1. Debíamos tener ocho, nueve años. Estábamos afuera, no recuerdo si había una mesa. Estábamos sentados en el suelo, las túnicas con pastos secos y piedritas. Era al lado de la casa del cura, casi enfrente a la parroquia Cristo Obrero. Por ahí estaba la habitación angosta donde funcionaba un comedor para los niños del barrio. Del otro lado de la calle, la cancha de fútbol del Club Progreso, la hamaca en la que se columpiaba un hombre que “no tenía casa”. Sería de mañana, no recuerdo del todo las circunstancias ni a la maestra. Supongo que sería esa materia extraña que se llamaba “tareas dirigidas”, o algo así. No era catequesis, eso puedo asegurarlo, porque me acuerdo muy bien de mis catequistas, mujeres apasionadas que me enseñaron a discutir.

Yo me había ofrecido para leer en voz alta, para la clase, el texto que tocaba ese día. Leía de corrido y no lo hacía mal. Recuerdo la hoja, una fotocopia, no un libro. Y la primera, elemental pero intrincada, oración: “Era una inmensa pampa de granito; su color, gris; en su llaneza, ni una arruga; triste y desierta; triste y fría; bajo un cielo de indiferencia, bajo un cielo de plomo”.

Se entiende que tuviera cierto trato con las parábolas: no me eran ni extrañas ni indiferentes la del hijo pródigo (que me enfurecía), la de los diez talentos (que no lograba comprender del todo), la de la oveja perdida (que me dejaba absolutamente perplejo). Pero esto era otra cosa; estas imágenes que yo recibía a través de palabras nuevas, desconocidas o enrarecidas en un contexto distinto y poderoso. Palabras que, más que la bendición de los niños (Mateo, 19:14), parecían escritas para ser leídas por mí.

Se me llenaron los ojos y la memoria de impresiones terribles: los dientes, la flacura extrema de esos personajes, la áspera semilla, la sequedad dolorosa, ese cielo… Imagino que se me quebró la voz, pero es un detalle dramático que, creo, debe haber agregado el tiempo. Lo que sí no sé es cómo llegué al angustioso final: “Si el Universo es una patrulla de esclavos que rondan en el espacio infinito teniendo por amo una sombra que se ignora a sí misma, entonces yo valgo mucho más que tú; y el nombre que te puse ¡devuélvemelo!, porque no hay en la tierra ni en el cielo nada más grande que yo”.

2. Puedo ver a Rodó, casi puedo verlo. Lo he intentado atrapar sentado por horas frente a la escultura de Belloni, entre sus cosas (el crucifijo de su familia, su foto rodeado de libros desordenados sobre su escritorio rebosante, la primera edición de Motivos de Proteo), en las palabras escuetas en su diario de viaje, en las visiones del fin de todo.

Pablo Rocca recuperó de sus originales, en un extenso artículo, algunas entradas del Diario que Emir Rodríguez Monegal juzgó prudente dejar afuera de las Obras completas de Rodó. Es interesante leer ese texto íntimo con las anotaciones de Rodríguez Monegal, que dejan ver a la vez la intención casi iconoclasta y, en sus omisiones, su pacatería. Anota el compilador, adelantándose a posibles críticas, que “el tema podrá parecer únicamente sórdido a quienes prefieren imaginarse al maestro de Ariel como un ser desasido de todo apetito corporal”, mientras que “no pasará lo mismo con los que admiran en Rodó al hombre entero, capaz de sentir lo que todo hombre siente”. Por otra parte, asegura que las anotaciones, “en vez de disminuirlo, lo sitúan en un contexto humano mucho más cálido y compartible”.

¿Pero qué anotaciones son estas? Hay que recordar que Rodó está en Europa, finalmente, aunque quizás no en su Europa soñada, en la Europa Ideal, cincelada del vivo mármol de Paros, sino en una Europa en guerra, convulsionada y en proceso de cambio; anota, por ejemplo, con desagrado los rasgos de mayor modernidad, el empuje futurista de algunas de sus ciudades. Con su acostumbrada meticulosidad, apunta cosas como: “Las 2 ninfas que encontramos en la Cannebière. Las llevamos a tomar el aperitivo. Lily”; “De noche. La monona menudita y sus pseudo-tías. Las acompañamos y conversamos con ellas. Queda en ir al Hotel a las 7 de la mañana”; “La rubia flaca. Conversamos. Echenique la lleva al Hotel” y, finalmente,“La rubia flaca en el lecho”. Rodríguez Monegal conjetura algunas hipótesis, pero la anotación que da cierre al episodio parece eludir toda simplificación. Dice: “La gran fumata de la francesa y el coiffeur. Echenique 74 fr”.

En su artículo, Rocca se pregunta qué pagaron esos 74 francos y rescata, además, algo omitido por Rodríguez Monegal. Sostiene:

“Escribe el autor el 21 de julio de 1915, y el editor omite: Llegada a Bahía. Baño. La familia pernambucana. El canciller de Brasil en el consulado de París. [...].

Y anota al día siguiente esto, y nada más: El hermano de la pernambucana”.

¿Hay velado un interés homoerótico, o acaso refiere a otra cosa, como cuando Rodó anota “La chiquilla que nos cree argentinos”, “La gitana que quiere decir la buenaventura” o “El cochero republicano”? ¿Qué hay detrás de esas figuras, apenas siluetas o comparsas de un viaje alucinado? ¿Quién es esa “brasilera interesante, aunque no bonita”, quién es “la vendedora de tarjetas postales de los cuadros” o “la francesita espectadora del juego de dominó”? ¿A qué refiere “La gran bolada de Echenique”?

Todo el diario tiene la oscuridad de punto ciego en una obra que apunta siempre a la claridad apolínea, pero en esta zona las sombras son todavía más densas. Son el espacio en el que se abisma la biografía de Rodó. Cuando vemos, cuando leemos, hay siempre como un velo sobre esa cara, que no se revela, que se resiste, que permanece ensimismada a través del tiempo, ajena al exhibicionismo.

3. Hay un cuento de Juan Introini que ficciona los últimos momentos de la vida de Rodó en Palermo. Se llama “Enmascarado” e intenta, tras una cita de Emilio Oribe a la que debe el título, delimitar el misterio, abrir el pensamiento de Rodó en toda su complejidad y su contradicción, especular sobre el destino atroz de Ariel (hoy demacrado símbolo de un proyecto muerto), de Próspero (el maestro o el tirano), de Calibán (el monstruo o el hombre natural), de Glauco (la voz que parece hablarnos con mayor lucidez, desde su propia indefinición), y echar luz sobre el hombre y su símbolo para comprender un destino sudamericano. Porque también ese, la muerte por enfermedad lejos de la patria, es un posible destino nuestro.

Hay un poema de Rodó, publicado en el periódico La Carcajada el 4 de enero de 1897 gracias a la indiscreción de Daniel Martínez Vigil, que no acató el pedido de secreto de su autor, que contiene dos versos memorables. Cuenta Víctor Pérez Petit que fueron compuestos en honor a la española Lola Millanes, a quien los dos amigos (Martínez Vigil y Rodó) habían ido a ver muchas veces en un espectáculo de zarzuela. Dicho espectáculo se presentó por varias noches en un “teatrillo” denominado Pabellón Nacional, cuenta Pérez Petit, que se erguía en el predio que antes fuera un cementerio inglés. Allí se proyectaría luego la construcción del Palacio de Gobierno, durante la presidencia de Claudio Williman. Ciertamente, en 1910 se comenzó la construcción del edificio, que nunca se terminó y que estaría emplazado en el terreno que hoy ocupa la sede central de la Intendencia de Montevideo. En internet se pueden comprar medallas algo tristes que celebran la colocación de la piedra fundacional, el 18 de julio del mencionado año. En ese lugar que ya no existe, antiguo camposanto y plaza de armas, luego propenso a las artes “populares”, al teatro de vaudeville y a los bailes de máscaras de Carnaval, Rodó quedó muy impactado por la intérprete catalana y “para desfogar su entusiasmo” escribió la pieza, que cuando publicada se tituló, enigmáticamente y según la moda de la época, “A…”.

De pie sobre la escena,/ desatada en ondas la profusa cabellera, / alta la sien, radiante la mirada, / como jovial emperatriz, impera...

Una purpúrea flor se abre sangrienta, / cual en copa de ébano, en la cima / del casco negro que su frente ostenta / y un acerado resplandor anima.

Suena su voz y en nuestra mente cruza, / como en un dulce sueño, al escucharla, / la hechicera visión de la Andaluza / que imaginó Musset, para adorarla...

Cada rayo que vibra atravesando / de sus pestañas por el tul sedeño, / es un hilo de luz que va bordando / y el tejido impalpable de los sueños...

Y, a cada giro de su cuerpo airoso, / las vueltas del mantón abriendo al aire, / semejan el ondear, raudo y glorioso, / de un pendón en las justas del donaire...

En la ficción, el Arte ha modelado su espíritu... / Es ficción su vida entera... / ¡Quién su fingido amor—su amor soñado— / en real amor transfigurar pudiera...!

Después de la fuerte apertura y tras una serie de lugares comunes, de versos bastante cursis incluso, hay dos que fulguran con un brillo especial. Me refiero, a los dos que abren la última cuarteta. Es difícil poder resumir más perfectamente un destino humano, difícil no ver, en unos versos de amor escritos en secreto como estos, la cifra del hombre que los escandió.

Coda

Los juegos llegaron con el parque, que entonces era Parque Urbano, a principios del siglo XX. En su inauguración había ya calesitas y una montaña rusa. Entre 1903 y 1904 se hizo el lago y, luego de la muerte de Rodó, el lugar cambió de nombre.

Hace poco lo visité mientras estaba cerrado. Tienen algo entre evocador y ominoso esos caballitos brillantes, los espejos, los carros tapados con lonas verdes, como esperando. Hay uno de los juegos que está pintado con mucha habilidad con simpáticos animales en curiosas actividades humanas.

Un ciervo se relame por una porción de torta, un gusano amarillo pasa un mate, una mariposa con corona comenta una noticia del diario con una abeja, un grupo de insectos comparte una pizza, una hormiga juega a los naipes con otro bicho, un conjunto de ranas toca música. Entre las divertidas ilustraciones firmadas por Homero Vuljevas se destaca una que no tiene animales. Sólo flores y palabras: “Jardín de las Virtudes. Bienvenidos”, dice pintado un cartel de madera, y a su sombra hay varias matas de flores blancas y amarillas con pequeños letreritos, como en los que en los viveros nombran a las plantas, blancos y con letras azules.

Dicen “Bondad”, “Empatía”, “Modestia”, “Capacidad de asombro”, “Sinceridad”, “Amor”, “Ágape”. Llama la atención la cuidada selección, por momentos tan rodoniana. Este es, tal vez, un mundo mucho más cínico que el que vivió, y no puedo dejar de pensar, mientras lo imagino, en el patético viaje final al centro mismo de la civilización en el momento primero de su hecatombe sin Dios.