“Usted no es solamente responsable de lo que dice, sino también de lo que no dice”. Martín Lutero

Cómo pueden cambiar el pensamiento, las acciones, las creencias de una persona, de una comunidad, si esta comienza a dejar de decir y obrar lo esencial de su mensaje. Puede llegar a transformarse incluso en lo opuesto a su propia identidad. Igual que la historia moviéndose como el péndulo de un reloj entre un extremo y otro.

El cristianismo como tal, en sus primeras etapas, fue rechazado y perseguido por las estructuras del poder de su tiempo: el Templo Judío y el Imperio Romano. El estilo de vivir la fe, que Jesucristo enseñó a sus seguidores, contradecía la hipocresía de la religión oficial y, más aun, las prácticas deshumanizantes del imperio. Pero ese grupo de personas congregadas tras la renovada fe judía y la ética del amor consolidó una comunidad que dio esperanzas a un mundo que se regía por la injusticia y la opresión explotadora; auténticos subversivos del orden establecido y extremadamente resistentes a la crueldad de las muertes más atroces, perpetradas por el opresor, que no pudieron doblegarlos en su fe.

Los siglos pasan. El imperio se desvanece entre el poder de su opresión y el boomerang de las injusticias que generaba, por las que aumentaban sus enemigos. Por el contrario, aquella pequeña comunidad cristiana consolida en su estilo de vida, su fe y su ética del amor, y aumenta sus adeptos.

El siglo IV es una bisagra que permite la recomposición del poder opresor. El Imperio Romano y la red social del cristianismo realizan un acuerdo: el Pacto Constantiniano. Este pacto le permite al cristianismo salir de la clandestinidad y convertirse en el nuevo oficialismo, con todos sus privilegios.

El poder, como el refrán, cambia el collar, pero el perro sigue igual. En su momento la cruz, signo de la opresión y poderío imperial, fue trascendida y superada por la fe liberadora del cristianismo; a partir de ahora volvería a recuperar su identidad originaria mientras los cristianos desfigurarían la suya.

En el tragicómico devenir de la historia, aquella comunidad perseguida se transforma en el brazo armado del poder; y su fe en la pura bondad y gracia de Dios se convierte en la doctrina justificada por la teología de los méritos (se alcanza la salvación por las acciones y no por la fe) y en la doctrina de las indulgencias (se compra la salvación).

Así llegamos al siglo XVI; en 1517 un monje agustiniano es la nueva bisagra histórica. Martín Lutero, atormentado, en su búsqueda de la salvación, por la doctrina de las indulgencias y la teología de los méritos, se encuentra con el principio básico del cristianismo: la salvación es pura gracia de Dios, no hay qué hacer, sólo creer: “Justificados por la fe, santificados por las obras”. Este despertar espiritual pone al orden establecido nuevamente en el desafío, revolucionario y subversivo, que lo enfrenta a la responsabilidad de pensar, decir, hacer todo aquello que le daba identidad a su fe.

El movimiento protestante naciente de los reformadores liderados por Martín Lutero, Juan Calvino y Ulrico Zuinglio no escapará a los mismos retos planteados por el devenir de la historia. La Reforma Protestante ofrece este desafío contestatario, pero no puede escapar de él sin mantenerse coherentemente en sus principios... Basta echar otro vistazo a la historia para ver a seguidores embestidos por el dilema que se mueve entre el poder y sus beneficios y la fidelidad a los valores que le dan identidad a la fe.

El movimiento protestante cambia radicalmente la hegemonía del poder en Occidente, y he ahí sus significativos aportes: la imprenta y, con ella, la democratización del conocimiento; nuevos parámetros para el diálogo entre fe y razón; espacio y lugar para el desarrollo de la ciencia por medio de la universidad moderna, subvirtiendo una vez más el orden establecido por Roma, como centro económico y político, y dando surgimiento a las democracias modernas.

A 500 años de la Reforma, el protestantismo se ve interpelado por sus presupuestos de fe y accionar básicos, al igual que todo el concierto ecuménico del cristianismo en estos 20 siglos de historia en Occidente.

¿Qué tiene que ver esto con la diversidad y el movimiento LGBT? Mucho. Sólo teniendo en cuenta este marco contextual es comprensible que hayan sido las iglesias de tradición protestante las que primero hayan abierto sus puertas a la comunidad LGBT y, con ella, a la inclusión de la diversidad sexual sin hacer acepción de personas. Es precisamente el pensamiento protestante histórico el que patea el tarro de las doctrinas asociadas a las interpretaciones “sodomitas” de la Biblia; un movimiento teológico que gana espacio en las iglesias y transforma sus pastorales dando la bendición a la unión por amor, de personas del mismo sexo; dando posibilidad de acceder al ministerio ordenado a mujeres, homosexuales y personas trans.

¿La batalla se ganó? No, una nueva bisagra histórica nos desafía, el poder opresor se reconvierte y encarna en el pensamiento fundamentalista que pretende imponerse. Pero si miramos la historia, encontraremos la clave liberadora.

Fernando Frontan