Hay sensaciones tan particulares como difíciles de describir. La cosa se complejiza cuando uno intuye que eso no le pasa individualmente, sino que se transmite a un imaginario colectivo que integra; en este caso, el de aquellos que nos creemos cerca del fútbol, del deporte, y que estamos atravesados por cierta uruguayidad que nos permite aceptar estilos y formas que congenian con nuestro día a día, pero también con sueños y expectativas.
Fue sobre todo el primer tiempo del equipo uruguayo el que, a las 8.00, nos hizo sentir la básica felicidad de creyentes en un espectáculo de competencia entre colectivos, conformado por una representación de Uruguay. No importó que no terminaran la primera mitad arriba en el marcador -finalmente consiguieron imponerse al rival-, sino la forma de jugar, tan próxima a nuestros inicios detrás de una pelota, por la que conectamos con primaria orfebrería artesanal nuestras individualidades zurcidas desde el colectivo.
Infernalmente lindo
Fue un infierno Uruguay en los primeros minutos, entendido como antítesis del horror y el castigo a perpetuidad. Un infierno para los rivales, en todo caso. El equipo se deslizaba por el campo de juego, y si no fuera porque estábamos bien despiertos podría habernos parecido que era un equipo europeo, por su toque y la seguridad con que trataba la pelota. Cuando había transcurrido un cuarto de hora, una jugada maravillosa que tuvo a Nicolás de la Cruz como protagonista casi nos hace abrir el marcador mediante un gran remate de primera y con gran colocación de Nicolás Schiappacasse, que el brillante arquero italiano Andrea Zaccagno sacó al córner. A los 25 minutos pareció que todo podía cambiar: hija de aquella expresión colectiva de pelota al pie, conexión permanente, velocidad y engaño que mostraban los 11 celestes, incluido el rojo Santiago Mele, nació otra muy buena jugada de ataque de Uruguay. Esta generó una durísima falta de atrás del capitán italiano, Rolando Mandragora, a Facundo Waller, que quedó tendido en el piso y anunció que no volvería. Con el ingreso de Carlos Benavídez sentimos que esa propuesta del juego uruguayo, que generaba entusiasmo, podía cambiar. Pero esta sensación surgía, fundamentalmente, como consecuencia de la ausencia del jugador coloniense, que, igual que en Ecuador, hacía gala de una actuación descollante. Es que esa media cancha que amalgamaba la excelencia de Federico Valverde -una suerte de 5 soñado, con salida, juego, quite y presencia- con el exuberante Rodrigo Bentancur por el medio y Waller y De la Cruz por las bandas, generaba juego y desbarataba rápidamente cualquier intento de progresión rival.
No obstante, el equipo de Coito siguió teniendo la pelota, evolucionando en campo rival y generando situaciones que pudieron haber terminado en gol. Tan bien estuvo, que incluso, y estrenando el sistema de videoarbitraje, los celestes contaron con un penal a favor que, tal como había ocurrido en el inicio del Sudamericano de Ecuador, se encargó de ejecutar De la Cruz, sin éxito, frente a la positiva respuesta del arquero italiano. El primer tiempo se fue sin goles, pero dejó una sensación gratísima. Generó enorme entusiasmo en quienes habíamos visto en esos minutos de juego el futuro del juego celeste, ya que Uruguay estaba muy bien y mostraba gran desarrollo colectivo, fuerte propuesta táctica e importantes desarrollos individuales. La lesión de Waller marcó un cambio en el camino, pero el equipo no se detuvo.
Ancho perfecto
En el comienzo del segundo tiempo la historia se empezó a escribir de una manera distinta. Italia mandó en el campo, pero fundamentalmente Uruguay perdió la posesión de la pelota. Nos quedamos sin el toque efectivo y su vertiginosa trepada, que había convertido al arquero italiano en figura en el primer tiempo.
Cuando ya casi había transcurrido media hora, sin haberla pasado muy mal pero sintiendo la diferencia de un tiempo respecto del otro, Uruguay volvió a la carga con Nicolás de la Cruz, quien, aunque tuvo minutos en los que no mostró la actuación descollante de la primera parte, volvió a tomar buen tono. Por la derecha, en una diagonal lo faulearon al borde del área, y Rodrigo Amaral, que había entrado unos minutos antes, con un terrible zurdazo tiró al ángulo y anotó el gol uruguayo del campeonato. “Rodrigo está mal de la cabeza”, confesó el Bolita de la Cruz al termino del partido en declaraciones a la televisión, a la que le contó que en el momento del tiro libre el zurdo le avisó que se la iba a tirar ahí, al ángulo, donde entró furibunda la pelota.
El 1-0 pudo haber quedado corto, a pesar de la valía del rival -el vicecampeón de Europa, hijo de una nación futbolera con un envidiable desarrollo económico, que mantiene aquellas raíces que lo hicieron grande-, pero nos dejó llenos, compensados, gratificados.
Y eso fue así debido a esa exposición que puede ser una proyección de lo que se viene a corto plazo en esta gran justa mundial, pero también de lo que pueda venir a corto y mediano plazo. Detrás de los 11 muchachos que salen a la cancha hay una historia cortita en tiempo pero enorme en desarrollos, planes y expectativas, que no se mide en resultados de partidos, sino en cómo van desbrozando el camino que nos deparará otras recompensas.
Y una de ellas es, justamente, jugar como soñamos, jugar como vivimos.