Desde las primeras décadas del siglo pasado, las empresas públicas uruguayas han sido tema permanente de discusión, pero mucho más lo han sido los entes autonómos, que son la figura jurídica sobre la cual se ha basado su constitución y desarrollo. La disputa interpartidaria por su dirección, la lucha por los excedentes económicos de su actividad, clientelismo y politiquería, campo de experimentos y plataforma de lanzamiento de candidaturas, fuente de errores, pérdidas y ganancias de recursos públicos de magnitudes fabulosas son los trazos gruesos de su historia. Pero no encontrará el lector ninguna referencia en ninguna de las constituciones que ha tenido el país, ni una sola referencia a los objetivos de interés nacional a que deben atenerse las empresas públicas.

Los uruguayos no hemos definido en nuestra carta magna para qué las queremos. Tampoco lo hicimos en las cartas orgánicas ni en las leyes constitutivas. Cometidos operativos, atribuciones institucionales, monopolios, privilegios comerciales, estructuras organizativas, etcétera. Pero de para qué las queremos, ni una palabra. De eso no se habla. Sin embargo los uruguayos valoran mucho los servicios públicos que llegan a sus hogares, y valoran, fundamentalmente, a las empresas estatales que los prestan.

Protestamos por supuestas o reales fallas en la eficiencia y los servicios, por las tarifas; unas veces nos preguntamos el motivo por el cual hacen lo que hacen y otras por el motivo por el cual no lo hacen. Las queremos más chicas o más grandes, que inviertan más o menos, con más o menos funcionarios, pero las queremos. Son parte de nuestro ADN y por ello su transformación es tan discutida, lenta y azarosa, y resistente a experimentos de transgenia.

En 1992 derrotamos la receta privatizadora. En 2003, la coalición neoliberal se fue al mazo sin gritar al derogar sin pelear su propia ley de privatización de la telefonía celular estatal, y no pudo evitar la caída en diciembre del intento de asociación de ANCAP. En 2004, un plebiscito marcó la estatización constitucional de los servicios de agua y saneamiento.

Hoy nadie se atreve a dudar de que las empresas públicas deben ser de los uruguayos. Las concebimos como usinas generadoras directas e indirectas de bienes públicos de alto valor estratégico: suministran servicios esenciales para ciudadanos y empresas; son tractores de cadenas de proveedores de enorme importancia, agentes de intervención y regulación en varios mercados; generan ingresos que sus propietarios (todos nosotros, representados por el gobierno que elegimos) dirigen a la prestación de otros servicios u obras, y son fuente de investigación, innovación, etcétera. En definitiva, pueden ser –tienen muchas condiciones para ello– agentes de desarrollo.

Alejados los intentos de venderlas, las empresas públicas han logrado consolidarse prestando los servicios encomendados con mayor calidad, cada día de los últimos 12 años, y aportando significativamente al proceso de desarrollo económico y social que desde 2005 se viene desarrollando. Pero, como todas las grandes empresas en el siglo XXI, están sometidas a desafíos extremos que para ser superados requieren de visión de largo plazo, de apoyo, de liderazgo, de gestión eficiente y transparente, y de cambios.

En los próximos años debemos ser protagonistas del nacimiento de un tipo de empresas públicas de nueva generación. El desarrollo de las comunicaciones, los avances informáticos y la revolución permanente en las formas de acceso a los contenidos audiovisuales ponen en tensión permanente a Antel. En los próximos años, Antel deberá afrontar cambios sensibles en su estructura de ingresos, en la forma y el fondo de los servicios a prestar y en las formas de insertarse en las comunicaciones globales.

Los requerimientos energéticos asociados con el desarrollo económico y el bienestar social y los cambios en la matriz energética requerirán de sistemas de administración cada día más sofisticados y de ágil adaptación. Superados los temas de la sustentabilidad y la disponibilidad, habrá que trabajar fuertemente en la disminución relativa de los costos, a fin de mejorar la competitividad del país y pensar en nuevas formas institucionales para la acción pública en el mercado y los servicios de la energía.

El abastecimiento de agua potable y las exigencias medioambientales aplicables al tratamiento de los efluentes provenientes del saneamiento en forma previa a su vertido a las corrientes de agua obligan a repensar las formas de financiamiento de la OSE, con el fin de compatibilizar la defensa medioambiental, la universalización de los sistemas de saneamiento y el acceso al agua potable a tarifas razonables.

Las necesidades de infraestructuras de transporte ferroviario continúan poniendo al país frente al desafío de recrear una estructura funcional especializada en la administración del mantenimiento y el desarrollo de las infraestructuras y de desarrollar un operador eficiente del transporte de carga en competencia y en un marco de creciente multimodalidad de los medios de transporte.

El crecimiento de la producción nacional exportable, el incremento del comercio, las necesidades de un desarrollo territorial más equilibrado y un posicionamiento geopolítico inteligente obligan a que las políticas de puertos se concatenen con las definiciones nacionales vinculadas con nuestras relaciones exteriores.

Podríamos continuar, empresa por empresa, enumerando desafíos que obligan a pensar los cambios requeridos para servir mejor al desarrollo nacional. Pero, en términos globales, estos son:

  1. Establecer nuevas formas de gobierno corporativo que fortalezcan sus órganos de dirección y de control, e incrementen la transparencia y la rendición de cuentas. Las normas constitucionales que establecen los roles del Poder Ejecutivo en relación con las empresas públicas (resoluciones, presupuestos, inversiones) son mayormente rituales e inhábiles para asegurar el ajuste de las trayectorias a las políticas nacionales. Sin modificaciones constitucionales podría pensarse, por ejemplo, en la participación de ministros de Estado en los directorios.

  2. Las empresas públicas deberían adoptar los estándares de contabilidad y auditoría exigibles a las sociedades que operan en los mercados de valores, y la información financiera y no financiera debería revelarse con base en estándares internacionales.

  3. Establecer mecanismos de planificación estratégica intercorporativa, que les permitan funcionar como un holding que maximice su contribución a la agenda de desarrollo y la política fiscal y tributaria del gobierno nacional.

  4. Diseñar acuerdos de largo plazo que establezcan los compromisos de los funcionarios de todos los niveles de responsabilidad con el devenir de la empresa a la luz de los principios constitucionales que establecen que los funcionarios están para la función y que todos los ciudadanos son iguales ante la ley.

La Constitución exige mayorías especiales para resolver varias cuestiones relativas a los entes autónomos y los servicios descentralizados, procurando amplios acuerdos para asegurar su desarrollo.

Es responsabilidad de la izquierda buscar los acuerdos, pero, en cualquier caso, no podremos rehuir nuestra responsabilidad de ejecutar los cambios, los ajustes y las actualizaciones posibles.

Finalmente, ya no hay más lugar para pactos que impliquen la cuotificación política de los directorios de los entes autónomos (que Luis Alberto de Herrera llamó Pacto del Chinchulín). La transparencia y el control de la gestión no la garantizan las personas, sino las normas de gobierno corporativo y sus modalidades de rendición de cuentas. Los directores deben compartir el rumbo estratégico de la empresa y este debe asegurarse, aportando a la ejecución de las políticas de desarrollo económico y social definidas por sus propietarios.