Hoy me levanté temprano para ir a un lugar importante.

Los parlamentarios estaban en desacuerdo.

Había dormido pocas horas, dejándome cautivar por la noche y el goce.

Algunos defendían mi posición.

Cuando me enfrenté al momento de apagar el despertador vi que tan sólo había pasado un rato desde que había cerrado los ojos disponiéndome a dormir finalmente.

Se dispuso la sesión, tomaron asiento en círculo, cada uno desde su estrado con sus bufandas y sus micrófonos.

¿Podría ir así, sin sueño reparador, qué habría de hacer?

Comenzó el despliegue de argumentos encontrados, tomaron la palabra sorprendentemente los indecisos; decían: “Ella debería ir, sin embargo su estado es complejo, necesitamos saber qué opinan los demás”.

Me senté en la cama mientras mi amante me miraba sin entender, entrecerrando los párpados.

Hablaron los culposos desde su estrado sanguinolento y rojo; con la cabeza baja, dijeron: “¿Por qué no fue capaz de irse a dormir antes, por qué? Ahora ya es tarde, nunca podrá ir a un lugar importante, ni dormir, ni despertarse; de ahora en más va a vivir atormentada por la imposibilidad de acción, el dolor de no haber hecho lo que se debía cuando se debía, la culpa”.

A lo que los más severos, rígidos en su armatoste de madera, contestaban: “Ella no fue responsable. No merece ir. Ella despreció la invitación que le hicieron. No corresponde que vaya”.

Yo, inmóvil contra la pared, miraba un punto fijo en el suelo mientras mi amante preguntaba “¿estás bien?”, y decía que yo podría ir más tarde, que aún había tiempo para llegar, y que no era nada grave, que no me atormentara.

Los nerviosos en el congreso, dispersos por ahí, miraban el reloj y la salida; con voces temblorosas decían: “Sí, quizá ella esté a tiempo de ir”.

Y los temerarios, en sus chaquetas de cuero rotas: “Claro que está a tiempo. Se va a levantar ya mismo, se va a duchar y va a salir a la calle, ella puede con todo esto y más, ella siempre resiste, ella tiene toda la fuerza”.

Y los perfeccionistas, en un estrado barroco lleno de detalles arquitectónicos sublimes pero inacabados: “Si ella fuera ahora ya no llegaría puntual, no vale la pena ir si es así”.

Y los dormilones, abrazando la frazada: “Un par de horas de sueño no alcanzan… ella debería... descansar...”.

De acuerdo estaban los que tendían a la resignación; sentados sobre el piso de madera debajo de los escalones que daban a su estrado, fumando, decían: “Ya pasó la oportunidad. De ahora en adelante será todo igual. No vale la pena. Mejor desentenderse”.

Mi amante me abrazó muy fuerte; quizá por mi cara de preocupación, repitió “no es tan grave”.

Los juiciosos tenían rabia, decían entre dientes: “Sí que es grave, ella no puede hacerse cargo de nada, esto es un antes y un después, jamás se levantará, nunca saldrá, está condenada a la quietud”. Recibían un aplauso de los culposos y los resignados.

Y otros atrás, más empáticos, desde un estrado pintado con colores: “Ella está enamorada, le hace bien quedarse, no hay que ser tan severos con ella”.

Unos muy déspotas, que se parecían a unos personajes de The Wall, sentenciaban: “Es una inútil”.

Y las optimistas, únicas mujeres en la reunión, minoría revolucionaria en expansión, vociferaban con sus estandartes rojos y negros: “Estaría bueno que fuera. Su presencia aporta, ella tiene todo para dar, pero ella puede decidir y lo que decida va a estar bien”.

Y los acelerados, moviéndose entre los estrados: “Vamos ya, ¡¿qué esperamos?!”.

Y mi amante, con incipiente enojo: “¿Te puedo ayudar en algo?”.

Y yo, en el círculo entre los indecisos, los culposos, los severos, los nerviosos, los perfeccionistas, los temerarios (que ya prendían fuego su estrado, apoyados por las feministas), los dormilones, los que tendían a resignarse, los juiciosos, los empáticos, las optimistas, esos muy déspotas de The Wall, los acelerados y mi amante y mi mandíbula crujiendo nerviosa y las chispas de cortocircuitos que habían comenzado a saltar debido al calor de la hoguera de los temerarios y el olor a plástico quemado de los cables y los gritos de las optimistas enardecidas tapando el ronquido de unos dormilones que no se habían percatado del incendio mientras los empáticos intentaban silenciar al resto para que los anteriores pudieran descansar tranquilos y los perfeccionistas, insatisfechos, se quejaban sobre el lamento agónico de los culposos que habían comenzado a golpearse las cabezas contra los estrados y la carrera desesperada que los nerviosos jugaban contra los acelerados; pienso olvidé la pregunta, creo oír a mi amante decir “¿Es que acaso nadie va a pensar en mí?”. Me están diciendo cosas terribles al oído, los severos ya se liberaron del congreso a donde vinieron policías con trajes de malabaristas riéndose a carcajadas de mi situación gritando con los juiciosos con entonación de hinchada de fútbol: “qué desastre, qué desastre, ¡qué cagada! ¡ella no sirve para nada!”.

Dije “sí, no, yo estoy bien, más o menos, si es que estoy, estoy, ¡Me voy ya! ¡Dame ese café! No, mejor me quedo, mejor me duermo, no sé”.

Fue a buscar el café, me quedé sola mirándome los pies y me dormí. Mi amante volvió y me abrazó en sueños. Llegué al lugar importante más tarde y aún estaba a tiempo.

Pura cháchara lo mío, me digo, miro a donde los parlamentarios siguen debatiendo, ya en un tono más surrealista los culposos golpean a las optimistas que danzan desnudas sobre la pila de ceniza donde había varios estrados y libres cantan unos nuevos que son los despreocupados, que ya cierran la puerta a petición mía, aíslan el sonido de la sala y me dejan afuera, en el jardín, donde estoy sólo yo, y el exuberante mundo espontáneo.

FIN.