La crisis de 2002 fue una de las más profundas de la historia uruguaya. No se instaló de un día para otro: fue la consecuencia de un modelo económico y social que se profundizó en la década del 90. Este modelo considera que el sector privado y el libre juego del mercado son suficientes para resolver los problemas económicos y sociales. Para esto es necesario que el Estado no interfiriera en el mercado, minimizando su accionar y, por lo tanto, desmontando sus diversos instrumentos de acción. Esta concepción sostiene que lo que hace el Estado es vicioso, mientras que lo que hace el sector privado es virtuoso.
La economía uruguaya sufrió en 2002 una crisis de confianza que golpeó al sistema bancario y determinó una aguda reducción de las reservas internacionales del Banco Central del Uruguay (BCU). La crisis de confianza fue estimulada por el “contagio” argentino y determinó una caída de los depósitos en moneda extranjera de poco más de 6.200 millones de dólares entre enero y setiembre (equivalente a casi la mitad de los depósitos existentes en el sistema bancario a fines de 2001). También habría operado el temor a que el BCU no pudiera asistir a los bancos que estaban en dificultades. A su vez, esto último habría sido el resultado de varios factores: las reservas internacionales del BCU cayeron verticalmente; el Estado enfrentó crecientes dificultades para acceder al crédito externo, y las finanzas públicas se debilitaron como consecuencia de la caída de la recaudación. En este contexto, el gobierno uruguayo modificó varias veces la política económica en el primer semestre.
En 2002 se redujo en forma pronunciada la actividad de todos los sectores productivos, excepto la del sector agropecuario, que creció 6,6. La actividad cayó más abruptamente en los sectores comercio, restaurantes y hoteles (24,7%), construcción (21,2%) e industria manufacturera (13,3%). Por su parte, la actividad del sector transporte y comunicaciones y de los servicios incluidos en el agregado “otros” también cayó en forma apreciable (9,3% y 9,8%, respectivamente). 1
El aumento de la desocupación abierta, de la informalidad y de la precariedad del trabajo son indicadores de la profunda crisis social que se gestó en la década de 1990.
Transcurría 2001 cuando se comenzó a profundizar la crisis en el sistema mutual de nuestro país y se desarrollaron variadas movilizaciones procurando encontrar alternativas a la situación de crisis que se vivía en el sector de la salud. En el área privada se comienza a visualizar el inminente cierre de instituciones que finalmente sobrevendría al año siguiente.
Ante la crítica situación se hicieron esfuerzos por encontrar salidas con mucha responsabilidad, asumiendo que los principales perjudicados de la crisis eran, en el sector de la salud, los usuarios y los trabajadores.
Es en este contexto que surge lo que se llamó “Plan B”, que era la aplicación sui generis de lo que preveía el artículo 12, literal b, de la Ley de las Instituciones de Asistencia Médica Colectiva (15.181, de 1981): “La intervención de dichas entidades por un plazo de seis meses prorrogable por una vez por igual período. La intervención será a los efectos de investigar las causas, determinar las responsabilidades resultantes, dando intervención a la justicia ordinaria si se comprobare la comisión de delitos y promover la renovación parcial o total de autoridades debiendo en todos los casos, asegurar el cumplimiento del fin específico de la institución”. Decimos sui generis pues, ante la agobiante situación, los directivos de las instituciones acordaron un proceso que, sin ser intervención, posibilitó conformar comisiones de seguimiento tripartitas –Poder Ejecutivo, trabajadores e instituciones– para adoptar medidas correctivas que evitaran el cierre. A pesar de esto, y luego de un período de intensos esfuerzos de las partes, se produjo, finalmente, el cierre de varias instituciones.
En ese período se instrumentó un procedimiento que, ante el cierre de instituciones, aseguraba a los usuarios que por un período de 30 días pudieran (manteniéndoseles la asistencia) optar por otros prestadores de salud. Para los trabajadores se instrumentó un plan de incorporación a dichos prestadores según la cantidad de usuarios que se incorporaran, y la conformación de una “bolsa de trabajo” de la que los prestadores irían incorporando, a medida que los necesitaran, trabajadores provenientes de las instituciones cerradas y registrados en dicha “bolsa”.
La Federación Uruguaya de la Salud no sólo defendió los puestos de trabajo, sino que además promovió en los ámbitos de negociación la necesidad de cambios estructurales en el sector, para evitar crisis como las que se vivieron en esos años. Muchos de esos planteos y propuestas forman parte del gran movimiento de cambio que entre 2003 y 2005 hizo posible el Sistema Nacional Integrado de Salud (SNIS).
Es en ese contexto que surge el llamado “corralito mutual”, que significó el “congelamiento” de la situación de los afiliados a las instituciones registrados mediante la ex DISSE (los trabajadores activos). Fue como una necesidad de emergencia ante el descalabro mencionado.
En esos años el Sindicato Médico del Uruguay (SMU) se resistió fuertemente a participar en la salida negociada con los trabajadores no médicos para resolver la situación laboral de sus afiliados.
En 2011, mediante un decreto del Poder Ejecutivo (03/2011), se estableció el período permanente de cambio de institución en el mes de febrero de cada año y se llamó a ese procedimiento “de movilidad regulada”; ese decreto había sido precedido por el 65/2009 y el 14/2010, que establecían lo mismo pero para cada uno de esos años.
Desde hace largo tiempo es motivo de análisis y consideración la posibilidad de eliminar la movilidad regulada y establecer la “libertad del usuario” de poder elegir en cualquier momento el prestador de salud y poder cambiarse de uno a otro.
Hoy varios de los prestadores de salud, dirigentes políticos y el SMU plantean objeciones de “principios” a la decisión del Poder Ejecutivo de ajustar la movilidad regulada con la instrumentación transitoria de una forma de regulación por medio de mecanismos que llamaré de “movilidad solicitada”.
Radio Uruguay decía el 14 de diciembre: “Desde la Cámara de Instituciones de Servicios de Salud se manifestaron sorprendidos frente a la decisión del Poder Ejecutivo sobre el ‘corralito mutual’. Fuentes consultadas por Informe nacional expresaron que estaban trabajando hace meses con el Ministerio de Salud Pública (MSP) en una reglamentación del sistema de afiliaciones que no permitiera que se realizaran las maniobras que sucedieron en el pasado hasta que llegó esta decisión del Poder Ejecutivo ‘de manera unilateral e inconsulta’. Si bien la medida es reciente y la cámara no ha asumido una postura sobre el tema, las fuentes consultadas expresaron que esta medida va a afectar a las instituciones que tenían previstas inversiones y equipos comerciales para captar nuevos usuarios. ‘Ahora sin el corralito no tiene mucho sentido esa estructura’, dijeron”.
Ante esto es necesario hacer algunas precisiones.
1.En octubre de 2010 participé, como representante de los trabajadores, en la Junta Nacional de Salud (Junasa), en el análisis, con algunos representantes de prestadores de salud (no todos estuvieron dispuestos a participar), en la elaboración de un documento, en el marco de un eventual acuerdo, vinculado a la no participación en la intermediación lucrativa. Ese documento quedó finalmente como una expresión de buena voluntad y nada más, ya que no se accedió a que fuera un compromiso formal ante la Junasa. Era evidente la falta de compromiso, aunque por cortesía e inteligencia de oportunidad política se debía, por lo menos, aceptar la firma del documento como expresión de buena voluntad. De compromiso, nada; estos ocho años lo han demostrado.
En ese momento observaba a quienes hacían la “venta” en las inmediaciones del Banco de Previsión Social (BPS); los seguí hasta los locales en los que hacían las fotocopias de las cédulas de identidad y a los sitios que usaban como “oficina” (era muy notoria una “combi” estacionada por la calle Arenal Grande con ese propósito). Hasta el hoy ministro de Trabajo y Seguridad Social, que integraba en ese momento el directorio del BPS, se enfrentó a “vendedores” en la misma zona, y siempre había dificultades con los juzgados penales por la “insuficiencia de pruebas” para desbaratar a las bandas que se dedicaban a esa actividad. Aunque algún representante nacional diga lo contrario, él lo sabe.
Es claro que quienes hacían el “trabajo de calle” eran, y aún son, gente que se gana un mango en esa changa: los peces gordos están en otro lado y se vinculan estrechamente con los prestadores de salud que se dedican a la intermediación lucrativa. Algunos la quedaron a comienzos de este año; otros, más vivos, zafaron, pero es el mercado, y no hay vuelta.
2.Dicen que “a confesión de parte, relevo de pruebas”. Veamos: “[...] tenían previstas inversiones y equipos comerciales para captar nuevos usuarios. ‘Ahora, sin el corralito, no tiene mucho sentido esa estructura’, dijeron”. Esas estructuras son reflejo de lo que aún queda y pesa del “mercado en la salud”. No en vano en 2013 lograron (con el respaldo y la anuencia de algún jurista vinculado a la salud y, sobre todo, al poder) hacer caer el decreto que reglamentaba la publicidad en salud: el decreto 272/2011.
Un triunfo a lo Pirro para el sistema y los usuarios, y un muy buen negocio para las agencias de publicidad, a costa de los aportes que hacen los ciudadanos y el Estado cuando pagan por su vinculación a los prestadores de salud.
No en vano, cuando se aplicó este decreto los prestadores dijeron (entre los pasillos, claro) que habían invertido mucho menos en publicidad y los resultados no habían variado. En 2016 y 2017 el costo en publicidad aumentó, para alcanzar a 18 millones de dólares en el último año.
3.Por último debemos considerar el proceso de reforma del sistema de salud como tal, como proceso, continuidad, cambio y cambios para mejorar. Sebastián Fleitas, en “La segunda reforma de la salud, el corralito y la eficiencia”, plantea, entre otros aspectos, algo vinculado a la movilidad regulada: “Una segunda dirección para mejorar la competencia es avanzar en la libertad de elección de los consumidores. Aun con la mejor regulación, el regulador no va a poder regular (ni observar) a la misma velocidad que los proveedores y los consumidores la calidad del sistema […] En la discusión pública muchas veces ha surgido el tema de qué hacer con el corralito mutual. La respuesta no es trivial, ya que entre otras cosas cambiar el corralito tiene impactos también sobre el comportamiento de las empresas”.
Habiendo analizado el comportamiento de los usuarios en los últimos cinco años ante el período de movilidad regulada, creo que debemos impulsar rápidamente un diseño de movilidad permanente y que el período de movilidad solicitada anunciado por el MSP sea lo más breve posible, diseñando un procedimiento que, sin coartar el derecho a cambiar, genere al mismo tiempo controles que corrijan algunas lógicas mercantiles que la visión dominante en los prestadores introduce permanentemente. Por otra parte, y como también señala Fleitas, se debe también “pensar en fortalecer las capacidades de regulación del sistema. Uno de los problemas típicos de la regulación es que mientras que los reguladores tienen que hacer muchas actividades y cuentan con poco presupuesto, las empresas tienen enormes incentivos en invertir en recursos para negociar con el regulador”.
Este es uno de los desafíos de primer orden si se quiere lograr que el esfuerzo de tantas generaciones no se frustre por el anquilosamiento y la inercia del aparato del Estado y por el conocimiento que tienen las empresas de estas debilidades, y su experiencia en hacer lo que recomendaban los virreyes del Río de la Plata ante las resoluciones del rey de España: “Se acata, pero no se cumple”. Hay decisiones que implican mucha voluntad política y movilización de los ciudadanos en defensa de una conquista, para que los derechos sean realidad, y no retórica.
- Facultad de Ciencias Económicas, Uruguay 2002- 2003. Informe de coyuntura, marzo de 2003.
Sobre el autor
Francisco Amorena, integrante de la Unidad de Salud del Frente Amplio