1) Diferentes programas y grupos de trabajo institucionales (en el Consejo Directivo Central de la Administración Nacional de Educación Pública y la Universidad de la República –Udelar–, por ejemplo) se han venido ocupando del problema de la lectura y la escritura en el sistema educativo uruguayo, con especial énfasis en la escuela. Con éxito desparejo y horizontes por construir y realidades por evaluar, encuentros, charlas, simposios, comisiones, pruebas, materiales, etcétera, han sido algunas de las tantas cosas realizadas a tales efectos.
En el interior de este complejo e imbricado aparato estatal que se ocupa de los temas de la lectura y la escritura, las pruebas PISA se han vuelto un espejo del que muchos reniegan, pero que, en último término, construye una guía para trabajar, un camino posible por el que podría (¿debería?) transitarse. Y aquí está precisamente el problema que me gustaría plantear: la atención prioritaria a evaluaciones o mediciones (prestigiosas o no, justas o injustas, internacionales o domésticas) y los compromisos que esta atención supone hacia la población y hacia la interna del sistema educativo, en términos de cómo se definen algunas políticas públicas y las rutas de trabajo que el propio sistema se da para avanzar en la consecución de sus objetivos.
Esta atención es, repito, un problema (y no poco serio), en la medida en que desatiende ciertos aspectos medulares que deben ser enfrentados sin dilación de ningún tipo, pero que no muchos se animan a encarar, debido a los costos políticos implicados. Me refiero a la formación docente, particularmente a la formación de los futuros maestros, quienes, en las condiciones actuales en las que egresan (hablo sobre todo de la formación teórica, pero no desdeño la didáctica), poco margen tienen para llevar a cabo una tarea que no dependa de los programas institucionales mencionados al inicio y de la multiplicación de diagnósticos que nos dicen cómo leen y escriben los alumnos, o qué mal leen y qué mal escriben. (No hay que dejar de lado el hecho de que estos problemas también son atacados en la Udelar, respondiendo a una demanda que grita lo mal que estamos, pero que no proporciona los recursos necesarios para enfrentar las cosas ni le da a la lengua el lugar que debería tener, o que luego mete la cabeza en el agujero para no ver ni oír, y para no asumir la situación puesta de manifiesto. Estamos ante la moralina del doble discurso que nos deja tranquilos cuando hablamos del problema y hacemos catarsis, aunque después nos dediquemos a defender las chacritas y nos olvidemos de las cosas que nos han movido a la indignación).
2) Hace poco se publicó en la diaria una columna de opinión de la profesora Virginia Bertolotti, que llevaba por título “Una mirada poco discreta” (el texto fue leído en una actividad en la que la profesora comentaba algunos aspectos de la evaluación PISA ante las autoridades educativas). En ella, Bertolotti cuenta la historia de una niña, Julia, que no sabe leer o que tiene enormes dificultades para la lectura y a la que le van saltando numerosos problemas en su paso por el sistema educativo. Siguiendo su vida familiar y escolar, la narración de Bertolotti interroga el lugar que la sociedad le ha venido dando a la escuela, así como el valor que les ha asignado a los maestros: “Todas las mañanas [los padres de Julia] escuchan en el informativo que el sistema educativo no funciona, que los profesores y los maestros están mal formados, a diferencia, por ejemplo, de los maestros y profesores finlandeses. Dudan de la maestra y, sí, concluyen, ella debe estar equivocada. Se alinean con la pereza de Julia y la dejan ir a la escuela sin los deberes”.
Cuando Julia llega al liceo, las cosas se complican porque los textos tienen otra dificultad, otras complejidades, de manera que las estrategias que la niña podía haberse dado en la escuela para sortear algunos obstáculos ya le resultan insuficientes y, por ende, comienza a irle mal, pese a lo cual sigue adelante: “El liceo le resulta difícil, aunque ir le divierte. Los textos largos, sus grandes enemigos, cada vez son más. Ningún profesor le enseña qué hacer con esos textos. El de historia enseña historia, la de ciencias físicas enseña ciencias físicas, el de matemática enseña matemática. En clase, ninguno lee los textos, hay que haberlos leído antes de la clase o estudiarlos después. Ninguno da pistas de cómo hay que leer, de por dónde empezar, de qué saltear. A veces le mandan hacer resúmenes”.
Aquí, la crítica de Bertolotti es menos contra los profesores que contra cierta dinámica o lógica largamente instalada que da por sentado que sólo se enseña a leer y a escribir en Idioma Español (de la misma forma, la crítica a la tarea de los maestros en el aula es menos contra ellos que contra cierta forma, pienso, de marcar las pautas de trabajo desde las posiciones jerárquicas, contra cierta manera que tiene el sistema educativo de haber aceptado, como algo que va de suyo, que se enseñe a leer únicamente cuando se habla de lengua o que, a la hora de leer y escribir, no se diga mucho sobre cómo leer y escribir, etcétera. No obstante, hay que señalarlo, parecería que esta tendencia está en proceso de cambio, tratando de sacar de la transparencia y la obviedad cierto tipo de prácticas que tienen que ser enseñadas, porque no se aprenden espontáneamente).
Finalmente, Julia, en 2018, dice el relato, será sometida a las pruebas PISA, instancia en la que le irá mal, según sentencia Bertolotti, quien concluye, a propósito de un medio hermanito de Julia que ha llegado a su familia hace poco: “Esperemos que ese niño tenga maestros que tengan buena formación en alfabetización inicial, que puedan manejar con comodidad el programa con el que tienen que trabajar. Esperemos que los futuros maestros y también los futuros profesores del hermanito de Julia hayan tenido buenos profesores, elegidos por su excelencia, que hayan concursado por sus cargos, que hayan tenido formación de posgrado. Esperemos también que la educación haya dejado de ser un campo para la batalla política interpartidaria. Esperemos que la sociedad vea profesionales en sus docentes. Si esto es así, seguramente al hermanito de Julia le va a ir bien en las pruebas PISA, y en cualquier evaluación que involucre la lectura”.
Llegados al final de la narración, entendemos, hacia atrás (resignificamos), que lo dicho por Bertolotti, insisto, no era una crítica a los docentes en general, sino a la manera en que las autoridades educativas no se han decidido a encarar el problema de la formación docente, dejando de lado los costos políticos a corto o mediano plazo (la chacrita). Ha faltado, se puede concluir, coraje. Y a mí me gustaría añadir, distanciándome en este punto del cierre de la narración, que al hermanito de Julia le va a ir bien si, al enseñar a leer y a escribir, al pensar la formación docente de nuestros futuros maestros y profesores, pero también la formación de posgrado de los que ya están trabajando, dejamos de pensar en las pruebas PISA y en todas las evaluaciones de distinta naturaleza que han ido dibujando la forma misma de reflexionar dentro del sistema educativo, y entendemos finalmente, más allá de todo discurso bienintencionado y políticamente correcto, que la cuestión de la lectura y la escritura es una cuestión vital.
Atender desmesuradamente los indicadores de esta o aquella prueba (sea cual sea), a partir de la lógica gestionaria de que las autoridades tienen que medir “científicamente” lo que hacen (tienen que poder medir “científicamente” lo que hacen, lo que proponen, sus políticas) y rendir cuenta de ello a la sociedad, no ha derivado en otra cosa que en provocar la caída en la lógica de los porcentajes, los quintiles, las rúbricas, las gráficas, las presentaciones en power point, etcétera, eludiendo finalmente uno de los problemas medulares de la cuestión, que aún no ha sido abordado seriamente: la formación docente. Pero, para abordarlo, hay que dejar de jugar en el bosque.