“Quizás la referencia más constante en relación a las sociedades de control sea la vigilancia. El control no necesita de la modalidad del encierro, como ocurre con la disciplina, para ejercer la vigilancia sobre los sujetos. Por eso la vigilancia en la era del control está más relacionada con tecnologías que con instituciones, al punto que las primeras rompen los tabiques de las segundas. En su vínculo con las tecnologías electrónicas, la vigilancia parece ser un fenómeno general que requiere ser problematizado [...]” (1)

En 1990, Gilles Deleuze publicaba su artículo “Posdata sobre las sociedades de control”. (2) Allí proponía que si, conforme a la teoría foucaultiana, las sociedades disciplinarias de los siglos XVIII y XIX se caracterizaban por haber recurrido al encierro como herramienta de dominación de las masas, en la actualidad estaban siendo reemplazadas por un nuevo modelo de orden social basado en el control. “Control”, dice el mismo Deleuze, “es el nombre que [William] Burroughs propone para designar al nuevo monstruo, y que Foucault reconocía como nuestro futuro próximo.” (3) Este futuro al que Deleuze, Burroughs y Foucault se referían llegó hace rato.

Asistimos a un proceso creciente de desarrollo de estrategias e infraestructura para el control ciudadano por parte de los Estados –en términos particulares, a escalas nacionales– y de las agencias –en términos globales–. Uruguay no ha sido ajeno a este fenómeno: en menos de diez años se han instalado miles de cámaras de videovigilancia –tanto estatales como privadas– que controlan el espacio público, bajo el enmascaramiento en una idea errónea pero eficazmente instalada: que las cámaras de vigilancia suponen un instrumento de “combate” a la “inseguridad pública”, o, dicho inversamente, en un elemento de “seguridad” ciudadana.

Así, por ejemplo, en la entrada oeste del departamento de Maldonado puede contemplarse un cartel de importantes dimensiones con fotos de cámaras y centros de monitoreo, que reza: “Bienvenidos al departamento más seguro del país. 1.200 cámaras instaladas, vigilancia las 24 horas”. En la esquina superior derecha del cartel, Enrique Antía y Tabaré Vázquez se dan la mano, sonrientes, porque en esto del control ciudadano parece no haber voces disonantes dentro del espectro político-partidario, ni de “izquierda” ni de derecha.

Eduardo Bonomi promociona como un logro de gestión cada nueva importación masiva de cámaras, cada nuevo eslabón en la expansión de la cadena de vigilancia que envuelve a nuestra sociedad. “Si no se tiene nada que ocultar, no hay nada que temer”, suelen esgrimir como su mejor argumento aquellos que defienden este tipo de políticas en seguridad pública –si es que siquiera podemos concebir la idea de que la inseguridad se combate atacando los efectos y no las causas que le dieron origen–, como si el Estado y sus instituciones fueran diáfanos y puros.

De cualquier forma, la pobreza conceptual de esa línea argumental queda demostrada por la contundente evidencia histórica, ya que han sido los mismos estados –aquellos que, en teoría, deben velar por la integridad y la seguridad ciudadana, aunque su naturaleza responda a otros principios menos teóricos– los que han gestado, desde sus propios mecanismos institucionales, los peores momentos de inseguridad ciudadana. Y los desaparecidos, presos o torturados por la última dictadura militar, cuya información personal había sido acopiada por el aparato represivo del Estado en los años previos de “democracia” –término cuyo sentido originario poco tiene que ver con el de uso (y abuso) actual– no creían tener nada que ocultar. Sin embargo, tuvieron por qué temer.

Es cierto que las cámaras también tienen aspectos positivos y que así pueden promocionarse, porque ayer quizá ayudaron al hombre que fue atendido, gracias a ellas, mientras sufría un infarto; o captaron la matrícula del auto que atropelló a alguien y se dio a la fuga. Lo que intentan problematizar estas líneas trasciende ese nivel de reflexión, en el que sabido es que cualquier herramienta encierra la posibilidad de devenir arma, y que la diferencia radica meramente en quién la empuña. Al margen de que hoy no concibamos la tecnificación de los aparatos de control y vigilancia como un peligro inminente –aunque su desarrollo en sí mismo lo sea–, debemos ser conscientes del espectro de inciertas posibilidades que se abre frente a este fenómeno, que requiere ser problematizado.

Martín Márquez Berterreche

(1). http://www.sociales.uba.ar/wp-content/uploads/21.-Qu%C3%A9-son-las-sociedades-de-control.pdf

(2). http://www.fundacion.uocra.org/documentos/recursos/articulos/Posdata-sobre-las-sociedades-de-control.pdf

(3). Ibidem.