Dina Krauskopf es una chilena de 78 años que vino a Uruguay para hablar sobre gente que tiene, al menos, 65 años menos que ella: los que “nacen otra vez”; los adolescentes. En el marco del seminario internacional “Derechos de la infancia, seguridad y penas no privativas de libertad”, organizado por UNICEF, la magíster en psicología clínica habló sobre la trayectoria de vida de los adolescentes en conflicto con la ley penal y aseguró que hoy representan una “amenaza” para muchos adultos; explicó a la diaria por qué.

¿Por qué se refiere a la adolescencia como un “segundo nacimiento”?

-La fase juvenil es un período crucial del curso de vida; cuando los sujetos alcanzan la madurez sexual y cerebral se apoyan en los recursos psicológicos y sociales que obtuvieron en su crecimiento previo, asumen para sí las funciones que les permiten elaborar su identidad, plantearse un sentido de vida propio y expresar su “actoría” en la sociedad. En el primer nacimiento, el bebé sale a la familia, que tiene que promover y proteger su desarrollo ante su vulnerabilidad y dependencia. La adolescencia es un momento estratégico en la trayectoria existencial: es un segundo nacimiento, en el que sale a la sociedad, donde no le espera un especial recibimiento; al contrario. El proceso es sumamente complejo y es donde surge, como necesidad imperiosa, tener una brújula interna, una identidad. Allí es donde se incorporan los elementos ya adquiridos y se resintetizan en la exploración de oportunidades, capacidades personales y sociales para seguir adelante. Es la etapa en la que resultan más cruciales las interacciones personales y grupales, los factores sociohistóricos y las características del entorno.

¿Cuáles son los trayectos de vida de los adolescentes que delinquen? ¿Cómo llegan a generar una identidad negativa?

-La reafirmación a través de la violencia, el delito, es, a veces, lo que tienen más a mano. Cuando no logran afirmarse como proveedores de familia, por ejemplo, constituyen su masculinidad allí. Se debe a la sociedad patriarcal en la que vivimos, por eso sería muy positivo que se trabajara el enfoque de género en todas las intervenciones y políticas. Para el adolescente es fundamental la identificación, y, como bien dijiste, se prefiere lo negativo antes que una ausencia. La necesidad juvenil de ser reconocido como alguien lleva a preferir ser temido, detestado, que ser nadie. La nada no es la nada nunca, sino una depresión, la desesperanza. Así se construye una identidad negativa: allí surge una nueva relación entre la vida y la muerte, se autoafirman en el riesgo, la transgresión y la violencia. Si encuentran un camino pro social, por supuesto que no van a adherir a una identidad negativa, pero en la oferta existente de realización hay más obstáculos e incertidumbres que certezas. En cambio, en la opción de la transgresión, la afirmación se da mediante un poder más destructivo, es una aventura en la que se pasan grandes emociones y se obtiene algún premio: lucir estatus con cadenas y zapatillas. Pero esa búsqueda de una visibilidad aterradora es una forma de empoderamiento seudogratificante.

¿No hay gratificación en el goce inmediato, aunque efímero?

-Yo la llamo seudogratificación, porque la gratificación es aquello que puede durar y contribuir a ir haciendo una trayectoria satisfactoria, y estas otras están bastante más asociadas a una cultura de muerte, a la vivencia del peligro y la enemistad.

¿Qué factores influyen en la constitución de una identidad negativa?

-Los reincidentes llegan a tener una identidad que está casi organizada para el delito, entonces se puede hablar de una identidad delictiva que afirma su estatus en hacer cosas negativas; no se quedan en eso que dicen que pueden o van a hacer. Eso también sucede con los que pueden desistir, que son la mayoría: reincidir no quiere decir que estés en una delincuencia persistente. La identidad y los valores están consolidados en términos que pueden llegar a configurar una cultura disocial, donde toman el delito como si fuera una forma de trabajo, aunque no tienen el tiempo estructurado, sino que las cosas van fluyendo y articulándose de acuerdo a las oportunidades y condiciones que aparezcan. En cambio, alguien puede reincidir porque está en una etapa crítica de la adolescencia, y entonces se encuentra junto con un grupo que está haciendo muchas transgresiones, o está pasando un período en el que entiende que no tiene otras opciones, porque cuando tiene las otras opciones uno deja de delinquir.

¿Qué marcas deja la cárcel en el adolescente?

-Es determinante. Si recluyo a un adolescente, va a utilizar todo su potencial para adaptarse a un entorno adverso. Después vamos a tener un miembro de la sociedad que va a estar condenado: cuando sale, el puro hecho de haber salido de la cárcel es un obstáculo. El aspecto identitario que se le atribuye por haber estado preso constituye una sensación de amenaza. A eso se le suman otros aspectos; a veces son sus propios compañeros de correrías los que tratarán de atraparlo y de que siga transgrediendo; a la salida todo influye. El adolescente tiene que contar con las herramientas internas y estar fortalecido [para enfrentar las mismas exigencias] que un adolescente que no ha pasado por estas cosas. El adolescente sale de la cárcel con muchas fantasías. ¿Con qué familia se va a encontrar al salir? ¿Qué cosas va a poder utilizar para construir una trayectoria que sea realmente satisfactoria y no riesgosa?

En su ponencia aseguró que a veces es mejor que el chiquilín no regrese a su familia. ¿Por qué?

-Muchas veces las propias familias son las expulsoras de los adolescentes. En esos territorios donde vive la mayoría, llamados ‘de riesgo estructural’, los entornos son altamente peligrosos: se convive con la droga, la violencia y la transgresión a la ley. Son estilos de vida en los que el riesgo se incorpora naturalmente; allí la violencia intrafamiliar es frecuente y abundan las familias delictivas en sí mismas y expulsoras, donde, ante la falta de ingreso, la pubertad del adolescente es bienvenida para que ya haga algún tipo de aporte. Aportan económicamente, pero a menudo no tienen acceso a las decisiones sobre estos ingresos. En estos territorios, donde la identidad positiva del colectivo es denegada socialmente y, en cambio, se enfrenta una mala imagen sólo por el hecho de pertenecer a estas comunidades, el adolescente se acopla y vive en riesgo.

Algunas investigaciones realizadas en el país demuestran que ser joven es delito. ¿Sucede eso en el resto del continente?

-Sí, y es muy preocupante. Es una cultura contra los jóvenes; el populismo punitivo está ahí. Son políticas autocráticas, derivadas de los criterios de los adultos. Para una época pasada eso estaba muy bien, pero ahora los jóvenes cada vez adquieren más protagonismo, entonces también hay una crisis intergeneracional; los adultos sienten una invasión, sienten que los jóvenes vienen a arrebatar su poder. Ahí están la sensación de amenaza y la necesidad de “tener el control”. Lo que se desea de los adolescentes es que no se noten hasta que lleguen a ser adultos: la juventud es entendida como un período de preparación y transición a la adultez. Implícitamente, se les está negando el reconocimiento como sujetos sociales y se destaca su incompletud.

En ese marco, ¿qué lugar tiene el llamado populismo punitivo?

-Está en todos lados, no sólo en la derecha: es increíble que a aquellos que les pasan menos cosas, esos a los que no roban, a los que no matan, que a su vez son los que están en una mejor posición [socioeconómica], sean los que finalmente promueven en mayor medida las penas. Es la teoría del miedo. No hay sólo jóvenes que delinquen: están también los que mueren, los amigos que quedan, y ellos no son los que están haciendo las demandas de aumento de penas. Hay una sensación de inseguridad, sí, pero también hay inseguridad por la desigualdad.