Mi gente llegó a estas lides con el corazón abierto. Las mujeres y los hombres que nos trajeron a este mundo soñaban con miserias menos dolorosas y, casi con la mano en nuestra carne, nos abrieron la fisura por la que nos entra el mundo a nosotros, sus nacidos en democracia.
La madre de mi madre decía que había pobres honrados y pobres porque querían. La mía, que no se atreve a clasificarlos, sabe que el camino hasta pobre no es uno ni dos; sabe que poco tiene que ver con la actitud o la honra de ellos, sino con la negligencia y el privilegio de otras, como ella. Hace unos meses la oí jactándose de feminista como si no lo hubiera sido toda su puta vida.
El padre de mi padre era del tipo de los que cuando encuentran a su hijo en la cama con un hombre lo golpean hasta desgarrarle la carne, porque la letra con sangre entra. El mío, que no se atrevió a hablar de eso jamás, sabía que la primavera estaba cerca y mató a su padre en su cabeza. Lo enterró veintitantos años después de aquella paliza. A su madre la enterré yo, porque él se murió antes, amando y deseando a Carlos, el hombre con el que lo lloramos las dos.
Nos criaron mujeres y hombres que querían cambiar el mundo pero que nacieron y crecieron con el deseo agazapado. Hoy nos ven y aventuran ingratitudes porque, si por ellos no fuera, ¿qué hubiéramos sido? Sienten que hay poco lugar para su deseo y el nuestro, y tienen razones de sobra para luchar contra la amnesia. Revolean sus acuerdos obsoletos en nuestras caras, nos flamean sus años de pozo, sus plantones, sus sapos tragados y sus pelotas corridas. Pocos goles, pero buenos. Tengo sus rostros empapelando la fisura por la que me entra al corazón el mundo.
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El avión es enorme y está repleto. En dos días juega la selección uruguaya en Perú, justo donde los huaicos, justo a donde me llevan. Kesman es Kesman y no uno parecido. Viaja a dos asientos del mío y los vivos que se me colaron tres veces en la fila de embarque lo saludan. Enlentecen el recorrido de los pasajeros para preguntarle boludeces, y él les responde. A algunos les dice cosas al oído, y ellos siguen torpes por el pasillo, con sus bolsas de free shop llenas de whisky y chocolates, entusiasmados con el secretito que les acaba de compartir el oráculo.
En el asiento de adelante se asoma una cabeza despeinada; es Tamara, que mira a los lados comentando cómo se nota la crisis, y yo me río. En unas horas estaremos en el techo de un hotel en el barrio de Miraflores, con un puñado de jóvenes de izquierda y un peronista. Tan lejos y tan cerca del fútbol y del huaico.
Lima se siente antes en el cuerpo que en la cabeza. Como el aire de la playa rancia cuando la tormenta llega al borde del colapso. Así huele, a pesar del cemento. A peces y a cloaca, a flores y a basura, a riqueza y a ropa que se pega al cuerpo, a lobo marino y a lobo de Wall Street.
El aeropuerto es enorme y está repleto. Nos arrimamos unos con otros los que vinimos sin interés en el fútbol pero sí en el partido. No podemos evitar ese chiste fácil. Tampoco podemos evitar el complejo de país de tres millones. Contemplamos azorados el edificio monstruoso que desborda de corbatas cosidas por empleados de Dior y telares tejidos por artesanas de Ayacucho, de apurados con valija de rueditas y apuradas con niño a la espalda.
Las primeras horas son tibias. Medimos con tenacidad cuánto decir y cómo, menos el peroncho, que ya lo queremos por descarado. Uso mi inglés, que es precario por desuso, para sacarle charla a otra Romina, a la que también, como a mí, se le da la contemplación cuando nos sentimos aún ajenas. Cruzó el Atlántico para llegar a ese mismo techo, y su inglés es tan precario como el mío. Es alemana, y dos noches después, entre cuzqueñas y piscos, nos reiremos hasta el llanto. Descubriremos, junto a los argentinos, que mientras lo que nos quita el sueño a nosotros es la unión de las izquierdas, a ellos se lo quita la unión de las europas. Tan lejos y tan cerca de la patria grande.
Todo fluye en el día cuando la fisura se abre, pero a pesar de venir con las mismas mochilas precisamos de la anestesia de la noche para que Lima nos entre a la cabeza. La revolución se hace en la noche y no se hace en inglés. A pesar de las horas, me sigue sonando ridículo decir left y right; es la primera vez que uso el inglés para hablar de política. El portugués lo aprendí para hablar de eso; por eso supongo que me parece más justo decirle brasilero.
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Los pies de Najara y los míos no pisaron cemento hasta que no fue necesario. Crecimos cosechando lo que comimos mientras fuimos niñas. Hijas de trabajadoras, nietas de criadas devenidas empleadas domésticas. Llegamos por las mismas razones por las que nuestras madres pudieron trabajar y nuestras abuelas dejaron de llamarse criadas. Sin linajes, sin bibliotecas en el comedor y, por momentos, sin más comedor que el de la escuela. Alguien, todos, todas empujaron hasta hacernos lugar. Dos nadies que se encuentran en el techo de un hotel en Lima porque están obstinadas en cambiar el mundo. Sabemos que no hay apuro ni tiempo.
Ella fala rapidísimo, pero con el alcohol, los días y la fisura en el pecho abierta, entendemos cada palabra. Tiene el pelo negro, el cuerpo magro, la mirada y las piernas firmes como toda su raza. Tiene, nobleza obliga, un lunar hermoso en la periferia de los labios. Se le vuelcan las carcajadas y vocifera Fora Temer en cada espacio que dejamos vacío de palabras. Mide de día, dispara de noche.
Los cuerpos de ambas tendidos sobre reposeras pulcras. Contemplamos cómo se pierde la calle San Martín entre edificios y rascacielos mientras Layane, su camarada, discute fuerte con alguien que cayó en los lugares comunes del fútbol y de la izquierda. Le pide que tenga altura a 12 pisos. Que hable de lo que hay que hablar sin hablar de sí mismo, que se guarde el bombo, que se abra la oreja y que la deje entrar. Que seguramente sea más por boludo que porque ella es mujer y negra, que no ha escuchado una sola de las cosas que tiene para decir. Él se defiende, tiene con qué, pero sabe que el silencio a veces es más inteligente que cualquier palabra. Calla y otorga, en nombre de todos los ninguneos y ninguneados.
El deseo es criatura de la noche, y los infiernos personales salen por la fisura de los corazones. El sopor de Lima sobrevuela nuestras cabezas, y Najara me aclara, aunque yo lo haya entendido, que no le duele el lugar común sino el hartazgo. Y es que nuestra condición de iguales será si ese lugar que nos hicieron lo volvemos más profundo entre sus nacidos en democracia. Que escucharnos reconociendo nuestra posición en el mundo es nuestra pequeña y siniestra revolución.
Con la calma de sus pestañas largas y la ternura de una hermana, me dice sin mencionarlo que aunque con los pies en el barro, de todas formas nací blanca, nací gringa, nací en un país que creció de espaldas a su continente. Ni las mujeres ni los hombres que nos trajeron al mundo viven con paz sus contradicciones, y poner el deseo en cuestionar los privilegios nos obliga a cuestionar los nuestros a cada sol y a cada luna, con pisco o café con leche. Como un rezo, como un mantra, como un mandato ético, como un agradecimiento.