Ni fin de la guerra, ni ausencia de campos santos. La noticia, ya anunciada el miércoles, sobre la firma final de los acuerdos de paz entre la delegación del gobierno colombiano y la de las FARC, que incluye la dejación de las armas, zonas de ubicación temporal de la guerrilla y términos para el cese de hostilidades bilateral y definitivo, nos hace creer que después de más de 60 años, resucita la Colombia que creíamos muerta. Con este anuncio, sale de la unidad de cuidados intensivos, pero sigue en la clínica, en observación, pues todavía hay tumores cancerígenos que habrá que extirpar pronto para que pueda caminar sola, por su cuenta.

Por eso, todavía no se puede cantar el himno a voz en cuello, ni poner a ondear la bandera en los balcones. El presidente Juan Manuel Santos y sus negociadores, con un esfuerzo grande y que se reconoce, lograron lo impensable, pero pusieron la alfombra encima de la sangre, sin limpiarla del todo, y sigue saliendo. Menos, pero sale. Siempre habrá guerras hijas que alimentan a la guerra madre.

Según un informe de Transparencia Internacional, el Congreso de Colombia es uno de los más corruptos de América Latina, y eso también hay que incluirlo en las cuentas. Esto, sin contar con que, tal vez, la Policía de Colombia sea una de las más fuertes aliadas de la delincuencia, y lo que es más grave, que casi como un premio, con una votación de 90 a favor y tres en contra, le aprobaron hace unos días en el Congreso el nuevo Código Nacional de Policía, que le da facultades para violar los derechos humanos de los colombianos de manera impune, aunque el presidente Juan Manuel Santos diga lo contrario. Ahora, por ejemplo, podrán detener a ciudadanos sin orden judicial, entrar a los domicilios sin orden escrita, usar la fuerza cuando crean necesario, entre otras acciones, y la sociedad civil quedará en medio, temblando, abusada, reprimida violentamente, y para peor, sin derecho a una salud, educación y empleo dignos.

Por otra parte, todavía quedan activos en el país actores extremadamente violentos como el Ejército de Liberación Nacional (ELN) o las bandas neoparamilitares, mal llamadas bandas criminales (o bacrim), que siguen asesinando, extorsionando, secuestrando y creando una atmósfera de miedo, zozobra e indignación.

La noticia del fin del conflicto entre las Fuerzas Armadas de Colombia y las FARC es un respiro, pero todavía estamos en el purgatorio. Y no es que con el fin del conflicto con este grupo insurgente, el ex presidente y actual senador Álvaro Uribe, principal ideólogo de los enemigos de la paz, se haya quedado sin argumentos, sino que nunca los tuvo, pues sólo es de idiotas pedir a grito herido un proceso de paz sin impunidad después de tener el nefasto balance de nueve de los colaboradores de su gobierno detenidos, uno sancionado, siete investigados, incluidos su hermano Santiago Uribe (nada más ni nada menos que por presuntos nexos con el grupo paramilitar Los Doce Apóstoles, que se encargaba de asesinar y amedrentar delincuentes, consumidores de drogas y auxiliadores de la guerrilla), y su primo Mario Uribe, además de tener el propio ex presidente más de 186 procesos en su contra en la Comisión de Acusaciones de la Cámara de Representantes.

Con todo, esperamos que los integrantes de las FARC que estén en condiciones de hacerlo puedan reinsertarse a la vida civil y que el gobierno, en nombre del Estado, pueda darles todas las garantías para que así sea; que no suceda lo que sucedió con el partido político Unión Patriótica, que nació en 1984 como resultado de las negociaciones de paz entre el gobierno del entonces presidente de Colombia Belisario Betancur y que después de elegir 16 alcaldes, 256 concejales y 16 congresistas, fue víctima de una brutal represión, al punto de que más de 3.000 de sus militantes fueron asesinados, entre ellos dos candidatos presidenciales y 13 parlamentarios.

La guerra, entonces, no ha terminado. Las FARC se sentaron, hablaron, negociaron y llegaron a un acuerdo. Esto nos debe servir de experiencia, para saber que se puede hacer lo mismo con los demás actores armados, que no es imposible. Eso sí, queda también el intocable poder colombiano. Pero, para quienes todavía abrigamos la esperanza de ver algún día a una Colombia aliviada, también es importante que la sociedad civil esté dispuesta a dar un paso hacia la convivencia y hacia la reconciliación, porque los integrantes de las FARC, así como los del ELN, de las bacrim y tantos otros, además de victimarios, de alguna manera también son víctimas de un Estado histórica y juiciosamente corrupto, violento y antidemocrático.