En su segundo partido del grupo D del Mundial sub 20 de Corea, Uruguay derrotó 2-0 a Japón, con goles de Nicolás Schiappacasse y Mathías Olivera, y se clasificó anticipadamente a los octavos de final, cuando aún le falta jugar un partido para cerrar la serie.

Los celestes tienen puntaje perfecto y con una unidad más se asegurarán la primera colocación en el grupo, lo que les da la ventaja de permanecer en Suwon y enfrentar a un tercero (el del grupo B, E o F) en la siguiente fase. El de ayer fue un durísimo rival, más que Italia, pero los celestes consiguieron otro gran triunfo, que adquiere mayor valor por la gran labor de los asiáticos. Extasiados e impacientes tras la gran victoria y la gestión en el partido con los italianos, ayer los generadores de opinión pública, mandos medios entre los protagonistas del espectáculo y nosotros, sus receptores, se sorprendieron y en cierto aspecto parecían estar defraudados por el partido de los celestes, que consiguieron una nueva victoria. ¿Es que no se puede concebir que la eficiencia y hasta el arte -para mí, un cierre de un lateral es belleza- estén en resolver situaciones de incomodidad y presión?

Siempre se cuela la compulsión descalificadora per se porque es Japón -“unos japonesitos”, diría Juan Ricardo Faccio-, y nosotros, Uruguay, con Federico Valverde y Rodrigo Bentancur, pelota al pie, dinámica y cabecita levantada -¡aprendé, Tabárez!- venimos de bailar a Italia, ¡primer mundo, señor!

El arte de apechugar

Y ahí estamos, arremangados, haciendo agua, remándola y rescatando la piedra fundamental del fútbol uruguayo: orden, muchas ganas y un ejercicio casi perfecto de las acciones de defensa, trascendentes cuando el rival desequilibra con sus virtudes. Defender tanto y tan bien, no como una posición ante la competencia, sino como una acción imprescindible ante la coyuntura del partido, ¿no es acaso también una acción excelsa?

Casi en el otro extremo del fútbol sobre patines del primer tiempo con Italia, los jóvenes dirigidos por Fabián Coito jugaron otro partidazo con los poderosos japoneses. Supieron conseguir la ventaja, mantenerla en los momentos más complejos y estirarla, consiguiendo con luz y tranquilidad la primera meta: estar entre los 16 mejores del mundo.

El 1-4-1-4-1 (“el golero también juega”, decía el inolvidable Mario Patrón) con el que empezó a jugar Uruguay le permitió nuevamente mucha movilidad, aunque esta vez estuvo menos cómodo que en el partido con Italia. Con su propuesta dinámica de toque y velocidad, Japón les plantó cara de igual a igual a los celestes. De todas maneras, cuando llegaban a los 10 minutos, una muy buena presión de Nicolás de la Cruz le permitió quedar cara a cara con el arquero nipón y definir contra el caño, pero del lado que estos orientales, nosotros, no queríamos.

Santiago Mele estuvo mucho más activo en el cuarto de hora inicial que en casi todo el partido anterior; estuvo muy bien el arquero de Fénix al intervenir frente a los peligrosos ataques nipones. Al llegar a la media hora de juego empezaron a quedar de manifiesto las dificultades que tenía el equipo de Coito para salir con pelota dominada desde su propia área. La presión de Japón era intensa y efectiva, y empezaba a preocupar.

Arrancado de cualquier cancha de Uruguay, llegó el primer gol celeste. Fue un pelotazo -“pase largo”, decía Gregorio- y el Puma se las arregló para llegar lejos, hacer un regate y jugarla atrás para Schiappacasse, que con una brillante definición -que incluyó engaño, enganche y remate contra el caño- abrió el marcador para Uruguay después de casi 40 minutos de fútbol a todo ritmo y extenuante. El ritmo y la calidad del juego de los japoneses fueron una durísima pulseada para las expectativas naturales de juego de los celestitos.

Paro japonés

Lamentablemente, parece que no es más que una leyenda urbana eso del paro japonés, que consiste en producir más como medida de lucha, en vez de detener las actividades. Lo que no fue leyenda urbana, y sí acción de juego, fue la superproducción ofensiva de la selección japonesa de fútbol ayer en el segundo tiempo.

El comienzo de la segunda parte se mostró más complejo, debido a la enorme capacidad física y táctica de los japoneses, que presionaban bien arriba, y a los errores forzados que repitió el equipo celeste cuando pretendía salir con la pelota desde abajo.

Fueron momentos de mucha imprecisión en la salida uruguaya, a tal punto que, por lo menos un par de veces, se avizoró el empate, pero la acción defensiva completa de Uruguay lo impidió. En la jugada de mayor peligro, Mele resolvió con precisión y técnica impecable, achicando el arco y poniendo una mano infernal cuando la pelota iba al gol. Japón, en producción continua, siguió atacando y estuvo muy cerca del empate cuando el quinceañero Kubo, que ayer jugó más de una hora, porque entró en la primera parte, sacó un zurdazo en el área que Mele contuvo, pero en el rebote habilitó al delantero nipón, que cuando literalmente festejaba el gol vio a Mathías Olivera hacer un cierre maravilloso y mandarla al córner con el muslo. ¿Eso no es dulce de leche también? ¿No es genial poder hacer esa parte de la tarea tan a la perfección como llevarla atada y con la mirada en el horizonte del juego?

Buenos cambios estratégicos del cuerpo técnico celeste, que renovó actores de ofensiva cuando las acciones defensivas eran permanentes. Esto permitió a los celestes renovar y concretar la amenaza de un nuevo gol, maravilla que llegó por el carril izquierdo con Marcelo Saracchi, uno de los que ingresaron en los cambios, que trepó con desespero y criterio a la vez y eligió como la mejor y única opción a su colega Olivera, que venía como un tren y definió de la mejor manera.

Está bárbaro Uruguay. Y esto no es por sus dos victorias, por la calidad de sus jugadores, por la versatilidad de sus planteos, por la idea fija de jugar para ganar, sino por la concepción inicial con la que se amasó este grupo, que actúa de manera solidaria, efectiva y, por momentos, brillante, con el fin de jugar, competir y soñar de la mejor manera posible: jugando.