Por primera vez en la historia de nuestros enfrentamientos por Eliminatorias con Paraguay en Asunción, Uruguay consiguió la victoria, 2-1, con goles de Federico Valverde y… Luis Suárez, porque la FIFA nos jorobará dándolo como gol en contra, pero para nosotros será de Luis. Tras los resultados de la fecha de ayer, la celeste volvió a alcanzar el segundo escalón de las Eliminatorias, con 27 puntos. Está por delante de Colombia, que llegó a 26, Perú y Argentina, con 24, y Chile, con 23, cuando quedan 6 puntos por jugar, que para nosotros serán con Venezuela en San Cristóbal y con Bolivia en Montevideo.

Los 27 puntos, incluidos esos 3 primigenios en Asunción anoche, tienen una clara explicación, una clara demostración de un proceso de trabajo pensado y desarrollado por Óscar Washington Tabárez desde marzo de 2006 a la fecha. En marzo de 2006 Valverde vestía túnica y moña en la escuela. Unos años después, aquel escolar recién egresado se encontraría con el Maestro, que fue moldeando su aprestamiento para que, con 19 años recién cumplidos, se parara en la mediacancha –uruguayo en el hervidero asunceño– y fuese parte de un colectivo que, con la actitud natural de que todo es posible, consiguió el triunfo y un enorme paso rumbo a la clasificación.

Estos 12 años de desarrollos de trabajo, pensados, colectivizados y sostenidos desde el “Proyecto de institucionalización de los procesos de selecciones nacionales y la formación de sus jugadores”, son el motor y el sostén de este camino lleno de recompensas.

Nunca no es siempre

Para preparar el análisis de una contienda futbolista, evidentemente es condición sine qua non haber seguido con particular atención el partido, discernir, diseccionar los momentos, las acciones, los movimientos que hayan sido determinantes en el juego, entender el porqué de los movimientos, de las posiciones de los futbolistas.

Por más que el partido se circunscribe a los 96 o 97 minutos de acción sobre el campo, es de vital importancia, también, conocer los antecedentes inmediatos de los colectivos, los momentos de los hombres en el campo, la experiencia como herramienta, la memoria como alerta, el probable plan de juego propuesto por los técnicos, y muchas variables más en las que se pueden apoyar el desarrollo o las alternativas de juego.

Como si eso fuera poco, hay partidos, como estos finales de definición, cuyo desarrollo y resultado van en una clave distinta a la del 0-0, a la de ganar, empatar o perder, porque no se juega a ser el mejor en una competencia de 18 partidos, sino que se compite para estar entre los primeros cinco.

En el medio del borrador de la crónica, se entrecruzan antecedentes que pueden ser valiosísimos para los textos de historia, para explicar momentos, para dar pistas sobre determinadas situaciones, pero nunca para determinar el desarrollo del juego, la propuesta táctica, la elección de los futbolistas. ¿Acaso puede tener conexión un partido jugado en 1925, o uno de 1957? Tiene valor anímico revisar que en seis partidos por Eliminatorias jugados en Asunción en 60 años nunca hubiese perdido Paraguay, nunca hubiese ganado Uruguay? ¿Qué valor puede tener eso para 22 personas idóneas para el fútbol, preparadas física y emocionalmente para dar todo?

Control remoto

El arranque del partido tuvo alternativas similares a las imaginables: intención ofensiva con cierta verticalidad de los guaraníes, y el botón de eject permanente, enorme, para los contragolpes de Uruguay, con un par de progresiones en carrera con pases con muchísima intención del debutante Valverde.

Con la pelota en los pies, cuando desarmaban, cuando desbarataban a los rivales, los celestes se mostraron cautos y pacientes, buscando una circulación adecuada y segura hasta dar con el último pase que pudiese encontrar a Luis Suárez o Edinson Cavani en condiciones de desequilibrar.

Fue un cuarto de hora sin errores forzados, con seguridad y aplomo, para los analistas de la tribuna y seguro también para ellos, los que estaban en la cancha. Era un partido extremadamente parejo, con mayor control de las actividades de parte de Uruguay, que sin embargo no podía hacer casi nada cuando pasaba la mitad de la cancha.

Si hubo una, fue a los 26 minutos, cuando esa concatenación de toques forzados, casi nunca limpios, cayó en los pies de equilibrada técnica y oportunidad de Valverde, que metió una bocha azucarada para Cavani, que definió de zurda, pegadito contra el caño.

Hubo más intensidad y menos cuidado en la segunda parte de la primera etapa y entonces el partido se empezó a llenar de nervios, propios y ajenos, y faltas. El control entonces del partido lo llevaba Uruguay, sin someterse a riesgos excesivos con pelota, sin tener que afrontar riesgos excesivos sin pelota, por el orden y la seguridad defensiva. Todo no se puede, pero algo parecido al todo, la conformidad con el desarrollo del partido, el control de los arrestos de los rivales y una mínima señal de que, por medio de Valverde o Matías Vecino, podría arrancar una jugada que terminase cerca del arco paraguayo, se fue dando con una perfecta acción de la línea de cuatro, en particular del descollante Diego Godín, los solventes y desenvueltos ejes centrales Valverde y Vecino, y los luchadores con causa pero sin resultados Luis Suárez y Edinson Cavani.

Mucho más allá del partido, mirando la tabla de posiciones, se sabía que había que sumar lo que fuera sería determinante, y entonces el control del rival, mucho más que el propio desequilibrio que se pudiese lograr, era fundamental.

Botija de mi país

La segunda parte nos mostró otro partido: se soltó Paraguay y entonces empezamos a estar incómodos, apretados y asediados. Repasamos las virtudes de Fernando Muslera y la enorme capacidad de Godín, que una y otra vez nos recuerda que es uno de los mejores defensas del mundo. Tanto, que parece minimizar la carga de elogios y aceptación de sus acertados compañeros de línea de cuatro, esforzados y efectivos.

Un par de veces los guaraníes estuvieron muy cerca de conseguir el gol, y el partido empezó a ser un pinball en nuestro campo. Los albirrojos redoblaron su juego en el campo rival y eso trajo consigo una mayor incomodidad en el control de la pelota, que una vez recuperada era rápidamente perdida.

A la media hora, con los corazones demasiado al galope, con el sufrimiento incorporado pero la fe inquebrantable, sostenida por la razón y por los hechos, un córner del Pelado Cáceres fue restado por la defensa paraguaya, y en la media luna del área, Valverde, ese niño que llegó al Complejo a los 13 años, con tanta calidad como timidez, se afirmó en el rebote, como si su primer partido completo fuese su juego número 100, y su derechazo –rebotado, qué importa– fue a morir en las redes paraguayas.

Ese 1-0 gozado, hazañoso, se transformó rápidamente en el segundo gol celeste, con una maravillosa jugada definitoria de Luis Suárez que rebotó en el zaguero paraguayo Gustavo Gómez para terminar dentro del arco. El 2-0 estaba divino, estaba gozado, y tal vez hasta exageradamente dominado, pero, como siempre –no podemos de otra manera–, cuando faltaban dos minutos para el final del tiempo estipulado llegó el descuento de Paraguay por medio de Óscar Romero. Fueron cinco minutos de 2-1 soportando los ataques y el empuje de los valerosos paraguayos. Insoportable, es cierto, pero enormemente gozable y disfrutable tras el pitazo final.

Uruguay, Tabárez y su equipo ganaron con las herramientas que que se habían pensado, trabajado. En este partido, pero fundamentalmente con la respuesta segura del colectivo como equipo, capaz de crecer y resolver las situaciones más complejas.

Enorme, divino, y fruto de la causalidad.