En estos meses la figura de José Enrique Rodó levanta vuelo, y se supone que ese debe ser el efecto luego de que la prensa y los organismos públicos promocionaran al escritor con un concurso de ensayos (cuyo premio es de 5.000 dólares), muestras artísticas y artículos que incluyen citas de otros renombrados escritores que posicionan al autor de Ariel a 100 años de su muerte.

El 1° de mayo se cumplió un siglo de su fallecimiento en Italia. Este año, en el acto del Día de los Trabajadores, el integrante del Secretariado Ejecutivo del PIT-CNT Gabriel Molina definió a Rodó como un “poeta obrero” y rescató una de sus líneas, en la que hacía referencia a que el trabajador aislado es instrumento de fines ajenos. No recordó que Rodó, lejos de haber sido poeta y obrero, era un promulgador de principios religiosos y estéticos que pretendían hacer discernir a los jóvenes de la época lo bueno de lo malo, lo utilitarista de lo idealista. En Ariel, obra de corte filosófico publicada en 1900, Rodó insiste en retomar valores de la antigua Grecia. También habla de la “criatura humana” sin ubicarse en esa categoría, se refiere a Jesús como Maestro, con “M” mayúscula, y vuelve otra vez a la idea de fusionar los ideales cristianos y griegos antiguos para alcanzar un estado democrático pleno. A principios del siglo XX, según escribe en Ariel, la democracia se encuentra deteriorada porque se ajusta al utilitarismo reinante.

“Por fortuna, mientras exista en el mundo la posibilidad de disponer dos trozos de madera en forma de cruz –es decir, siempre–, la humanidad seguirá creyendo que es el amor el fundamento de todo orden estable y que la superioridad jerárquica en el orden no debe ser sino una superior capacidad de amar”, escribe Rodó en Ariel mediado por un personaje de La tempestad, de William Sheakspeare, cuyo nombre es Próspero. Es un álter ego que transmite a jóvenes ficticios (y se supone reales de la época) el nuevo modelo de humano que se debe buscar en una época de crisis de valores. En toda la obra, y en otras que escribió Rodó, se surte de fuentes francesas hegemónicas, principalmente la del historiador y filósofo Ernest Renan, figura del siglo XIX quien decía –sin mayores sutilezas– que el cristianismo era la religión superior y el arte griego el arte superior. “Una nación es un alma, un principio espiritual”, decía Renan en una conferencia dictada en La Sorbona, París, en marzo de 1882. Además, el francés ahondaba en la idea de razas superiores a otras, naciones más nobles que otras; era él quién tenía el criterio adecuado para distinguir una cosa de la otra. Para Rodó, al menos en la época de Ariel, era el número uno. Incluso llega a exteriorizar en esta obra su amor por él y pide a los lectores no sólo que lo lean, sino también que lo amen.

Hay tiempo hasta el 31 de julio para presentar un ensayo sobre la figura de Rodó. El Ministerio de Educación y Cultura (MEC) premiará con billetes estadounidenses al ganador de un concurso que existe porque Rodó tuvo “una enorme influencia en el pensamiento latinoamericano de su época y de generaciones posteriores”, según se escribe en la página web de la dependencia ministerial. Y agregan: “La concepción rodoniana del arielismo tuvo una incidencia profunda entre la intelectualidad y las clases políticas de su tiempo, vigente hasta el día de hoy”. Los jueces Lisa Block, Gustavo San Román y Wilfredo Penco darán a conocer los fallos en octubre. Los tres jurados, si uno hace una búsqueda rápida en Google, escribieron sobre Rodó y lo consideran una figura influyente a nivel local y en el exterior. De hecho, San Román publicó un libro en 2002 que se titula Rodó en Inglaterra: La influencia de un pensador uruguayo en un ministro socialista británico. Me recuerda al periodista deportivo Julio César Gard cuando repasa los goles uruguayos en el exterior. Existe una institución que se encarga de difundir a Rodó: la Sociedad Rodoniana. Muchas de esas actividades son organizadas por esta institución fundada en 2009 que tiene alrededor de 60 miembros, entre ellos dos ex presidentes: Julio María Sanguinetti y Luis Alberto Lacalle.

“Rodó tiene una enorme vigencia”, dice Hugo Manini Ríos, presidente de la Sociedad Rodoniana, según publicó El País en el marco de los 100 años de la muerte de Rodó. “Uno de los participantes del Congreso es catedrático de la Universidad de Cornell y sostiene que en Estados Unidos hay una corriente neoarielista que ve en Rodó la reacción contra el consumismo y materialismo del mundo posmoderno”. Una tendencia similar, dice Manini Ríos, está creciendo en Chile. Impulsado desde la Sociedad Rodoniana y allegados, el homenaje a Rodó también alcanza a Alemania, Francia, Italia, Gran Bretaña, España, Estados Unidos, México, Paraguay, Perú, Ecuador, Argentina, Brasil y China.

¿China? Fue el mismo Manini Ríos, según publicó el portal de la Universidad de la República (Udelar), quien se reunió con el rector, Roberto Markarian, en octubre del año pasado para “interiorizarlo sobre la conmemoración del centenario de la muerte de Rodó”. En esa instancia de intercambio también se encontraban el decano de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación (FHCE), Álvaro Rico, y el docente e investigador del Centro de Estudios Interdisciplinarios Latinoamericanos de la FHCE Yamandú Acosta.

En abril, Markarian realizó una visita oficial a China para seguir negociando la apertura del Instituto Confucio en Uruguay y allí aprovechó para continuar las negociaciones en torno a la traducción de la obra de Rodó. Finalmente, la docente e investigadora de la Universidad de Beijing Yu Shiyang se encuentra traduciendo Ariel al chino, “y no descarta viajar a Uruguay en breve para acelerar el trabajo y poder publicar la obra en el marco del centenario del fallecimiento del autor que se cumple este año”, informó la Udelar en abril. Un apunte sobre la traducción al chino de Ariel, según la traductora escogida: la obra le resulta muy compleja de traducir, no sólo por la dificultad del estilo sino también porque no tiene referencias de Uruguay.

En Ariel, Rodó no consulta a uruguayos o argentinos, ni siquiera brasileños de Rio Grande do Sul, sino que recurre, en su mayoría, a franceses. De ahí que el escritor español Miguel de Unamuno, que a principios del siglo XX trabajaba como rector de la Universidad de Salamanca, le haya escrito una carta en la que le dice que Ariel, además de hastiarlo, no parecía reflejar el pensamiento colectivo de estos lares, sino más bien un intento de modelarlo con el estilo francés. “Lo veo a usted –le escribe Unamuno a Rodó– muy influido por la cultura francesa –acaso en exceso, es decir, con demasiado predominio– y lo francés me es poco grato. Su claridad, su método, su belle ordonnance me hastían, veo en ellos siempre la sombra de [Jean] Racine”. El teatro de Racine mostraba el poder de la pasión sobre el alma como una fuerza destructora, y para ello elegía argumentos platónicos. Antes de su muerte, el dramaturgo del siglo XVII escribió un testamento en el que pedía que su cuerpo fuera llevado a Port-Royal de Champs y que allí fuera inhumado, además de que rogaba ser velado según sus estándares –a pesar de los escándalos de su vida– y para eso entregaba parte de su dinero a personas religiosas que se encargarían de despedirlo.

La despedida de Rodó, en Italia, no fue tan ordenada como la de Racine. El libro Juan María Lago, abogado del 900, escrito por Julio Lago, era uno de los textos que regalaba la FHCE en el Día del Libro. Estaba repetido en la mesa de la biblioteca, lo que hacía parecer que nadie quería llevárselo. Este abogado era amigo y correligionario de Rodó. En el capítulo dedicado a la muerte del escritor de Ariel, Lago cuenta que su situación económica previa a irse a Italia era “insostenible”. “El escritor vivió como Balzac, huyendo de sus acreedores”, recuerda Lago, y para ilustrar esta situación cuenta que en 1915 Rodó formó una sociedad con Lago para explotar minas, aunque el proyecto no tuvo éxito. Rodó se encontraba “triste y enfermo”, según se cuenta en el libro, por lo que debió abandonar cualquier proyecto periodístico o comercial. Una de las anécdotas que cuenta Lago tiene que ver con el malestar de Rodó y una especie de abandono de su prédica: “Lo encontró el entonces joven escultor Bernabé Michelena, que solía departir con él en el café de Las Tanagras, en 18 de Julio pasando Andes. Le dijo melancólicamente el escritor: ‘Ustedes los artistas tallan en la piedra las ideas: los escritores sólo escribimos palabras efímeras’”. Lago cuenta también que Juan María Lago le posibilitó a Rodó viajar a Italia, ya que este no tenía un peso. Allí, el escritor viaja por Florencia, Capri, Nápoles. En esta última ciudad “se inclina ante las tumbas de Virgilio y de Leopardi como ante el altar de la muerte”, escribe Lago, quien además habla de una transformación en el alma de Rodó: “Al dialogar con los bronces y mármoles eternos siente la ascensión hacia la belleza, la transmigración perenne, el divino éxtasis platónico, en una palabra, la fuga hacia el gran todo, la atracción de fundirse en el espíritu inmortal que todo lo anima”.

“El escritor continúa enfermo y preso de la fiebre”. Una crónica maligna lo pinta solo, desaseado, con las ropas raídas, sentado en el vestíbulo del hotel durante todas las horas del día sin tomar sino agua mineral. Algo de verdad puede haber en ella, sobre todo respecto del estado de salud de Rodó. Lo que sorprende es que durante el casi mes que pasó en Palermo, ningún diplomático uruguayo se preocupara por él. La razón es obvia: “No era Rodó un enviado palaciego sino una especie de exiliado, un enemigo del gobierno de su patria, y esta circunstancia lo hacía particularmente ingrato a sus ojos. Es enterrado como un desconocido en la tierra común del cementerio palermitano”, escribe Lago en el capítulo de Rodó, antes de comenzar con un capítulo dedicado a “Colegialismo y parlamentarismo”.