La medicación con psicofármacos viene generando profundas huellas en la infancia uruguaya de este milenio, planteando una historia y marcando un porvenir de miles de niños y niñas que manifiestan con su cuerpo aquello que, desde el mundo adulto, no logra entenderse o escucharse. En el contexto de una sociedad medicalizada, se naturalizan formas de nombrar, diagnósticos y actos de medicar, ante los que el cuerpo infantil queda expuesto a innumerables prácticas e intervenciones físicas y psíquicas en procura de lograr un sujeto disciplinado.
La urgencia, la inmediatez, la exigencia, la sobreestimulación a edades muy tempranas, la necesidad de rendimiento, de productividad, de eficacia y de operatividad son algunas de las características que presenta la vida en sociedad en estos tiempos. El “andar a mil” establece pautas y comportamientos propios de una sociedad que vive en la vertiginosidad, que necesita respuestas ya. Pero la “solución ya” no existe cuando de cuerpos en movimiento se trata, salvo que se los quiera aplacar de tal manera que queden dormidos, “sin molestar”. En este caso, la solución farmacológica va de la mano con la anulación de ese niño o niña como sujeto de derecho. La “mala conducta”, como contraposición con lo social e institucionalmente esperado, aparece como etiqueta y requiere con urgencia prescripción médica de lunes a viernes y de marzo a diciembre, lo que genera una especie de calendario escolar del uso de la medicación. Si se tratara de una patología real, ¿no debería prescribirse para los 365 días del año?
El trastorno de déficit atencional con hiperactividad (TDAH), como vedette de este gran folclore medicalizador, fue dejando espacios a otras etiquetas, como el trastorno de espectro autista (TEA) y el trastorno generalizado del desarrollo (TGD), por ejemplo, lo que ha dado cuenta de un cambio de rótulo ante un mismo acto de medicar. Quizá los dos llamados de atención que la Organización de Naciones Unidas hizo a Uruguay por la excesiva medicación con ritalina y cuadros casi pandémicos de déficit atencional interpelaron algunos saberes y reorientaron las formas de nombrar hacia otras posibles patologías.
La imperiosa necesidad que se establece de poner un nombre, de clasificar, de etiquetar, no es inocua y no puede, por ende, separarse de una determinada forma de entender el mundo. No obstante, al momento de diagnosticar y medicar es fundamental considerar que se trata de sujetos en proceso de construcción identitaria, en el que las aprehensiones de un “deber ser” en sociedad no son homogéneas. La psicoanalista argentina Gisela Untoiglich plantea que los diagnósticos en la infancia deben escribirse con lápiz, con lo que apela a que lo que hoy se está diagnosticando en esa infancia en crecimiento no tiene por qué permanecer estático y crónico, sino casi que lo contrario, por el momento del curso de vida en el cual se encuentra el sujeto.
Establecer que un niño o niña es tal o cual cosa –hiperactivo, bipolar, autista, etcétera– implica ubicarlo en un lugar cargado de connotaciones estigmatizantes, sin considerar el sufrimiento que ello supone. A su vez, se corre el riesgo de centrar “el problema” en este niño o niña, de aislar al sujeto de su contexto, de descartar vivencias, historias, trayectorias y proyectos. El peligro de plantear como problemas singulares y biológicos cuestiones que hacen a imperativos sociales lleva a despojar a esta infancia de su historia, su presente y su futuro.
Uruguay está en un momento en que es algo cotidiano y que no se cuestiona cruzarse y conocer cuerpos infantiles medicados con psicofármacos. El hijo de una amiga, la nieta de los vecinos, un hermano, una prima, etcétera. Ya no reconocemos a Sofía, a Félix, a Valentín o a María, sino al TEA, al TGD, al TDAH. Estos cuerpos etiquetados se resquebrajan en sus emociones, lo que dificulta más aun apropiarse de las formas de ser y estar en sociedad.
¿Estamos dispuestos, como adultos, a seguir legitimando estas acciones como las únicas posibles para solucionar problemas que generamos como sociedad?