En estos días se está discutiendo sobre cómo ordenar los espacios marinos uruguayos, un tema necesario ya que, aunque no se lo ve demasiado, es escenario de varios conflictos. A diferencia de lo que sucede en tierra firme, toda esa extensión líquida y sin alambrados nos pertenece a todos y es más colectiva que cualquier paisaje a lo largo de una carretera nacional.

Usamos intensamente toda esa extensión: por esa vía ingresaron 300.000 turistas extranjeros a Uruguay desde cruceros en 2015 (Informe Uruguay XXI). Por los canales del Río de la Plata circulan cientos de mercantes al mes cargando y descargando en Montevideo, en Buenos Aires o en tránsito a cargar soja, maíz y cereales a Rosario y San Lorenzo en el Paraná. Basta visitar los sitios web públicos de tránsito marítimo para ver parte de la actividad diaria. Durante los últimos años la prensa ha difundido información sobre la búsqueda de depósitos de petróleo por ANCAP, sobre el estado de la pesca, las demoliciones para preservar la franja costera, el puerto de aguas profundas, el avistaje de ballenas, o el cable submarino que tendió Antel y nos conecta a mayor velocidad con el resto del mundo. Cada día aprovechamos ese privilegio, desde una imagen o un video a un artículo made in China, o servido en un plato. Pero a diferencia de lo que pasa en la tierra, en que los efectos de tanta actividad quedan a la vista, en el espacio marino es menos evidente. Barcos mercantes cada vez más grandes requieren el dragado de canales y puertos más profundos; los cables se entierran en el lecho, y lo que se retira del fondo del puerto hay que depositarlo en algún lado. Con el tendido de cables, dragados y zonas de fondeo transformamos el fondo submarino, la composición del agua, la circulación y depósito de sedimentos, y con ello todo lo vivo que lo habita.

Tenemos muchos intereses legítimos, muchos usuarios y actividades: algunos quieren que nadie toque a los lobos y ballenas, otros sacar peces, otros extraer arena o minerales, o usar el espacio como estacionamiento de barcos. Pero el espacio es limitado: ¿cómo nos organizamos para que todos sean compatibles? De eso se trata la planificación espacial marina, un proceso ordenado que permite asignar espacios a las diferentes actividades. Parece simple, pero es muy complejo y nunca termina porque hay que pensar a largo plazo, y las actividades cambian permanentemente. Tampoco es un ejercicio de geometría de dibujar límites, los pescadores aquí, los buques de aquí hacia allá, y la descarga del dragado un poco más lejos. Más bien la arquitectura pasa por sentar a todas las partes a dialogar, lograr acuerdos, llegar a una solución de consenso y ser consecuente con ella. Un desafío de esta naturaleza requiere definiciones: ¿qué queremos y qué no queremos en el espacio marino?, y ¿quién organiza, convoca, decide, y aplica un plan sin que sea juez y parte a la vez?

En varios países se aplican diversos planes en esa dirección, se asignan zonas a determinados usos, se prohíben actividades en otras, hay rotaciones estacionales, y la autoridad es un consejo local o un organismo multisectorial. No hay una solución única y universal. Lo que sí es una norma es la participación amplia de las partes interesadas, ya que, al ser un proceso público, las discusiones, posiciones y avances se documentan y son accesibles a quienes quieran consultarlos. El resultado es un ámbito de discusión y negociación, dejando de lado la visión individual de cada sector y pasando a una visión colectiva, que no impide que cada actividad tenga sus propios planes.

Yamandú Marín (Cincytema, Facultad de Ciencias de la Universidad de la República)