Las gotas caen de la canilla rota: pluf, pluf, pluf. Son las cinco de la mañana. Cierro los ojos, sintonizo la respiración con el compás del goteo para que no me moleste. Despacio, dulcemente, siento cómo el sopor va invadiendo mi cuerpo. El goteo se hizo mi amigo y me voy, me estoy yendo cuando un zumbido interrumpe el viaje y me trae de regreso hacia el pluf, pluf, pluf de la canilla que gotea y que pluf, pluf, pluf, ahora no me calma, no me deja dormir. Pero el problema es el zumbido. Y la estrategia es la de quedarme inmóvil para no perturbarlo, dejar que quede al alcance de mis manos y ¡zas!, trampa mortal, aplastamiento. Para que funcione hay que hacerlo bien, no emitir un solo ruido. Dejo de respirar. En ese momento, el zumbido, esa forma de Inteligencia Superior, desaparece en el silencio, súbitamente. Insisto y me apego al plan original. En la oscuridad, mi cara sin aire se torna verde, púrpura, azul, azul con verde (¿amarilla?). Finalmente, el zumbido reaparece. Se acerca, siento el pequeño agitar de alas transparentes que se aproximan hacia mi cara e imagino cómo sus patitas puntiagudas aterrizan en mi carne y cómo inyecta la manguera viscosa dentro de mí. Doy un latigazo ciego con mi mano izquierda. La palma impacta potente contra la oreja y provoca un zumbido (otra clase de zumbido). Lo logré, me digo. Lo logré, me felicito. Lo logré, me repito. Lo logré, me miento... porque el zumbido (el original) reaparece en algún lugar de la noche, en algún rincón de mi cuarto invadido y ultrajado por él, el insecto rey, o ella, la insecta reina, quién sabe, ya no se puede estar seguro de nada.

Pluf, pluf, pluf. Son las cinco y cuarto de la mañana.

Prendo la luz de la cómoda y me paro sobre la cama. Amenazador y desnudo juego a ser el cazador que recorre la pared con la vista para detectar cualquier indicio de negro sobre blanco. Siempre me sentí a gusto entre los contrastes, habitando los extremos. Siempre. Fugaz, veo cómo el minúsculo avión negro planea sobre territorio enemigo para iniciar en cualquier momento un brutal-ataque-chupa-sangre-nuclear, perfora la oscuridad y desaparece. Es un truco de guerra, de camuflaje o invisibilidad. El progreso tecnológico de los insectos los convierte en criaturas cada vez más peligrosas, en verdaderas máquinas de locura. Pero yo también tengo mis trucos y decido recurrir, si es necesario, al aplauso de muerte, a la palma contra la pared, al cabezazo contra el mueble. Otra vez el negro sobre el blanco: el insecto reaparece y se funde con el paisaje que está detrás. Sigo, inmóvil, en mi posición. Pasan, lentos, varios minutos. Y nada. Mis piernas se cansan. Me acuesto. Apago la luz y zumbido. Prendo. Me paro cazador y nada. Me acuesto. Apago la luz y zumbido. Por un momento pienso que se metió dentro de mi cabeza para absorberme la sangre del cerebro y regular sus funciones, manipularlo, generar la sensación de sonido tridimensional que me hace creer que está fuera, al alcance de mi mano, cuando en realidad está dentro, invencible, indestructible, insondable, in, dentro, un monstruo que se alimenta de mi materia gris, no me deja dormir, me hace alucinar y me mata lentamente. No puede ser, me digo. No puede ser, me aliento. No puede ser, me paro y prendo la luz y apunto los ojos y lo veo descansando en la pared. Me acerco sigiloso. Son las cinco y media de la mañana y las gotas caen con su sonido seco (pluf, pluf, pluf), igual al que hace mi mano que, como un relámpago, se estrella contra la pared. Negro, rojo, blanco. El cadáver estampado en la superficie y mi mano empapada de sangre: las pequeñas gotas rojas cargadas de oxígeno, de vida, después de deslizarse por mis dedos como ríos, se detienen en el final de mi piel, en el borde de mi cuerpo, y, tras reflexionar unos segundos, suicidas, se arrojan al precipicio y chocan una a una contra el suelo. Pluf, pluf, pluf, son las cinco y cuarenta y cinco de la mañana y ya no hay más zumbido.

Matías Larramendi