Ser a la vez ambientalista y oficialista no es changa en estos días. Se dice que Isaac Asimov solía afirmar que “negar un hecho es lo más fácil del mundo; mucha gente lo hace, pero el hecho sigue siendo un hecho”. Las modificaciones a la Ley 16.858, de Riego con Destino Agrario, aprobada en 1997, son un hecho hoy y enfrentan a los frenteamplistas sensibles a la problemática ambiental a un nuevo capítulo de esta compleja realidad. A juzgar por las intervenciones de nuestros legisladores en la Cámara de Senadores, no somos muchos ni somos muy fuertes. Pese a los pedidos de postergación de Constanza Moreira –acompañados, eso sí, por Marcos Carámbula y Rafael Michelini–, las modificaciones que venían desde Diputados se votaron de forma express y con un nivel general de discusión que preocupa.
En 1997 yo no tenía ni diez años. Era un gurí. Estábamos en la segunda presidencia de Julio María Sanguinetti, nos llevó todo el año contar los votos observados de la reforma de la Constitución que se votó en 1996 y, además, se cumplían diez años de la publicación de un informe de la Organización de las Naciones Unidas que terminó de instalar unos años antes (en Río de Janeiro 1992) la problemática de la sustentabilidad del desarrollo a nivel mundial.
Nuestro futuro común fue el título, bastante sugerente, que la ex primera ministra noruega Gro Harlem Brundtland eligió para tal informe. Como muy bien manifestó Moreira durante su intervención, “la sustentabilidad no es un tema de románticos del asfalto ni un problema ecológico de desnorteados, sino que es parte de los problemas del desarrollo productivo en el país”. Han pasado 20 años desde la aprobación de la Ley de Riego, y cómo ese desarrollo productivo del país determina nuestro futuro en común es lo que nos desvela.
Sí, señores. Hay cosas de las que estamos convencidos. La producción agropecuaria en Uruguay tiene consecuencias negativas sobre nuestros sistemas naturales y afecta (a menudo significativamente) la capacidad de estos para proveernos de servicios –de los materiales y de los otros– que son fundamentales para la vida . Además, como corresponde al sistema desigual en el que vivimos, dichas consecuencias golpean con más fuerza a quienes menos tienen, en la medida en que sus vulnerabilidades limitan sus posibilidades de adaptarse. Esto debería llevarnos a pensar en para qué y para quiénes diseñamos la política pública que va de mano de la ley. Pero no.
El argumento de que esto profundiza el camino hacia una supuesta intensificación sostenible –suena bien, ¿no?– se ha utilizado en otros momentos para justificar el uso y abuso de la fertilización inorgánica, pero aquello de “vamos a producir lo que se produce en 400.000 hectáreas en 40.000” no ha ocurrido. Ese abuso es tomado frecuentemente como una caja de ahorro a la que recurrir en épocas de vacas flacas, aunque busquemos prendernos, claro, de la teta del Estado con cada vez más creativas refinanciaciones de deudas o subsidios. Sin embargo, en lo que concierne al ambiente todo tiene un costo (“no hay tal cosa como un almuerzo gratis”, diría Barry Commoner en referencia a sus Leyes de la Ecología), y en este caso la caja de ahorro va a parar a nuestros ríos y arroyos.
El agua de estos ríos y arroyos no “se pierde” ni “se va al mar”. Es el bien común que permite la existencia de ecosistemas fundamentales para filtrar el exceso de nutrientes (y otras sustancias) que ya tienen a varias de nuestras cuencas sensibles (de las que tomamos agua para potabilizar) en estados consolidados de eutrofización. Esto es un problema de ayer, no sólo de mañana, y necesita respuestas hoy. Respuestas diferentes a que todos los ciudadanos paguemos una tasa ambiental destinada a OSE para cubrir los crecientes costos de la potabilización. Qué caro que nos empieza a salir a todos que algunos pocos se enriquezcan como lo hacen, ¿no? (1) Los movimientos sociales –respecto de los que seguimos dinamitando puentes en vez de nutrirnos de la riqueza de sus agendas y formatos de trabajo– incluyen trabajadores y estudiantes legítimamente preocupados por la cuestión del agua. Anuncian ahora recursos de inconstitucionalidad que probablemente no prosperen, pero en su indignación tienen, creo, una lección mucho más grande para brindarnos. Debemos dejar de lado, al menos por un rato, este optimismo tecnológico por el que creemos que estos problemas los resolveremos con la última tecnología disponible para manejar tal o cual efecto. Son problemas políticos que demandan soluciones políticas, y ni siquiera el tan mentado caudal ecológico puede sustituir en importancia lo que aporta la construcción de una verdadera ciudadanía ambiental que cuestione sus causas.
De la mano de la participación y el involucramiento de múltiples perspectivas –falta pluralismo en el tratamiento de las cuestiones ambientales– suelen venir algunas cuestiones que, en tanto fuerza política de izquierda, valdría la pena recordar. A saber, que las personas somos parte integral del ambiente, que nuestro futuro depende de cómo cuidemos nuestros sistemas naturales y que la responsabilidad emergente debe llevarnos a tomar acciones en defensa de la naturaleza. Este ethos, le pese a quien le pese, es el que nos inspira y nos llevará a estar atentos y vigilantes al desarrollo de las iniciativas que encuentren cobijo en los incentivos que este proyecto de ley pretende ofrecer. En una verdadera carrera cuerpo a cuerpo, demandaremos de los organismos competentes la implementación de las medidas precautorias previstas o necesarias (2) para cuidar nuestra casa común, como le gusta llamarla al papa Francisco. Es que tal y como lo ha mencionado en su reciente carta encíclica Laudato si!, junto a la constante violencia e hiriente desigualdad entre países y personas, la problemática que nos presenta el cambio global (3) está llamada a ser el más importante desafío de estos tiempos.
Para sus militantes hay motivos suficientes para estar orgullosos de las grandes cosas que el Frente Amplio ha hecho para este país en los casi 13 años que lleva en el gobierno, pero habemos no pocos obreros constructores de la patria del futuro que nos hemos empezado a cuestionar la calidad de nuestro crecimiento económico. En nuestra visión, un crecimiento económico de calidad se preocupa no sólo por distribuir mucho más (y mejor), sino por hacerlo respetando los ritmos a los que la naturaleza regenera los elementos que hacen posible ese crecimiento y nuestra vida.
Ahí, pensamos, está una de las claves de un desarrollo humano sustentable por izquierda en el Uruguay del siglo XXI. Ahí, creemos, está la llave que abre la puerta hacia un mejor futuro común.
Andrés Carvajales | Círculo Verde-Casa Grande
(1). Uruguay necesita empezar a tomarse en serio la necesidad de contar con instrumentos económicos que aseguren, con criterios de equidad, que “quien contamina, pague”. La complejidad de experimentar con reformas fiscales verdes por temor a algunas de sus eventuales consecuencias negativas (pérdida de competitividad) no debería ser motivo de que esto no forme parte de las discusiones sobre cómo tiene que cambiar la política ambiental en los próximos años. La falta de avance es notoria, y para muestra basta un botón: en 2015, un informe de Bibiana Lanzilotta para la Comisión Económica para América Latina y el Caribe afirmaba: “En cuanto a la tercera categoría de tributos propuesta por Eurostat (2013), los impuestos sobre la contaminación, cabe mencionar que en Uruguay no existen estrictamente instrumentos de este tipo”.
(2). Por mencionar algo, se podría definir mediante procesos de evaluación ambiental estratégica (EAE) qué zonas del país no constituyen áreas ambientalmente aptas para desarrollar el riego. Las cuencas de las que se extrae agua para potabilizar perfectamente podrían ser un ejemplo de ello, aunque los cambios que parece haber habido en torno a la última Rendición de Cuentas respecto de estos procesos de evaluación han llevado a parlamentarios de la oposición y a militantes de movimientos ambientalistas a plantear interrogantes sobre la situación actual de la herramienta. En 2015, el senador colorado Pedro Bordaberry, que el otro día dedicó su alocución a burlarse de organizaciones ambientalistas haciendo chistes sobre lobos marinos estresados, presentó un proyecto para crear la figura de Comisionado Parlamentario en Medio Ambiente y Desarrollo Sustentable. A la luz de la forma en que el Parlamento viene discutiendo la orientación general de las políticas ambientales y su interacción con las de desarrollo productivo, no parece una mala idea retomar esta propuesta.
(3). La Declaración de Ámsterdam sobre el Cambio Global señalaba en 2001: “Las actividades humanas están influyendo considerablemente en el ambiente de la Tierra en muchos aspectos, además de las emisiones de gases de efecto invernadero y el cambio climático. Los cambios antropogénicos de la superficie terrestre, los océanos, las costas y la atmósfera, y de la diversidad biológica, el ciclo del agua y los ciclos biogeoquímicos son claramente identificables más allá de la variabilidad natural. Son iguales a algunas de las grandes fuerzas de la naturaleza en su alcance y su impacto. Muchos se están acelerando. El cambio global es real y está ocurriendo ahora”.