Ver la muerte de frente impresiona. Mucho más si no la esperás ni remotamente. Si saliste a la calle para despejarte del trabajo, como hacés casi todas las tardes, venís caminando por Paraguay, como hacés casi todas las tardes, parás en un quiosco a comprar un paquete de pastillas de menta, como hacés casi todas las tardes, y cuando llegás a 18 de Julio te la encontrás ahí tirada, en el medio de la calle. El cuerpo pesado boca arriba, en una posición incómoda, extraña. La cabeza abollada, la sangre con cosas viscosas todavía fluyendo por el cemento hasta chocarse con el cordón de la vereda.

Las calles como 18 de Julio son una demostración de la inmensa capacidad de abstracción del ser humano. En 18 de Julio hay lugar para todo. Hay vendedores de lentes de sol, de garrapiñada y de cigarros de contrabando, hay tiendas de marcas importantes, hay galerías decadentes, hay personas elegantes, hay personas desaliñadas, hay rengos pidiendo monedas, hay casas de préstamo, hay casinos, hay taxis, hay tipos que piden monedas por parar taxis, hay millones de ómnibus de CUTCSA, hay universidades, hay librerías, hay ópticas, hay un hombre orquesta chileno, hay más casas de préstamo. Aprendemos desde chicos a atravesar esa selva de estímulos sin que nos lastime. Son años formando el callo de indiferencia que protege nuestras emociones mientras caminamos en esa hostilidad.

Hasta que un día aparece la muerte ahí puesta, en el medio de la calle, y nos quedamos todos mudos. El vendedor de garrapiñada, los guardias de seguridad, los empleados de los comercios, los que caminamos, los policías que estacionan sus patrulleros en las esquinas para cerrar la calle. Todos mudos, frágiles, quebrados. Es el velorio espontáneo de un hombre desconocido. Un tipo que seguramente hoy mismo, antes de entrar en ese edificio y tirarse desde ese apartamento para caer como la lluvia sobre el cemento de 18 de Julio, fue parte de la masa humana que ahora lo despide.

Es increíble lo que pasa. No tenemos ni idea de quién es ese tipo, pero de un momento a otro nos convertimos en sus deudos. Es circunstancia, sí, pero te juro que también es un sentimiento honesto. Durante esos minutos dejamos de ser esa masa diversa e indiferente. Ahora compartimos algo y reconocemos a ese tipo tirado como un par. Es uno de nosotros que se fue. Nos callamos con respeto, nos miramos con dolor, y es una empleada de la financiera de la esquina la que abraza y contiene como si fuera una hermana a la única mujer que de verdad conoce al muerto, y que llora sin parar su llanto mudo.

Sólo la muerte viva y a la vista puede lograr eso. Alcanza con que los policías limpien la sangre y tapen el cuerpo para que ese hombre que está abajo pase a ser una curiosidad más en el ruido del Centro. Entonces cambia la gente, aparecen los celulares, los mensajes de Whatsapp, las preguntas, los chistes. Los policías tienen que pedirles a algunos que no saquen fotos mientras los deudos nos vamos caminando. Ahora sin callo.

Jacinto