El cielo es del color de las fotografías polaroid, un azul algo lavado, de contornos difusos, granulado. Tiene unas tonalidades blanquecinas que se funden un poco con la redonda mancha amarillo sol del farol de la calle, esa figura triangular gris que desprende un halo de confianza y le da el toque setentoso a la imagen. El sobretodo negro de espaldas esconde a la figura humana misteriosa. Podría tratarse de una postal de Jack el Destripador pintada por Van Gogh, con las pinceladas fuertes que arañan la tela, el cliché del sombrero gris de ala grande que oculta un rostro en las tinieblas, la espalda curva semiencorvada que sugiere desviación moral. Doy un paso con mis botas de cuero marrón, que no dejan huellas sobre la piedra húmeda de los callejones, sisea al moverme mi gabardina estrella, mi atuendo de misterio e incógnito. Como en una perfecta coordinación perspectivista, las líneas de fuga acuerdan estirarse para realzar el efecto ambiguo de la calle, dejándome pequeña, inmersa en la postal de mi vida, protagonista de un alargado recorrido que, además, se ríe de mi insensatez nocturna, me está jugando una mala pasada.
Yo sólo quiero llegar al final del callejón y doblar en la esquina para llegar al final del otro callejón, para doblar en la esquina donde esté la plaza, para andar en círculos sobre ella, para verificar que no queden transeúntes o palomas y despejar un poco mi visión de ciudad laberinto, para después ir hasta el centro y visitar la callada intromisión de los locales de ventas y revisar si no quedó, en el suelo o en las bocacalles, el resto de alguna verdura de estación que pueda masticar cruda mientras encuentro, cruzando la avenida, una silenciosa calle que no conocía y cuyo nombre no puedo pronunciar aún (y menos con la boca llena de coliflor) que me lleve a lo más mundano, a lo más certero de una feria en un amanecer de domingo tranquilo. Eso es todo. Y descubrir en mi travesía qué hacer, cómo resolver si la postal tiene sonido o es muda, si se vende barata o cara, si está enmarcada o sólo está sucia, si la saqué de la despensa de mis abuelos (donde guardan una colección de imágenes de diferentes épocas, entreveradas con la sal, la yerba y los fideos) o me la encontré en el basurero que investigué cuando salía de casa –a veces su contenido es tan rico que me deja pasmada, quién lo imaginaría–. Si tuviera un paraguas rojo (como el que me encontré anteayer entre los escombros) podría asemejarme menos a la siniestra estructura de las casitas grises, las puertas cerradas, los postigos bajos. Y atajar la leve llovizna que, como baldazos impredecibles, salpica cada tanto, empañándome los lentes.
Soy bastante nerd, sin estos cristales mi visión del mundo es una sorpresa tras otra, no existen la definición o el contorno, todo es una continuación de algo cercano, que es a su vez continuación de lo que lo rodea. Es una visión democrática e inclusiva del todo universal sin distinción, no discrimino, no clasifico, no limito ni soy limitada, navego a tientas en la mancha de circunferencias lumínicas y coloridas que se mueven conmigo. No doy respuestas porque, la verdad, ni siquiera puedo entrever las preguntas, y no doy cátedra al respecto porque, de hacerlo, agregaría líneas y manchas y colores al mar de carpe diem divagante, y no es precisamente lo que necesito ahora. Más bien despejar y trazar geométricas estructuras vivientes. Y pescar un pez gordo en la escasez, un pez mudo relleno de simpatía.
Allí estaba: frente al umbral de la única puerta abierta en kilómetros de casas dormidas, mi pez gordo, vestido de frac, de bigotes rubios afrancesados, ojos achinados, cabellera inexistente, sombrero londinense, bastón alemanizado y una abultada, imperiosa panza de Ubú Rey que intentaba ocultar sin éxito con el cinturón; la lascivia en la mirada, el gesto de peinarse el bigote hacia afuera, sus obscenos brillos de diamante en los cortos dedos, todo indicaba perversión, carisma innecesario, demoníaca obsesión por la fortuna disimulando una falta de potencia sexual y de autoestima, todo, salvo el hecho de que me estuviera mirando con simpatía, a punto de hacerme una propuesta, estaba segura.
Yo, para ese entonces, ya había llegado a la conclusión de que mi cometido, si bien era arrimarme a la esquina que me arrimara a la otra esquina, se trataba de una autojugarreta para lograr la convicción que me venía siguiendo y con la que no me animaba a abanderarme: quería ser cineasta, aunque me avergüence admitirlo. Así que con una genuina obsesión, tras un discurso acompañado del retumbar de rítmicos pasos en la piedra, resonaba, repetía, remasticaba la frase “tengo que escribir un guion” en la enloquecida cabeza, frase con la que había culminado todo el desarrollo de mis estrategias y mapas, la decía ya contando los segundos, la decía por dentro cantando, modificando las partes, protestando la estructura, procreándola, decía “tengo que” espacio entre pasos equidistantes “escribírun”, con ese acento mal puesto para conservar la estructura rítmica, “guioooooooooon” (“un guion, un guion, un guion” zumbaban esas moscas de la conciencia a modo de coro, o, más exactamente, de ecos superpuestos). Y el “tengoqué” pisaba al “guiooon” dejando un solo mensaje puro y primitivo, generando una danza colateral entre la palabra “escribírun” con otra versión “armárún”, todo con la batería de pasos y mi pera que acompañaba los compases cada vez más tendientes a la semifusa y más lejos de la redonda con puntillo. El gordo me detuvo en estas cavilaciones cortando vilmente mi buenísima interpretación de mí misma, y con sus ojitos de especulador de la taza de pozos petrolíferos me dijo (pisando con sus palabras en los tiempos exactos de mi “tengo que escribir un guion”): “¿Vos venís a escribir el guion?”.
Oh, gloria divina, dulce hidromiel del tiempo, satánica ebullición de paralelismos psicocósmicos, dejadme respirar un momento para asimilar, oh, pícaros duendes de lo imprevisto, oh, Titania, reina de las hadas, oh, Tutatis, el cielo se me acaba de meter en la cabeza y no me di cuenta cuándo ni cómo. He hablado de “vosotros”, de la conmoción, he dicho “dejadme”, cuando todo esto claramente tiene lugar en una región rioplatense en mi memoria, dejadme expresarme como en los clásicos, por la eterna divinidad de Thor, no me juzguéis.
Cuando estaba ingresando en el portal seguida por el Gordo Ubú, aún me resonaba en los oídos mi extática, orgásmica respuesta (“¡Sí!”), tanto que no anticipé ni a dónde ingresaba, ni de qué guion se trataba, ni de si realmente me convendría aceptar. Sí, sí, ¡sí! ¡Voy a escribir el guion! ¿De qué? ¿Qué guion? ¡Qué importa!
Y esa fue la respuesta a mis insoportables cavilaciones densas.