Estoy en el préambulo de un viaje. No es el gran viaje de mi vida, apenas cruzo el río y voy a Buenos Aires, pero todo viaje altera, siempre. Porque no queremos hacerlo, porque es lo que más queremos, porque al fin de cuentas armamos bolso o valija y nos trasladamos más allá del recorrido cotidiano, intervenimos el espacio y el tiempo; un barco nos transporta y algo, más allá del cuerpo y los huesos, también se mueve.

No voy a andar mintiendo a esta altura: voy a Buenos Aires porque presento un libro en la Feria Internacional del Libro, y eso también me altera. La Feria, cruzar el charco como autor, estar expuesto ahí (el libro, no yo, y yo también), leerle a un público que no sé si existirá, el monstruo (o el mercado) de la Feria, los nervios, no saber si se me trancará la lengua, quedaré de pronto mudo o me volveré el uruguayo más verborrágico y odiado.

Ya que estoy, de paso podría tomar una postura en la discusión de fiebre sobre los derechos de autor. Ese libro publicado en papel y que fue hijo de dos años en Buenos Aires, de mis penas, mis tránsitos, mis alegrías y mi trabajo (y el trabajo de mucha gente), también estará libre en la web. Puedo decir que nunca ganaré un peso con él (salvo que ocurra un milagro) y que eso no importa, porque importa que digo, que me expreso, que soy un afortunado al ser publicado en la otra orilla, que está bien que la literatura circule más allá de los precios capitales, y también puedo decir lo contrario: que las tripas que me costó ese trabajo deberían ser pagadas o respetadas, que no quiero regalarle mi propiedad intelectual a nadie, a ningún fotocopista. Pero no puedo tomar postura porque, a la vez que pienso que nuestro trabajo debe ser protegido y pagado, también es cierto que pocas veces ese deseo se hace realidad, y de sueños estoy hasta la manija. Ojalá fuera distinto. Todo. Justo el stand de la Feria donde leo algún tramo de mi libro se llama Todo Libro es Político; un ámbito quizá preciso para discutir sobre los deseos, la realidad, las injusticias y la producción en serie, realmente publicitada y lejos de nosotros, de nuestros libros que son sudor y trabajo. Es todo lo que puedo decir. Pero, pensándolo bien, no es eso (la presentación) lo que me tiene más alterado: el destino de ese libro finalmente lo decidirán el mercado, los lectores y la gracia.

Más allá de eso, hay otra cosa en este cruzar el charco. Tengo miedo y es de verdad, lo siento de antemano. Le temo a esa ciudad. Por eso hasta ahora este texto que es preámbulo y luego será la vivencia primera de la embarcación inevitable.

Quizá todo tenga que ver con que en Buenos Aires viví dos años, y el último no fue el mejor de mi vida. Quizá tenga que ver con una huida apresurada, un fracaso de tango. Luego volví, pero a buscar mis cosas (unos libros, una campera, unos restos del alma que por ahí habían quedado esparcidos), con la certeza de un cierre, de algo acabado. Ahora tampoco es eso lo que viene a perturbarme, ninguna remoción del desexiliado, del ido, del que se fue. O quizá sí y no quiera verlo. Tampoco Mauricio Macri y sus políticas (aunque creo que esas conversaciones serán ineludibles) ni el buen encuentro con viejos amigos. Me perturba en sí misma la ciudad como arquitectura, el paisaje físico y humano, los miles de colectivos, las calles atiborradas, el subte que no tomaré, la densidad y la energía de una ciudad que se adora y odia a sí misma y que también ama el colapso. Me siento un provinciano (otra vez) a punto de viajar a la gran manzana. O quizá alguien que incorporó aquella frase de Charly -“la grasa de las capitales”- y no quiere padecerla.

Existen otros que le temen al campo oscuro y al cielo como única compañía. Yo, que nací y me crié en el campo, ahora también les tengo miedo a esas noches de bosques o montes, silencio o sólo el ladridos de los perros.

Ahora no logro especificar el pánico, la advertencia de mi espíritu. Sé que soy alérgico a lo masivo, a miles chocándose los hombros, al amuchamiento, al escándalo de publicidad, bocinas, autos como hormigas y personas -millones- como insectos sin caras; a un aparato gigante o maquinaria feroz que nunca para, a la demasía. También me hace ilusión (cómo me gusta tomar prestados esos españolismos) el encuentro con amigos, el paseo sin destino, el anonimato real, la libertad sin alguien conocido (salvo casualidad extrema) o el perderse, el hombre sin identificación o su pasaje por calles pisadas por otros hasta el cansancio y la furia. Tengo miedo del reencuentro, podría decir con cierta tanguez, pero más cierto es que me supera la imagen viva de una ciudad desbordada, inaprensible, sin escala humana, sentirme pulga (que no está mal) o más bien extraviado y sin saber de puntos cardinales. Tengo miedo, pánico de que tantos cuerpos, caras y velocidades metropolitanas me paralicen o exploten en un llanto antiguo que salga de mis ojos por toda la humanidad desubjetivada, con tanta prisa.

Agua, tierra

Subo al barco y algo de esa preocupación se diluye. Ya no soy el inmigrante en busca de otro destino que cruzaba el río para probarlo todo, ni el que luego fue a buscar sus tres petates con la única seguranza de la vuelta, dos manos cubriéndome el cuerpo y unos amigos en Montevideo. Aquella reconstrucción de cero, nada heroica -y que produjo un libro, es cierto-.

Salgo del puerto de Buenos Aires y el miedo de pronto se evapora. Esa maldita costumbre de adelantarnos a todo, como si pudiésemos prever qué nos pasará en el futuro, mañana nomás. Compro un paquete de cigarrillos con la satisfacción del precio de los cigarrillos en Buenos Aires. Vaya sorpresa: hace un año y medio salía 11 pesos la cajilla, hoy 45. Ahora sí tengo una convicción o una sospecha: capaz que por primera vez en mucho tiempo Buenos Aires será más cara que Montevideo. O igual. Subo a un taxi y, más allá de cierto embotellamiento que me altera y de las miles y miles de personas en las calles, desde la ventanilla reconozco como propios algunos lugares, esquinas: ahí estuve, ahí conversé, sé que después de tal avenida viene tal calle; algo del carácter de esta ciudad ya no me asusta. Otra vez me estoy adelantando. Sólo es media hora hasta llegar a la casa de unos amigos.

Ya vendrán los días que me dirán de agobios, economías, anonimato feliz (de eso no dudo), querer huir o querer quedarse. Ahora sólo se trata de comprobar las tonteras de uno. La mayor de todas: pensar que sabemos lo que pasará, lo que nos pasará en otro territorio, ya sea que esté cargado de pasado (triste, bueno, frustrado, excelso, de hambre, de alegría) o que no conozca ni una esquina. Otra vez, el presente. Ese vicio horrible de no poder vivir el presente, el que dura unos días o una noche.

Prendo la computadora para terminar este texto apenas llego. Facebook, con su capricho de recordarnos posteos u opiniones, me enrostra algo de aquella estadía de hace dos años, en la que iba de un barrio a otro y me enloquecía en todos, pero siempre con esa condena, ese delirio o esta vocación: “Llegué al Congreso. No, por supuesto, a ninguna banca. No me interesa en lo más mínimo y además nadie me votaría. A Dios gracias. Llegué al barrio de Congreso. Por una ventana veo el edificio genial y monstruoso donde se han cocinado destinos. Seguramente escucharé protestas y gritos y algún que otro ‘que se vayan todos’. Dudo que alguna vez baje a protestar por algo, a unirme a un grito colectivo (salvo que mi presencia sea imprescindible, algo más dudoso todavía). Prefiero los ecos de los gritos de los otros. Al lado del Congreso, en Congreso, pienso escribir mis propios gritos y cosechar mi propio silencio”.

Siempre, siempre, contarlo o decirlo todo. Qué castigo. Debo terminar estas líneas para vivir hoy, irme a la calle. Ya en una semana veré qué relato, luego de la vida de verdad vivida, haré de mí, de la ciudad y de los otros.