por jugadores que venían de la B ganara un campeonato de la A. Nunca había pasado, nunca ha vuelto a pasar.

Eso es una hazaña, la mayor hazaña.