La Ley Integral de Violencia Basada en el Género (LIVBG) es una intervención política significativa. Ante todo, son muchas palabras encadenadas en artículos, que tienen el propósito decisivo de desarticular una relación de dominación puntualmente definida. Esto puede ser ingenuo, errado o problemático, pero es una opción estratégica. En efecto, el texto legal intenta traducir y recortar jurídicamente determinadas hipótesis explicativas de ciertas manifestaciones de violencia de hombres contra mujeres. Este recorte se explica por una propiedad ideológica clave del discurso jurídico, precisamente: la legitimación y proyección de sistemas de creencias, ideas o concepciones. Un auténtico catálogo de ejemplos sobre esta propiedad puede ubicarse en la construcción (no derogada por la LIVBG) de los delitos sexuales como conductas lesivas de “las buenas costumbres”. Lógicamente, esta dimensión positiva suele expresarse con mayor sofisticación textual y apariencia de neutralidad. Por eso, todos somos iguales ante la ley.
Nuevamente. La LIVBG es un texto legislativo que pretende capturar conceptualmente las diferentes manifestaciones de violencia de género, así como los distintos mecanismos de prevención y represión, en un marco interinstitucional que involucra a múltiples actores y agencias estatales. Una interpelación de este tipo está necesariamente condenada a generar respuestas reactivas, en tanto el efecto de reconocimiento que pretende instalar desborda a cualquier conflicto clásico de contratación privada o de violencia estrictamente doméstica. La LIVBG irrumpe en las coordenadas de la cosa pública y en la carga discursiva de ciertos intercambios, estableciendo valoraciones y consecuencias legales que cuestionan la naturalidad aparente de un vastísimo conjunto de prácticas sociales. Examinemos un ejemplo de interés. El artículo 6º, literal K) incorpora el concepto de acoso callejero a las definiciones legales de violencia de género. Si bien la LIVBG no tipifica penalmente un delito o una figura de falta para aquellos supuestos, este reconocimiento sin sanción constituye una primera aproximación a un problema que el derecho uruguayo históricamente caracterizó como “galantería ofensiva”.
Capítulo aparte, la cuestión penal en tres artículos. La LIVBG no reformula integralmente los delitos sexuales, manteniéndose entonces algunas figuras anacrónicas como el rapto, el estupro y la construcción jurídica de la mujer doncella. Ahora bien, sí se interviene simétricamente sobre la figura del “atentado violento al pudor”, reconstruido en el texto con mayor amplitud como “abuso sexual”, comprendiendo actos de naturaleza sexual contra y no únicamente sobre la persona; también se incorpora la figura del “abuso sin contacto corporal”, referida inexplicable y exclusivamente a menores de edad y bajo ciertos requisitos que excluyen muchas modalidades de acoso sexual. En tercer lugar, subrayamos la nueva conceptualización de la violación como “abuso muy especialmente agravado”, gesto que permite incorporar un conjunto de supuestos históricamente excluidos, como la penetración sexual con objetos. Precisamente, la nueva redacción parecería resolver la tipificación del sexo oral forzado como abuso muy especialmente agravado, en tanto la clásica frontera de conductas penales entre atentado violento al pudor y violación se establecía excluyentemente por la penetración genital. Todos estos cambios desestabilizan ciertas construcciones jurídicas aparentemente neutrales y universales sobre la violencia sexual.
Por último, es importante aclarar que no se explicitó correctamente el régimen de derogación de las figuras reconstruidas, y ese punto puede generar problemas de aplicación y certeza.
Un apunte sobre las agendas. La LIVBG implica, sin dudas, una expresión política con énfasis en el reconocimiento jurídico, cultural e institucional afirmativo de la mujer, y sólo en escasos ejemplos, la mera intención de redistribuir indirectamente recursos económicos. Estas opciones pueden ser cuestionadas por el efecto de reforzar identidades, promover la fragmentación o activar una intervención suplementaria sobre los universales jurídicos masculinos, lo que implica la paradoja simultánea de asumir la condición subalterna de la mujer. Todas estas objeciones forman parte de un debate por estos días sobrecalentado, y que alude, entre otros puntos, a la clásica ubicación de estos conflictos en las prioridades de un proyecto de emancipación. El marco teórico, las discusiones, los debates y la tinta pueden seguir corriendo, pero ahora considerando un dato fundamental: en la escritura del ordenamiento jurídico uruguayo, la violencia de género existe.
Voy a intentar ir un poco más lejos. Una intervención legislativa de este tipo puede ser perfectamente descripta como un incremento de la violencia subjetiva del Estado en el tratamiento de ciertos conflictos, y en desmedro o con suspensión de las garantías de los presuntos responsables. Esa observación es prácticamente inobjetable, pero debemos inscribirla en un contexto un poco más complejo. Si se asume que existen formas de dominación y violencia, más allá del manto ensangrentado del tirano se debe asumir también que los remedios o las herramientas para combatirlas deben necesariamente incluir la utilización táctica de determinados mecanismos institucionales. Una forma paradigmática de esas tácticas puede encontrarse en la reformulación de las figuras penales o la modificación de los estándares probatorios. Pero también en la disposición de medidas cautelares prácticamente preceptivas en favor de las presuntas víctimas. Esas medidas constituyen, sin duda, violencia. El derecho no es otra cosa que un discurso que organiza el monopolio de violencia del Estado, y se expresa tanto en un desalojo de familias inmigrantes pobres como en el encarcelamiento masivo de jóvenes pobres. En este caso, el conjunto del texto legal refuerza positiva, abstracta y universalmente una opción que fortalece la posición procesal de las mujeres que denuncian episodios de violencia de género. Por ejemplo, se concede el beneficio prácticamente preceptivo de una medida cautelar cuyo sustento puede remitir a una multiplicidad indeterminada de manifestaciones de violencia. Esa intervención violenta pretende desmantelar y, en el caso puntual, prevenir, las consecuencias lesivas o mortales de una relación de dominación legalmente definida. La estrategia comunicacional de cualquier intervención de este tipo suele ser justamente sostener lo contrario; es decir: procurar la bendición técnica de lo jurídicamente razonable y presentarse como neutral o beneficiosa para el interés general. Pero no. Precisamente, esta intervención, como prácticamente todas las opciones estructurales que contiene el derecho, son, en última instancia, políticas y luego discursos más o menos sofisticados sobre las virtudes o beneficios de esas opciones. En este caso, la opción consiste básicamente en interpretar el principio de igualdad, no ya en un sentido clásico negativo como defensa contra distinciones arbitrarias o irrazonables, sino más bien como una cláusula un tanto más compleja que encierra, básicamente, un mandato de protección a los grupos socialmente desaventajados. En síntesis, se trata de una interpretación del principio constitucional de igualdad que reconoce la existencia de asimetrías estructurales entre hombres y mujeres.
El éxito del nuevo diseño orgánico o de las propias directrices de políticas públicas se juega en la cancha de las prácticas institucionales concretas. En este punto, la LIVBG o cualquier intervención legislativa integral apenas pueden ofrecer un lenguaje común y un austero sentido de orientación. El resto dependerá, por ejemplo, del volumen de presupuesto destinado a las respuestas habitacionales o la calidad de la estrategia judicial en cada caso concreto de violencia. Pero más allá de lo obvio, de sostener que no sirve proyectar directrices si no existe un respaldo presupuestal o una planificación sólida, la LIVBG viene a poner nombre y apellido a un conjunto de experiencias que colectivamente resolvíamos bajo otros códigos sociales y jurídicos, o que directamente no nombrábamos. Porque, como dijo un franchute: “Los efectos ideológicos más seguros son aquellos que para ejercerse no tienen necesidad de palabras, sino de un silencio cómplice”. Bienvenida la ley, entonces, aunque para algunos sea sólo ruido.
Rodrigo Rey | Colectivo de Pensamiento Penal.