He sido engañado. Nuevamente. Y conmigo seguramente una buena cantidad de compatriotas honestos. Esta vez fue un ciclista. No lo vi venir, no me imaginé que alguien tan delgado y con olor a mandarina podía hacer tanto daño.

Iba yo atravesando la feria hoy por la mañana. Y se me atravesó y empezó a hablarme como despacio, con una gran sonrisa y haciendo juegos con las manos. Inti se llamaba, como el té, pero sin Zen. Al ratito se acercaron dos más en bicicleta, y otro en patines. Creo que había alguno en buggy también. Comenzaron a hablarme de lo bueno que era para mi salud cambiar de hábitos. Y que lo iba a notar en mi bolsillo. Y que además estaría contribuyendo a no dañar más el planeta, que estaba gritando de dolor. Yo hice un chiste sobre que no lo escuchaba. Creo que no les gustó. Luego Inti me dijo que la Pacha Mama me lo agradecería. Ahí fue cuando comencé a sentir pánico. El de los patines le hizo una seña a otro como para llevarme a lo de la Pacha Mama. Pero yo vi la seña y traté de ser ágil. Lo miré al de los quesos para que estuviera al alpiste por si me raptaban, que llamara a la policía. Disimuladamente, fui acercándome a un salamín que colgaba cerca de mi mano derecha. No iba a dudar en usarlo. Los locos estos sacaron unos formularios y me quisieron hacer firmar por no sé qué cosa de la tierra, y de los perros, y de tener sexo en cualquier lado.

Les dije que no, amablemente –porque sé que en estos casos no se puede mostrar miedo–. Resuelto, me les escabullí, y me apuré para llegar a casa, que queda a media cuadra de donde empieza la feria. Los miré antes de entrar para que no vieran dónde vivía. Al entrar, cerré las cortinas y me dispuse a hervir brócoli para olvidarme de lo sucedido. Desdichada decisión. Deduje que llevar brócoli en el bolso los había atraído hacia mí. Juré para la próxima ser más cuidadoso.

Fue a los pocos minutos cuando comencé a sentir otros olores desde la cocina, otros humos, que no pertenecían al brócoli. Descubrí que estaban llevando a cabo su macabro plan. Sin notarlo, me habían logrado meter marihuanas entre las verduras, y ahora hervían junto con el brócoli. De forma inmediata, comencé a sentirme mareado, remolón. Cuando quise acordarme, el vapor de las marihuanas había llegado a mis pulmones, y dejé de tener dominio sobre mi cuerpo. Entré a buscar como pude el celular para llamar a alguien, pero ya no supe más nada. Las paredes y los techos se abalanzaban sobre mí cual si fuesen grandes rampas de skate que se deformaban, que iban y venían. Perdí la noción de quién era yo, y hasta sentí la sensación de que Sanguinetti volvía a ser presidente, y de que yo era punk y tenía una novia muy alta, y que pasábamos todo el día haciendo mucho alboroto. Pero todos sabíamos desde un principio que una canción de Cabrera se me empezó a pegar en la mente, y a debilitar mis capacidades para la contabilidad y el emprendedurismo, y mi apego por la vida familiar y el pulpón a la parrilla.

Mi mente se vio dominada por las sonrisas y las caras felices de esos maleantes que me asaltaron en la feria. Sus cuerpos delgados, sus looks bronceados, pero no bronceado de la playa, sino de andar en la calle. Y esas terroríficas calcomanías fluorescentes con las que hipnotizan al gobierno para que les pongan ciclovías en todos lados.

Al rato logré volver en mí pero continuaban algunas secuelas. La droga me había hecho dudar de nuestro sistema de transporte, de la importancia de la infraestructura vial y la urgencia de autopistas en toda la ciudad. Hasta tuve la sensación de perder la confianza en ese ícono augusto de la evolución de nuestra especie que es el automóvil. Estos bicicleta quieren enlentecer al ser humano, haciéndonos creer que emitir carbono es dañino. Y que es mejor no tener sistema de salud porque estaríamos todos sanos, dejando así a miles de familias de las mutualistas y los laboratorios en la calle.

Estos malandros, con sus neumáticos de rúcula y sus alforjas de hojas de cáñamo y piel de zanahoria; ya me había advertido un vecino que ellos mismos se roban las bicicletas para comprarse otras, y llenar la ciudad de más y más de esos artilugios macabros. Se creen que porque van en bicicleta tienen derecho. Esto no podía quedar así. No, señor.

Así que me levanté del sofá, apagué la hornalla de la cocina y encendí la de mi sentido del deber público. Decidí realizar la denuncia inmediatamente, para que no caiga más gente inocente en las garras de estos desalmados. Me arrojé a la vereda desenfrenadamente. Pateé un perro que me quiso detener, y crucé la calle sin mirar. Y ahí fue que el ómnibus de CUTCSA no me vio y me dejó estampado contra la calzada.

Ahora estoy en el CASMU de 8 de Octubre. En la 147. Que mi familia se quede tranquila que estoy bien. Que lo bueno es que lo estoy contando.