Hace tiempo ya que empecé a escribir algo sobre el efecto mariposa en algunas jugadas. Hablo de casi goles de los nuestros –de los míos–, que me martillean una y otra vez, y hago una suerte de fuerza interior para correr esa guinda, ese caño, esa mano del arquero. Andá a saber cuándo me empezó esto; seguramente haya sido hace décadas, pero está clavado que con el exceso de repetición televisiva se me agravó.
Como muchos de ustedes, lo que quería era que ese cabezazo del Chengue Richard Morales en el partido con Senegal entrara, que el Chino Álvaro Recoba la mandara a guardar en Australia. Quería que el penal del Canario Pablo García no diera en el palo y fuéramos finalistas de la Copa América 2007, que la última bocha de Robert Herrera en la semifinales de la Libertadores de 2014 entrara después de dar en el travesaño. Quería –y de esta pocos se van a acordar– que una bocha tres dedos de Carlos Pato Sánchez en la Copa América de Chile doblara un poquito antes y Claudio Bravo no pudiera llegar nunca y, una vez más, elimináramos al local y nos embaláramos con el bicampeonato hasta sin Luis Suárez.
Ayer estaba tratando de redondear mi crónica del partido con los venezolanos y, después de eludir 20.000 repeticiones del compacto, me empecé a masoquear con ver de nuevo el empate de ellos, ahí en el minuto 91, con la extraña pero conocida sensación de cómo aguantar un vendaval, con la omnipotencia de una escuela de defensa y sufrimiento. La pelota entró y fue un golpe de knock out. Ya entonces pensé que justamente lo que les exigiría desde mi termo y mate madrugador, desde mi maridaje con la estufa y el televisor a las cinco de la mañana, era que pudieran aguantar, que no quedaba nada, que ta, que eso lo hacemos bien… Pero parece que se me olvidó pensar que los adolescentes justamente adolecen de la madurez con la que podían haber cerrado el partido después de soportar la tormenta perfecta, después de administrar la diferencia y llegar hasta fin de mes, después de casi tener en las manos esa maravilla del reconocimiento por lo logrado, por lo proyectado, por lo soñado.
Entonces agarré el teléfono y la miré una, dos, tres veces. Muevo las manos de Santiago Mele para un lado y para otro para que la pelota no entre; le pongo compañeros en los palos para que no traspase la línea; hasta sin verla, porque no está en los resúmenes, hago que Santiago Bueno frene un cachito antes para que el venezolano Yeferson Soteldo no pueda caer. Y me pregunto y me cuestiono si lo estoy haciendo por ser un simple hincha que lo único que quiere es que ganen los celestes y ta, sin importarme los medios ni la realidad. Sé que si y que no, pero realmente me exculpo de cualquier ruindad o trampa para querer ganar, y sé que realmente a mí y a muchos miles de ustedes nos duele, pero sabemos que esto es la competencia.
Pero claro, lo que me envenena y me genera ira es saber que esta mierda de utilitarismo y exitismo a perpetuidad se alimenta con victorias y no con caminos. Y entonces Fabián Coito, que hasta hace una semana era el gran director técnico, el que debía asumir todas las selecciones, el que ponía y hacía jugar a los mejores, pasó a ser un burro, un obcecado, un necio que se quedó con dos cambios, que no fue capaz de poner a Rodrigo Amaral, que ni siquiera hizo un cambio para hacer tiempo. Y todo aquello que estaba buenísimo –y que para mí sigue estando buenísimo–, un trabajo aplicado, pensado, disfrutado, de años de continuidad, que establece claros signos de qué es lo que podemos hacer para ser competitivos y sanos, pasó a ser una porquería a punto de desembocar en un “que se vayan todos”.
A un minuto o dos estuvimos de ser finalistas. En ese caso, este discurso de barricada habría sido envuelto en papel de regalo y ahora estarían todos hablando de las bondades de Coito, repetirían que Federico Valverde y Rodrigo Bentancur –junto con Gastón Pereiro– deberían ir a la selección mayor ya, y estaríamos pensando en cómo jugarle la final a Inglaterra.
¿Qué es lo que hace tan difícil de entender que las competencias deportivas contemporáneas no se resuelven con blasones feudales, sino con el juego y sus alternativas? ¿Por qué no concebir, proyectar que la propia dinámica del juego, sus alternativas, sus planteos teóricos, sus coyunturas que trascienden el campo de juego, pueden determinar acciones y decisiones que no son nuestras sino de ellos, y que aparentemente no las podemos entender ni justificar? ¿Acaso todavía no estamos en condiciones de hacerlo, después de una década de sostener el instituto de trabajo y formación de las selecciones nacionales, del que han emergido no sólo triunfos y partidos, sino individuos, colectivos y comuniones que parecen honrar el imaginario popular uruguayo?
Ayer, ahora, este año, fueron ellos los que, después de 36 años, volvieron a ser campeones continentales, los que nos enamoraron por televisión con su juego sobre patines, los que nos subyugaron con su entrega. Está claro que el Mundial era el tacho entero de dulce de leche, pero entonces ese gol, ese antiefecto mariposa que quiero modificar, no debería, por las razones del éxito y la poca prensa de la seriedad y las ideas, serruchar una de las patas en las que se han afirmado aquellos niños que hoy van a ser padres y nos han hecho recoger sus propias recompensas en este camino.
Concluyo, como el personaje de la maravillosa novela Anatomía de una derrota, de Paulo Perdigão –en la que el autor intenta un viaje en el tiempo para evitar que Alcides Edgardo Ghiggia sorprenda al arquero Barbosa y reviente las redes con ese tiro el 16 de julio de 1950 en el estadio Maracaná–, que no voy a poder cambiar la historia. Entonces discuto y me discuto cuánto pesará en nuestra frágil historia ese gol de Venezuela en el minuto 91, que determinó el empate cuando ya casi estábamos en la final, y que llevó las cosas a los penales, en los que los venezolanos encontraron las puertas de la gloria.
Lo que fue y no lo que no fue
Ya lo saben hasta el hartazgo. Ayer, en Corea, en la semifinal del Mundial, Uruguay y Venezuela empataron 1-1 en los 90 minutos (¿entonces cómo ellos hicieron el gol en el 91?), mantuvieron ese resultado en el alargue de 30 minutos, y en los penales los caribeños se metieron, por primera vez en su historia, en el selecto grupo de finalistas de un Mundial al anotar cuatro de los cinco tiros, mientras que los celestitos sólo pudieron convertir tres.
Los primeros diez minutos del partido fueron de una intensidad tal que casi no le permitió a Uruguay cruzar al campo contrario. La pelota estaba cerca del arco de Santiago Mele, pero el buen control defensivo impedía el desarrollo venezolano. Uruguay no pudo concebir jugadas de ataque, y las únicas que armó fueron con pelotazos largos.
Cuando llegaban al minuto 25, un tiro libre desde lejos de Valverde fue la mejor opción de arrimarse al arco venezolano, pero el arquero –al que después descubriríamos como la figura del partido– se estiró hacia la izquierda y pudo despejar el peligro.
Nuevamente Valverde persiguió y robó una pelota casi en el área rival, habilitó a Marcelo Saracchi y, tras la corrida, sacó el zurdazo el sanducero, pero una vez más Wuilker Fariñez –así se llama el golerazo venezolano– estuvo impecable y la volvió a despejar al córner.
Hasta ahí y después, parecía estar muy bien la estrategia defensiva de Uruguay, que armó una telaraña con la que rodeaba a cualquier venezolano que se quisiera arrimar al arco defendido por Mele. Con el paso de los minutos, con la misma concentración con la que defendió, el equipo de Coito empezó a atacar, especialmente por la banda derecha, con el Pumita José Luis Rodríguez como abanderado de todas las corridas esperanzadoras.
El primer tiempo se fue sin goles, pero con una intensidad altísima. Parecía que la posesión de la pelota era venezolana, pero el control, del partido uruguayo. Y fue así nomás.
Vamos al VAR
Al comienzo del segundo tiempo, cuando apenas iban tres minutos de juego, una pelota conectada para Agustín Canobbio fue resuelta defensivamente por los venezolanos, pero unos segundos después el árbitro recibió el llamado de arriba y fue hasta la Panavox a mirar la jugada. De ahí salió señalando penal, porque realmente había sido, y con la Video Asistencia Referil (VAR), la globa fue al punto fatídico y Nicolás de la Cruz, que se había frustrado con Venezuela unos meses atrás en Ecuador, cuando no pudo cambiar penal por gol, la mandó guardar.
Después del gol, Uruguay se acomodó en el partido y empezó a desarrollar su tarea defensiva de siempre, procurando sacar los contragolpes que pudieran resolver definitivamente el encuentro y que le quitaran presión al campo uruguayo. Dio mayor sensación de dominio del juego cuando los venezolanos, con desespero, pero siempre con buen juego, siguieron atacando el arco de Mele.
A los 91, una falta de Bueno al borde del área permitió el último y agónico tiro libre de Venezuela, que se transformó en gol. Samuel Sosa, cuando todos nos decían que nadie se la iba a sacar a Adalberto Peñaranda –terrible jugador– nos la pudrió en el ángulo y el uppercut de izquierda nos dio vuelta como una media. No pudimos soportar la situación cuando, por dificultoso que pareciera, el partido estaba terminando.
No estaba, no seríamos finalistas, pero eso no debería ser lo determinante, lo único que da el aval a una organización, una forma de actuar y de pensar, una manera de crecer.
No puedo, no podemos hacer que Mele la saque, que esa bola no entre, que no haya siquiera falta. No, no podemos. Sí podemos entender que la competencia, la formación, el crecimiento y la búsqueda de la maduración son nuestro todo, y no sólo la victoria. El camino, nuestro camino, es nuestro todo que nunca será todo si logramos extenderlo sobre este piso.