Estas líneas son, en algún sentido, una suerte de diálogo con el artículo de Silvana Pissano publicado en este medio el 25 de julio, y también con el texto Sobre propiedad, capitalismo y Constitución, del profesor Arturo Yglesias, de marzo del año pasado. La idea es reabrir (o continuar) un debate de nunca acabar, que se repite en épocas y contextos con variantes que le dan singularidad y riqueza. Acumular en este debate rinde para generar agencia y sensibilización colectiva, y así, muy oblicua y modestamente, incidir en las prácticas.
Silvana explica de un modo claro la tensión entre derecho a la vivienda y propiedad privada, haciendo énfasis en las debilidades legislativas de tutela del derecho a la vivienda. Lo cierto es que nuestro sistema jurídico ha privilegiado históricamente el derecho a la propiedad, consagrado en el artículo 32 de la Constitución como un “derecho inviolable”, con una serie de herramientas técnicas entre las que cabe mencionar: 1) procesos de desalojo poco garantistas en el Decreto-Ley de 1974; 2) juicio de entrega de la cosa con plazos cortos y sin requisitos estrictos para acreditar la propiedad del bien que se pretende desalojar; 3) la figura penal de usurpación, que con la redacción dada por la Ley 18.116, de 2007, habilita a que se castigue con prisión de tres meses a tres años de penitenciaría a aquellos que ocupen “arbitrariamente” un inmueble, sin importar el plazo que lleven allí; 4) régimen de prescripción adquisitiva de 30 años, que data del siglo XIX, ya que la prescripción de cinco años de la Ley de Ordenamiento Territorial es para hipótesis muy reducidas y con una serie de requisitos que no cumplen, por lo general, los inmuebles ocupados. Estas herramientas, y otras más, poseen un sustrato de bibliografía jurídica especializada de años y años de desarrollo; todo para contribuir al “ejercicio legítimo” del derecho a la propiedad privada.
Pero ejercer un derecho implica vulnerar otro u otros con los que entra en contradicción. Que uno tenga propiedad significa que otros no tienen o no tendrán al menos esa vivienda, ya que lo que se protege con el ropaje jurídico es la posibilidad de disponer de un espacio, habilitado por la posesión de un papel que se llama “título”. No importa el fin que se le dé al espacio o propiedad, no importa que haya propietarios que tengan viviendas vacías para subir el precio de los alquileres: importa ese papel mágico –o performativo– que se llama “título”.
Con y por ese papel es que un propietario de un edificio ubicado en la calle San José y Andes desalojó, el miércoles 23 de agosto, a 18 familias con las características que ya sabemos: personas pobres, en su mayoría mujeres migrantes con trabajos precarios e hijos a cargo, de poca formación. El equipo del Centro de Promoción y Defensa de los Derechos Humanos (CDH) estaba brindando asistencia jurídica y acompañando a ese grupo de familias, en un intento de proceso de más largo aliento, orientado a articular con autoridades públicas alguna solución de vivienda. Pero el señor propietario del papel que se llama “título”, como se le ocurrió que necesitaba urgentemente ese inmueble vaya a saber para qué emprendimiento de unos cuantos cientos de miles de dólares, se apersonó el 16 de agosto a negociar con las familias, les ofreció una suma de 30.000 pesos para que se fueran antes de fin de mes; las familias, como tienen necesidades reales, como saben que van a quedar en la calle y que la ausencia de vivienda es la puerta de entrada a la multiplicidad de carencias imaginables, se vieron tentadas por esta oferta. Así, se rompió el proceso de construcción colectiva de seis meses de trabajo. Paralelamente, el mismo señor propietario, el 12 de setiembre, desalojó a otro grupo de familias de un edificio de las mismas características y a unas cuadras de distancia del anterior. En fin.
Sabemos que la síntesis de estos problemas particulares, y de la tensión estructural entre derecho a la vivienda y propiedad privada, está dada por la solución que apunta Silvana: “Es hora de avanzar en legislar sobre el derecho a permanecer. Y el Estado tiene la obligación de ir más rápido que los procesos de expulsión”. Pero la síntesis es posible cuando el problema está planteado y el conflicto procesado y debatido colectivamente. ¿Y qué si el problema no está lo suficientemente visibilizado, planteado y delineado? ¿Alguien supo de este desalojo de 18 familias que vivían en la calle San José desde hacía más de diez años y se fueron a pensiones truchas? ¿No será hora de que se intente utilizar los medios jurídicos disponibles para poner esto en perspectiva, es decir, valerse de la función paradójica del derecho y utilizarlo contra lo que pretende conservar: la propiedad privada? ¿O de buscar los mecanismos alternativos para agudizar el conflicto en vez de “descomprimirlo”, hacer sangrar la herida como síntoma? ¿Hacer sangrar la herida de modo tal que el Estado reaccione de una vez por todas contra esta máquina de producir exclusión que lo consume casi en silencio?
Roberto Soria, CDH