En febrero de 2016 el periodista Claudio Gatti anunció triunfante, en The New York Republic of Books, que había descubierto la identidad de la elusiva escritora italiana Elena Ferrante. Tal vez para su sorpresa, el mundo entero reaccionó con enojo ante esta intrusión. Quizá haya sido por la forma en que basó su pesquisa —hay algo muy poco elegante en descubrir la identidad de un autor anónimo mediante movimientos de cuentas bancarias—, ya que muchos lo habían intentado antes, al punto de la que la Universidad La Sapienza llevó a cabo una investigación, dirigida por un físico y basada en algoritmos, para comparar la escritura de Ferrante con la de otros literatos italianos y encontrar similitudes (el match más exacto que encontraron fue la escritura de Domenico Starnone, quien de hecho es el marido de la “verdadera” Ferrante, la traductora Anita Raja). Lo cierto es que los lectores no queríamos saberlo. Ferrante siempre reivindicó su anonimato como un derecho que le permitía, además, escribir prescindiendo de pensar en el lector. Tras un esfuerzo probablemente gigantesco para conseguirlo (pensar, si no, en todas las piruetas que se han hecho por acceder a la identidad de Banksy), suena a traición; a ella y a sus lectores, que nos regocijábamos en ese misterio.


Para Elena Ferrante nacer y vivir en un pueblo en el que los vínculos casi nunca se rompen, no importan las traiciones, las humillaciones, los odios que puedan existir, a veces de generaciones atrás, la densísima trama de experiencias que hacen a una comunidad toda, fue una maldición. “La idea de que cada uno está en gran parte hecho de otros no era una conquista teórica, sino una realidad”, ha dicho sobre sus orígenes en un pueblo napolitano pobre, en el que el recogimiento en uno mismo era virtualmente imposible. Y en sus libros publicados en español, la “tetralogía de las amigas” (La amiga estupenda, Un mal nombre, Las deudas del cuerpo y La niña perdida) y Los cuentos del desamor, que reúne tres novelas publicadas anteriormente pero sólo hace poco traducidas a nuestro idioma (El amor molesto, Los días del abandono y La hija oscura), esto es más que evidente; cada personaje está construido en contraste con otro, y en el único caso en que esto no se da de forma evidente (Los días del abandono) es cuando su escritura, potente, intensa, obsesiva, naufraga un poco. La manera en que Ferrante describe los vínculos en las localidades italianas donde la comunidad impera sobre el yo no condice con la idea occidental que tenemos sobre la individualidad. Sin embargo, sus protagonistas son conscientes de esas otras formas de concebir el mundo, y ahí radica su conflicto: por mucho que lo intenten, nunca podrán escapar de la pregunta sobre dónde comienza el otro.

Tanto en la tetralogía como en dos de las novelas de Los cuentos del desamor, el gran espejo de las protagonistas (siempre son mujeres), cuya imagen las atrae y les causa rechazo al mismo tiempo, es otra mujer. Puede ser la relación con una amiga desde la infancia hasta la vejez, como en el caso de “Las amigas”, el lazo con una madre incluso después de que haya muerto (El amor molesto) o una fascinación creciente y no exenta de crueldad hacia una extraña y su hija (La hija oscura). Vínculos misteriosos, agobiantes, obsesivos, y cargados de eros y tánatos, que recuerdan los juegos de identidad de Persona (Ingmar Bergman, 1966).

La tetralogía de las amigas, inesperado bestseller mundial, es el relato puntilloso, honesto —no se esquivan crueldad ni fealdad— de una amistad inevitable e irrenunciable, incluso en las muchas instancias en las que Elena y Lina no se ven por años. La otra siempre está ahí, como modelo a seguir, como fuente de rechazo, ya sea en la cada vez más venida a menos Nápoles, de la que Lina nunca se va, como en la vital Florencia, a la que Elena huye en cuanto puede (pero de la que no puede evitar volver). También es la historia de una comunidad entera y de las heridas incontables que se acumulan con los años, la tristeza de perder algo que nunca se amó del todo (o nada) pero que es la parte más esencial de uno.


Esto último se ve de manera particularmente clara en el trauma con el dialecto; hay una cuestión explícita por la que las mujeres de Ferrante se van de su pueblo natal y pulen su forma de hablar hasta que quede sin rastros de su italiano más nativo, pero va mucho más allá de la clase. Sus protagonistas siempre asocian, también, el dialecto con la violencia, con la parte más incontrolada de su propio ser (todas, en algún momento, estallan y hablan en dialecto después de una larga rabia embotellada, y se horrorizan ante este exabrupto).

Suele pasar que el dialecto como lengua materna sea una cuestión de conflicto: sigue considerándose una muestra de menor prestigio social, y por lo tanto, puede llegar a sentirse un estorbo, pero por otro lado se asocia con los sentimientos más cálidos, el lenguaje en el que se expresan las emociones. No obsta que las protagonistas de Ferrante nunca perciban el dialecto como algo positivo, sino vinculado a escenas atroces del pasado, y por eso tal vez resulten frías. Al eliminar radicalmente el dialecto de sus vidas —reapareciendo sólo en momentos de caos y furia—, parecen haber perdido, también, una parte de ellas.

Texto: Sol Ferreira.