La democracia electoral o democracia de masas o democracia de medios tiene grabada en su genoma, desde antes de que el mundo fuera mundo, la cara de Donald Trump. Lo que debemos combatir no es el advenimiento de los advenedizos, ciertos personajes que consideramos peligrosos o excesivos; lo que debemos combatir es la lógica que los produce y los perfecciona, y esa lógica no es sino la propia democracia electoral de medios y masas. El circo y el espectáculo, clásico recurso divertido y distractivo con respecto a las cuestiones propiamente políticas, no es ahora sino la lógica de la propia política. El deporte, la competencia, las cifras y los porcentajes, el momento orgásmico en el que los adversarios se miden en la arena como gallitos colorados: alguien va a ganar y alguien va a perder. Especialistas, politólogos, encuestadores, sociólogos, publicistas, asesores de imagen y administradores de lo visible son una muestra clarísima de periodismo deportivo. Dentro de ese género, que podemos bautizar como “las grandes profecías de lo obvio”, ellos viven de hacer sus observaciones y mediciones, sus cálculos de probabilidades, de estirar indefinidamente la previa y calentar el ambiente, para llenar luego el vacío del período refractario con intervenciones epilogales que glosan, comentan, analizan y vuelven a contarnos lo que todos ya sabemos, porque todo ya recomenzó.
En suma, el circo ya no es una cosa que distrae al pueblo de los asuntos públicos, sino la lógica en la que los asuntos públicos son presentados al pueblo. Y ahora, en esta lógica, el pueblo se llama masa. El ideal deportivo de la política en este estado de excitación y exacerbación permanente es el wrestling: híbrido un poco psicótico entre lucha y simulacro que estira y expande indefinidamente en un reality el momento del enfrentamiento y el perímetro del ring. (Pues el momento de gloria nunca fue gobernar o reinar, eso es obvio; y ni siquiera es el ensueño de sentarnos en el trono del poder sonriéndole agradecidos al cielo). Donald Trump es un wrestler, ¿qué otra cosa podría ser? Es una especie de superstar del box, siempre disfrazado y poseído por su muñeco. Baja de la limo casi en una carrerita hacia los fans y las cámaras, ensaya una coreografía breve y contenida de lucha o desafío que arranca gritos y aplausos y carcajadas: I’m here to kick some ass. Con su presencia inverosímil y sobrenatural (¿pastor evangelista?, ¿vendedor de seguros?), Trump consagra plenamente la lógica espectacular de la democracia electoral. Él es su destino, el hijo provinciano mejor logrado del mundo global del dinero. En vano tratarán de corregir sus signos hipertróficos la sobriedad de los trajecitos sastre de Hillary Clinton, o su aire de familiaridad y comodidad con la administración y el poder burocrático. El wrestler, el ángel de la democracia de medios, es un outsider, no tiene nada que ver ni quiere tener nada que ver con la administración o el Estado. Además, existe en ese limbo infantil en el que encarna la versión HD de un luchador, su caricatura. Ahí el tipo puede soltar toda la densidad de eso que los americanos llaman uncorrectness (“the idiot’s way of saying incorrectness”, dice el Urban Dictionary): xenofobia, racismo, machismo, provincianismo, ignorancia, infantilismo. Pero no deje que la desinencia “ismo” lo confunda: acá no parece haber nada de ideología. Su ideal proviene de la nitidez, del alto pixelado: es un ideal técnico, un ideal impuesto por la cámara, por la tele, por la atmósfera histerógena desesperante de no ser sino al ser filmado, exhibido, transmitido. La lógica de los medios ya no puede vivir sin los gestitos de poder, sin las caras hiperexpresivas a lo Pixar, sin las frases de alto impacto, sin las “ideas-fuerza”. Pero como el invisible boy de Mistery Men, que tiene la propiedad redundante y paradójica de volverse invisible cuando nadie lo ve, ya nada volverá a su cauce. Entonces, no hay diferencia alguna entre un fascista y alguien que encarna a un personaje fascista para abastecer la economía del wrestling. Lo loco y lo peligroso estaban ahí desde siempre: nadie lo había tomado muy en serio, porque nadie capaz de juicio lo tomaría en serio, y eso es precisamente lo que explica que esté ahí, que haya llegado a donde llegó. Llegó protegido por el animus iocandi, pero ahí está: un mono fumando sobre un polvorín. Nadie cree en las luchas o en el wrestling, todos sabemos que son muñecos y personajes, y que seguramente fuera de escena son camaradas que se llevan bien y cenan juntos. Pero un día vemos a un actor por la calle y le gritamos “traidor” porque hizo de Bruto en escena. Es como cuando jugamos con un niño y hacemos de nuestra mano una araña o un pulpo que aparece repentinamente para sobresaltarlo: él sabe que eso no es una araña y, sin embargo, está atento, nervioso, atemorizado -y entonces entendemos que nosotros, adultos, también-. Todos lo son, en cierto modo, pero el wrestler uruguayo por excelencia es, sin dudas, Mujica: todavía recuerdo haber oído a cierto intelectual montevideano no mujiquista, cuyo argumento para votar a Mujica era que “las cosas se iban a poner más divertidas” o que “se iba a quebrar la medianía gris de la política”, etcétera.
Trump podrá ganar o no. Pero ya ganó, siempre ya ganó. Entiendo, por una especie de pudor supersticioso, que con estas cosas es mejor no jugar, pero a veces algo en mí desea su victoria: todo este gigantesco circo que clama por Trump, en definitiva, se merece a Trump, se merece experimentar lo real de esa ficción. Pues el correlato de este monstruo de los medios que comienza a afligir a liberales y demócratas es la masa de la estadística, con sus banderitas, sus gorros y sus carteles, viviendo su perpetuo 4 de julio. Y ambos se reconocen y se desean profundamente: uno la imagen del otro devuelta por el espejo de los medios. El aire de la democracia electoral puede llenarse completamente con figuras terribles o inocuas: lo mismo da, nadie las distingue. Aparecen Mujica o Trump, figuras incorrectas de alta definición, pero también y, sobre todo, Macri o Lacalle Pou o Bordaberry, ángeles infantiles e insustanciales de la reconciliación y la bondad, que canturrean y bailotean el estribillo abstracto y casi psicótico del palabrerío contemporáneo: positivo, propositivo, proactivo, valores, tolerancia, respeto. Los dos últimos han fracasado electoralmente, pero el primero no. Y eso es lo menos importante, en definitiva: pues si una cabeza hueca incapaz de decir otra cosa que no sean obviedades o lugares comunes gana las elecciones nacionales, lo que debería preocuparnos no es que eso haya ganado (eso nos mete en un problema práctico, por así decirlo), sino que eso haya sido elegido, que eso sea elegible. Ésa es la verdadera catástrofe: la lógica estructural que vincula a la masa electoral con su objeto de deseo.
Entonces, propongo pensar con cierta ingenuidad necesaria o inevitable. Sabemos que detrás de Trump, de Macri, de Lacalle, etcétera, hay dinero, intereses, privilegios, grupos de poder y presión, capitales, compromisos, deudas e incluso ideologías, posturas filosóficas, perfiles de clase y blablablá. Pero también sabemos que ese trasfondo no es tan claro o tan nítido en las llamadas izquierdas electorales y eso complica el razonamiento: las izquierdas terminan por resultar más funcionales, más ajustadas al ideal técnico de las democracias administrativas, de gestión o gerencia del capital (como si la lógica del capital fuera un saber de lo real). Pero, paradójicamente, eso también pone a la izquierda más cerca de una intervención en el espacio público, una intervención técnica y angelical que limpie un poco este aire absurdo, carnavalizado y circense que ya ha arrastrado a las formas institucionales de la política. Entonces quiero sugerir algunos cambios en el juego electoral, cuya superficialidad o ingenuidad podría ser sólo aparente. Hay que terminar con el vergonzoso corso ilimitado de la campaña electoral. Hay que extirpar ese tumor dañoso y obsceno. En principio, hay que lograr la reunificación de esa metástasis de desparramadas instancias electorales: internas, presidenciales, legislativas, municipales. Ciertamente, hay que derogar el balotaje (hay que recuperar cierta dignidad intelectual que nos permita separar el juego de la realidad: si la lógica es la del incremento del juego y la competencia, para poder ir muchas veces a 18, excitadísimos con nuestras banderitas, podríamos agregar al balotaje una especie de play-off o de tie-break). Entonces, en rigor, no habrá campañas electorales, en el sentido más positivo y bobo de esa expresión. No habrá publicidad electoral. No habrá cartelería, ni logos, ni heráldica, ni jingles, ni eslóganes. Estarán prohibidos. Y la más minúscula profanación del espacio público (incluido el espacio electrónico-virtual) con publicidad electoral será sancionada. Los candidatos o los partidos podrán exponer o explicar (o incluso expresar) sus programas o sus tendencias, gratuitamente, en espacios pautados (y distribuidos igualitariamente, en forma independiente del tamaño o del potencial caudal electoral del partido o el candidato) en la prensa (televisión, impresos, radios, medios electrónicos). Pero nadie podrá facturar por servicios vinculados a la campaña electoral. Merecemos un mundo en el que no haya que soportar la violencia de las gigantografías con las caras emperifolladas, soñadoras o graves o comprometidas o responsables de los candidatos o la agresividad del volumen, de las musiquitas, de los jingles, de las frases y los eslóganes, la invasión de palabritas y pequeños cantos (tuits) cansadores, absurdos e irresponsables (“por la positiva”, “ey, votalo a Ney”, “Abreu crece”, “el futuro es ahora”, “el Uruguay que queremos todos”, “aprontá tu corazón”, “vamos Uruguay”, etcétera). La madurez intelectual de una sociedad se debería medir en términos de su capacidad de limpiar lo político-público de esta estúpida invasión de lo privado y lo imaginario del mercado. Merecemos una sociedad en la que una idea (política, para el caso) no esté empujada, urgida, endeudada con la ansiedad competitiva, con la necesidad de gustar o de impactar, o de ser divertida o hipernítida, o de resignarse a no demandar más que un par de minutos de la atención lábil del disperso mental a la que va dirigida. Por otra parte, y para presentar las cosas en una escena práctica: ¿quién se anima a calcular las cantidades obscenas de dinero que corren cada cuatro años detrás de los votos, las listas, las caravanas, la facturación publicitaria en tele, radio o prensa, las encuestadoras y sus monos sabios de Power Point, las agencias de publicidad, los asesores y creativos, los jingleros y los poetas, los diseñadores gráficos, el papel, los impresos, el alquiler o la compra de locales o autos u ómnibus, los contingentes de no militantes que reparten listas o pegan y cuelgan carteles?
El voto, eso que tendemos espontáneamente a asociar con el civismo y la madurez pública, etcétera, es en realidad la forma dinero del mundo de la democracia electoral de medios y masas: se cambia por todo porque no significa nada. Y este fetiche no va a ser abolido con estas medidas, eso es claro. Algún día tendremos (no se trata de un “algún día” empírico) una práctica política que no sea entendida en términos electorales, o de partidos, o de Estado, o que no esté degradada como un simple medio o una técnica instrumental para conquistar algún tipo de objetivo. Pero mientras tanto, la formalidad ingenua de estas medidas -e incluso su retórica explícita de interdicto y prohibición- apunta directamente a un juego y a un mercado que en tanto ya adquirió hace rato una cierta autonomía, alegre y fiestera, pero al mismo tiempo empresarial, tiende a psicotizar el mito de refundación de lo social cada cuatro años, como en la anécdota de El día de la marmota -es decir, ni siquiera nos permite pensarlo como mito, para poder criticarlo: hay demasiado barullo-. Entonces supongo que es necesario golpear en ese punto: quizás repercuta en otros puntos, y luego en otros. Ya vivimos en una hermosa y plena sociedad en la que tomar La Bastilla es una metáfora de ir de compras a un shopping center en una especie de coreografía que liga amorosamente a todo el barrio y a toda la ciudad. Ahora pensemos que esa idiotez es exactamente la misma cuando vamos a votar.