Las líneas que siguen están motivadas por una preocupación por las políticas públicas sobre deporte en Uruguay; más específicamente, motivadas por la polémica –casi novela rosa– sobre la participación del país en la organización del Mundial de Fútbol 2030.
Hay muchas maneras de evocar el pasado para pensar el futuro; algunas parecen poco convenientes. Una cosa es conmemorar el centenario del primer campeonato mundial de fútbol; otra es suponer que, debido a esa celebración, Uruguay debe ser sede del próximo mundial. Si tal fuera el caso, se corre el riesgo de una celebración anacrónica. El fútbol de hoy es radicalmente diferente, técnica y culturalmente, del de hace 100 años. Ni siquiera es el mismo que el de apenas unas décadas atrás. La distancia técnica y cultural con el Uruguay del Maracaná, por ejemplo, es gigante, como lo muestra el documental de Sebastián Bednarik y Andrés Varela.
De ninguna manera se puede apelar a revitalizar una tradición –o algo parecido– para justificar la organización de un mundial de fútbol. Es como si por los festejos del bicentenario hubiéramos propuesto hacer una revolución. Ahora que lo pienso, hubiera sido más interesante, sin dudas.
Si se trata de una celebración, ¿no alcanzaría con que durante ese mundial se juegue un partido en el estadio Centenario, en homenaje a 1930? ¿No alcanzaría con una participación que bien se podría llamar “simbólica”? ¿Nos va la vida, como República, en organizar un mundial de fútbol? Sospecho que no, y tras esa sospecha vendría la pregunta por el empecinamiento con esa idea. ¿Se trata de motivos económicos? ¿Se trata de motivos culturales? Y en cualquier caso, ¿qué sería cada una de esas dos cosas?
El fútbol, hoy, en el nivel profesional o de alto rendimiento, no es más que un elemento de la sociedad del espectáculo. Por eso sorprende que, a esta altura del campeonato, todavía alguien pueda pensar que el deporte es la mejor expresión de la cultura cuando se trata de alinear comunidades o naciones, de superar diferencias. ¿Alinear comunidades en torno a qué? ¿Superar cuáles diferencias? Sorprendería mucho más todavía si esa idea, existiendo, saliera de boca de una autoridad gubernamental vinculada a las políticas públicas sobre deporte. Y más que sorprendería, espantaría si eso se considerara un “argumento”, cuando no llega ni a ideología.
A esta altura del campeonato, insisto, hay demasiada acumulación teórica en el campo de las ciencias sociales y las humanidades sobre el tema del deporte, y hay suficiente reflexión política sobre el asunto, como para que el tema se trate a la ligera. Si fuera un asunto a resolver en la mesa de un boliche, de acuerdo, cuando juega Uruguay corren tres millones, corren las agujas, corre el corazón, pero eso no es razón para abusar de la pasión popular por un deporte. Hacer política no es lo mismo que gestionar la necesidad; tampoco es decidir llevar adelante un emprendimiento y después, en función de la decisión, hacer un collage de argumentos como para que la mayor cantidad posible de gente se sienta contemplada.