I

Montevideo también era verde en mi infancia. Podías asomarte a la ventana y ver el verde un largo rato. Arriba, todas aquellas ramas desmedidas. Y si bajabas la vista a la calle y era fecha patria, podías ver también el desfile militar. Iban ruidosos y ordenados. Iban serios y ensimismados. Las piernas subiendo y bajando, sincronizadas y obedientes. ¿Qué pensaban, si es que pensaban? Podías acercar la cara al vidrio y preguntarte eso. Mil veces podías preguntártelo. Las pesadas botas militares sacudiendo el piso. Primero, una hilera de jinetes a caballo; atrás, la masa verde, dura y familiar. Y antes de verlos, los oías. Ese sonido característico. Como si arrastraran a un muerto y lo golpearan al mismo tiempo. Tenías que mirar dos veces para entenderlo. Allí estaban, como cada fecha patria. Verdeando aun más la avenida. Oías y mirabas aquello y lo sabías. No tenía sentido. Nada de eso tenía sentido.

Nosotros, los que nacimos y crecimos al pie de ese monumento, soportamos la arbitrariedad militar en pequeños detalles cotidianos. En la escuela, sobre todo. Miles de actos patrios repetidos hasta la senilidad, insólitos hábitos inculcados en relación con la vestimenta, el pelo y la actitud en general. Todo era arbitrario. Y a veces me pregunto, todavía, qué cosas de esa época quedaron en nosotros, naturalizadas. Nos enseñaron a acatar órdenes, a no expresar un punto de vista que fuera distinto del general, a no expresar en verdad nada. Conocer las reglas, asimilarlas, acatarlas. Niños sosegados a la fuerza. Eso éramos, eso fuimos, al menos dentro de las instituciones.

Vivimos la vuelta a la democracia siendo demasiado jóvenes, y también y enseguida, la estúpida década de los 90, el regreso sin gloria de algo, nada, y la reincorporación de nuestros padres a un sistema que ahora sí era rotundamente capitalista, con su apropiado sistema democrático.

Fuimos, también, los que en nuestra primera juventud sufrimos aquel fracaso, nuestro gran fracaso ajeno: el plebiscito de 1989, el voto verde. No estábamos en edad de votar, pero habíamos crecido y habíamos formado una conciencia política propia. Sabíamos lo que ese referéndum significaba y eso nos llenó de esperanzas. Tristes esperanzas. El día después, cuando ya todos sabíamos que no se había llegado al porcentaje de votos para terminar con la impunidad, me veo esperando el ómnibus para ir al liceo. Las personas retomaban sus vidas; la mayoría, como si nada hubiese pasado. Pero si uno miraba bien, lo veía. Todos estábamos un poco más solos. Y nosotros, los niños sosegados a la fuerza, éramos ahora jóvenes llenos de impotencia. Una vez más, asistíamos impávidos al espectáculo. Después, ya de grandes y mirando hacia atrás, uno podía entender la facilidad con que gran parte de esa generación se fue del país, ya no por razones políticas y, a veces, ni siquiera económicas; simplemente se fue.

II

Diez años después del voto verde, llegó aquella rara sorpresa. Una carta enviada por un poeta a un presidente electo democráticamente, en la que el poeta exigía la colaboración del presidente para conocer el destino de su nuera y su nieto o nieta nacido o nacida en cautiverio. Meses antes de que la carta se hiciera pública, el destinatario, el entonces presidente Julio María Sanguinetti, había dicho en un programa de televisión que en Uruguay no había habido casos de niños expropiados. Pero la carta de Juan Gelman llegó para desmentirlo. En ella, Gelman cuenta lo que Sanguinetti ya sabía: que su nuera María Claudia había sido trasladada a Uruguay desde el centro clandestino de detención Automotores Orletti, en Buenos Aires, a la sede del Servicio de Información de Defensa, ubicada en Bulevar Artigas y Palmar, sitio del que salió primero para dar a luz y después “con rumbo desconocido”. Gelman le exige a Sanguinetti que dé la información necesaria para conocer la verdad: “Tiene usted a la mano fuentes directas de información al respecto”, escribe. Y concluye con una pregunta: “¿Qué piensa hacer, Señor Presidente?”.

Tuvieron que pasar otros diez años para tener aquella esperanzadora segunda oportunidad que fue el referéndum de 2009, realizado el mismo día de las elecciones nacionales. Quién no recuerda el momento en que el analista televisivo, ahora fallecido, erró el dato. Primero dijo que se había alcanzado el número de votos para derogar la ley de caducidad, y minutos después se retractó. Aquello fue como una broma hecha por un milico. Durante ese lapso, entre el sí y la retractación, yo no sé cuánto tiempo pasó. Quizá hayan sido 20 minutos. O menos. No sé. Pero sí sé que en ese subjetivo paréntesis, gran parte de los uruguayos soñamos cosas. Y nos sentimos raramente felices y livianos. Felices y livianos y acompañados. Qué importaba quién salía presidente de la República o en qué porcentajes estaría conformada la Asamblea General. Qué importaba eso, al lado de aquel largo reclamo finalmente conseguido. Y sin embargo, tampoco esa vez se dio. Otra vez, la desazón y la impotencia.

Esas elecciones nacionales nos dejaron a José Mujica como presidente. Y otra vez, como una cachetada, aquella declaración de incompetencia. El tipo no quería ver viejos (¿o era viejitos?) en las cárceles, y eso incluía, claro, a los pocos militares que estaban cumpliendo condena, militares que ya tenían su “trato especial”. Nadie estuvo tan lejos de la verdad como Mujica el día que dijo eso. Nadie estuvo más arrobado de omnipotencia y falta de tino. Su desacierto provenía de un punto de vista equivocado y egoísta, construido por diminutas, por inservibles ideas autorreferenciales. Su inexplicable empatía con esos viejitos dejaba en completo desamparo a todos los que habían luchado por llegar a la verdad y a que se hiciera justicia. Y volvía trivial una lucha que todavía no había terminado. Porque los familiares, y muchos de nosotros seguíamos esperando a que los pobres viejitos hablaran. Porque la mayoría de los ¿cuándo?, ¿dónde?, ¿cómo?, ¿por qué?, ¿quién? seguían sin respuesta. En ese gesto de amistad con los represores, Mujica volvió a dejarnos a todos un poco más solos. Y eso fue imperdonable.

III

Hace poco, y por motivos azarosos, me encontré repasando lo que en Buenos Aires se llamó “el siluetazo”. Para los que no lo saben, sucedió en setiembre de 1983, recién terminada la dictadura argentina, unos meses antes de que Raúl Alfonsín asumiera como presidente. Comenzó como una intervención de arte político, si se me permite el pleonasmo, y terminó con la participación de gran parte de la sociedad. La ciudad se llenó de las siluetas de los 30.000 desaparecidos. Espontáneamente, la gente se acercó a la Plaza de Mayo para hacer su silueta en papel y pegarla después en las paredes, en los árboles, en las calles de la ciudad. No hay demasiadas fotos en internet que muestren el siluetazo, pero las existentes permiten imaginar lo que debe de haber sido aquello. La expresión silenciosa, gráfica y contundente de una postura: no ceder.

Pienso en eso y pienso en nosotros. En que hemos avanzado pero no lo suficiente. En nuestras marchas del silencio y en si deberían seguir siendo “del silencio”. En qué hacer ahora, entonces. Tanto tiempo después. Como pueblo fuimos lentos, inseguros, negligentes y cobardes (sin eximir a los responsables directos ni desmerecer la lucha de nadie, realmente creo que la mayoría de nosotros fuimos algo de todo eso). Y a veces creo que por esa razón somos ahora el país del que uno puede irse y podría seguir yéndose, olímpicamente, sin siquiera mirar atrás. Quizá esté equivocada, pero esa es mi sensación, todavía.

Y es inevitable pensar que la desazón más grande proviene de saber que 18 años después de la carta de Gelman y a más de 30 años de terminada la dictadura, seguimos teniendo “a la mano fuentes directas de información al respecto”, y que aun teniéndolas, no podemos hacer nada. Otra vez, la impotencia. Siempre la impotencia. Esas fuentes directas no estarán allí por demasiado tiempo, porque el tiempo se acaba. La muerte reciente del Goyo Álvarez no pareció tener más significado que el de recordarnos eso. Quizá la gran mayoría de los uruguayos no espere ya demasiado con respecto a este tema. Bueno. Pero en mi caso: ¿qué más piensa hacer, señor presidente?