El titular apareció en la diaria el viernes 3 de noviembre: “Jerarca del MGAP [Ministerio de Ganadería, Agricultura y Pesca] criticó la visión ‘de derecha muy conservadora’ de universitarios que cuestionan la Ley de Riego”, recientemente aprobada y de reglamentación pendiente. No conozco a la persona que emitió la declaración, pero debo dar por sentado que mal puede tratarse de una mera opinión personal, ya que al efectuarla en su condición de jerarca del MGAP adquiere el carácter de pronunciamiento oficial. Tampoco conozco a los integrantes del grupo de investigadores del Centro Universitario Regional del Este de la Universidad de la República al cual la declaración refiere en esos términos, ni a las organizaciones que han formulado críticas similares respecto de la ley (Redes-Amigos de la Tierra y Federación de Funcionarios de OSE).

Pero mi desconocimiento de las personas y organizaciones referidas no evita que me llame la atención la sentencia aplicada por una voz autorizada del gobierno del Frente Amplio a quienes “suman” su “voz de alerta” para expresar “‘preocupación’ por los impactos ‘fuertes y duraderos [...]’ que tendrá la normativa impulsada por el gobierno y votada por todos los partidos políticos con excepción de Unidad Popular”. Como se sabe, las “visiones conservadoras y de derecha” son precisamente las que no suelen oponerse a intervenciones productivistas de alto riesgo. Como también se sabe, el daño ya ocasionado a los ecosistemas que los uruguayos habitan es preocupante según algunos, y alarmante según otros. Los efectos acumulativos de intervenciones anteriores no han sido arrestados en años recientes de manera consistente, contundente, integral. Más bien, en el país de la marca-país Uruguay Natural la cuestión del medioambiente continúa a merced del laissez faire de administraciones gubernamentales que, durante décadas de declaratorias mundiales y firma de tratados internacionales “de protección al medioambiente”, difícilmente han priorizado la cuestión como componente central de proyectos de Estado. Las “visiones” que sí se oponen suelen ser conservacionistas, y suelen ser de izquierda.

Claro que, ateniéndonos a esta voz oficial autorizada, los lectores de la nota debemos entender que en Uruguay “todos los partidos” (salvo Unidad Popular, que agrupa a una izquierda partidista que optó por apartarse de la izquierda oficial) defienden el medioambiente por medio de una Ley de Riego objetada “desde una visión de derecha muy conservadora” representada por académicos especializados en el tema, organizaciones ecologistas y por la Federación de Funcionarios de OSE, entre otros grupos y organizaciones. Como esta propuesta parece un tanto exótica, procuremos descorrer el velo del significado de las maniobras narrativas implicadas en la sentencia que preside el titular.

Doy por sentada la fidelidad del artículo a lo que su letra indica. Doy por sentado que las voces expertas de la Universidad de la República merecen respeto. Doy por sentada la calidad de la Universidad de la República como universidad de investigación que continúa siendo la principal del país. Doy por sentado el compromiso de sus profesores-investigadores con la condición de bien público de lo que ellos producen (conocimientos, entiendo). Por lo demás, doy por sentada la brecha entre la izquierda oficial uruguaya y los hacedores y custodios de lo público (lo público de la polis, que no es necesariamente equivalente a lo público de Uruguay) y me atrevo a calificar el estado de lo público de la polis en el Uruguay de la condición-presente como desolador (a partir de consideraciones en las que abundé en otra parte). Doy por sentado el enredo discursivo que funge de condición de posibilidad para reclutar para sí cualquier recurso narrativo capaz de alejar el sentido común (incluyendo el de la izquierda oficial) de la más elemental claridad acerca de los parámetros del juego (político, no hay otro) que sitia esa condición presente. Finalmente, agrego a lo anterior una mera impresión: me refiero a la tácita afinidad entre las narrativas de mayor circulación entre quienes en el Uruguay de hoy se encuentran en el ápice de la pirámide del poder gubernativo y sus alrededores, y las acuarelas del universo de las posverdades que al presidente del tuiteo compulsivo, Donald Trump, le gusta componer todos los días. Composiciones embarazosamente pueriles y fácilmente desmontables, aunque la operación sea plausible sólo desde la autonomía crítica que la(s) izquierda(s) no-oficiales suelen encarnar.

Comencemos el pequeño ejercicio preguntándonos: quien en su calidad de jerarca del gobierno tacha de “visión de derecha muy conservadora” a universitarios que cuestionan la Ley de Riego, ¿acaso no está al tanto de la diferencia entre “conservadora” y “conservacionista”? ¿La sustitución de “conservadora” por “conservacionista” daría un poco de sentido a la declaración? Al parecer, no, ya que el calificativo “de derecha” muestra que lo que se quiso decir fue, en efecto, “conservadora”. Así que no habrá otra opción que situar la declaración en el territorio del cualquiercosario retórico tan propio de cualquier portador del desarreglo discursivo que la lógica neoliberal ha ido asentando en la manera de “decir” y “hacer” las cosas.

No pasemos por alto que de haber apelado al término “conservacionista” la declaración habría podido tomar un rumbo exento del recurso a la palabra para descalificar a los productores de conocimiento de la principal universidad del país y, de paso, a las organizaciones que no se hayan plegado a la “visión” oficial del medioambiente. Entonces el pronunciamiento podría haber consistido en algo así como lo siguiente: “La Ley de Riego ha tomado muy en cuenta el criterio de nuestros expertos nacionales, que los tenemos, y muy buenos; también el de los colectivos de ciudadanos que han hecho del medioambiente su causa, entre ellos Redes-Amigos de la Tierra, y, desde luego, el aporte de las federaciones de funcionarios del Estado que están al tanto, al igual que nosotros, de que la sobreexplotación productivista de los recursos hídricos puede y debe arrestarse. Que sus preocupaciones persistan quiere decir que tal vez, desde el gobierno y a pesar de nuestros esfuerzos, no hemos sido capaces, admitámoslo, de tomarlas en cuenta suficientemente. Estamos a tiempo de enmendar el error. En el Ejecutivo estamos conscientes –seguramente los parlamentarios que votaron la ley también lo están– de la importancia de que, en materias de esta complejidad, podamos contar con el aporte de quienes poseen los conocimientos y la experiencia para ejercer la vigilancia ciudadana de las decisiones que el gobierno toma”. Claro que admitir la plausibilidad de una declaración así sería fantasioso, aun cuando los términos “conservadora y de derecha” como recurso descalificatorio no hubiesen sido usados. Habrá que reparar, complementariamente, en otra descalificación en que incurre la declaración cuando se refiere a los académicos de la Facultad de Ciencias de la Universidad de la República como “elite”. Invocado así, a la ligera, el término “elite” carece de mínima prudencia conceptual, es decir, se aparta completamente del cuidado que procuran ejercer los profesionales de las ciencias sociales cuando recurren al término, y se convierte en potente vocablo descalificador. Así invocado, el término “elite” sugiere el relato implícito que lo sustenta, reduce a quienes han expresado públicamente su “preocupación” a mero grupo de gente que (a partir de aquí viene el implícito), “alejado de los rigores del ‘aquí y ahora’ y de las exigencias de ‘la acción’ que la toma de decisiones requiere, se puede dar el lujo de criticar, mientras que nosotros, los que tenemos que jugarnos en el ‘aquí y ahora’, tenemos que andar soportando su arrogante palabrerío… Y, caramba, sus preocupaciones están de más a estas alturas, porque la ley ya está aprobada y ahora lo que se necesita es actuar y pararla ya con tanta crítica. Y si ellos están en contra de nosotros, que somos la izquierda y el progreso, entonces son conservadores y de derecha y ya está”.

De la descalificación implicada en el recurso a la palabra “elite” colijo que quien la efectúa no proviene del mundo universitario, porque, en ese caso, se estaría autodescalificando. Y dudo que esa sea su intención. Por cierto, que alguien no pertenezca a esa “elite” no tiene nada de malo. Y no remite a la ignorancia en modo alguno. No es necesario ser profesor o investigador de la Facultad de Ciencias o de cualquier otra para estar al tanto del estado entre preocupante y calamitoso de los sistemas ecológicos a nivel planetario, estado al cual el Uruguay Natural no es ajeno. Para estar al tanto basta saber leer y darse el tiempo de hacerlo, sin que sea preciso sumergirse en el notable corpus de la teoría verde para lograrlo. Y si no se sabe (leer) o no hay tiempo para hacerlo, ocupar jerarquías que obliguen a enterarse de qué significa para el futuro de Uruguay una Ley de Riego cuya adopción preocupa seriamente a sectores cuyo criterio importa, hará que el sentido común lleve a pedir ayuda a quienes leen, investigan y escriben sobre el tema con propiedad, para saber qué es lo que desde el mundo académico se viene planteando y confirmando desde hace décadas.

Al parecer, finalmente algo logré entender. Es decir, quienes desde el Ejecutivo promovieron la iniciativa y quienes desde el Parlamento la consagraron ley (con renuencia o sin ella, poco importa, ya que el efecto es el mismo) estiman que, en tanto decisores de política, están en condiciones de proteger el medioambiente sin que sea necesario para ello recurrir a dos bienes patrimoniales de cualquier sociedad que los tenga: obreros del pensamiento y obreros de la acción en materia conservacionista. Tal vez no sean muchos entre esos decisores quienes logren diferenciar entre los tree-huggers (con el conmovedor voluntarismo que los anima a encadenarse a los árboles) y la causa verde (con el acervo de conocimientos que la sustenta). Y entonces no tendrán por qué perder el sueño haciéndose cargo del daño colateral anunciado y, menos aun, de los correlatos ideológicos y ético-políticos que esa ley porta. Y lo que porta tiene un nombre, que le dieron esos productores de conocimientos inconvenientes aferrados a la idea de que la privatización del medioambiente tiene algo que ver con la lógica neoliberal y su despliegue: neoliberal nature. Naturaleza neoliberal: concepto formulado hace algún tiempo en el seno de la academia crítica. Es eso lo que desde el gobierno y el Parlamento se está promoviendo con la Ley de Riego.

También me atrevo a pensar que prestar atención a la nota me permitió al menos atisbar un uso del término “derecha” que “ser” la izquierda oficial en el Uruguay autoriza. En ese uso, “ser de derecha” comparece, más que como cuestión ideológica, como muletilla conveniente para descalificar a quienes se opongan a lo que quieren sacar adelante quienes ejercen el poder, por ejemplo, en materia de explotación de los recursos hídricos, pasando por alto cualquier consideración que llame a la prudencia en el manejo del lenguaje público.

En tiempos en que los conflictos en torno al agua han adquirido estremecedor protagonismo a escala mundial, no sorprende que desde la esfera del poder gubernativo abunden las disposiciones a rematar tantos bienes públicos como se pueda en aras de un productivismo, cuando no ingenuo, perverso a secas. Claro que en este pequeño rincón del planeta, y a propósito de la Ley de Riego, los hacedores y custodios de lo público –aquella forma de ciudadanía otrora hegemónica y hoy sitiada por todos los flancos– tienen la oportunidad de demostrar que están dispuestos a traducir sus disposiciones en acción.

El recurso está ahí, listo para ser activado. Desde luego que sí. Uno de los pocos países del planeta donde no es prerrogativa de los gobiernos sino exclusivamente de la ciudadanía activar mecanismos de democracia directa es el nuestro: la figura constitucional del referéndum. Una convocatoria bien armada (organizada para informar qué es lo que está en juego) es la opción disponible para que la ciudadanía, a quien el Estado pertenece, logre estampar un “No” a esta nueva y desoladora escenificación de la marcha de la destrucción-creadora neoliberal, a estas alturas tan segura de sí misma como para haber logrado convertir en ley de la República una afrenta al medioambiente que no por sus promesas de productividad para el capital (privado) consigue disimular que lo que se oculta tras su retórica amable no es otra cosa que la temeraria negación de la condición del agua como bien público.

Amparo Menéndez-Carrión