Uruguay ha introducido, en los últimos años, una serie de normativas que pretenden modificar el enfoque asistencial de las demandas de atención en salud mental. La última (Ley 19.529/17) significa un avance en la modificación del modelo de atención de la salud mental y dispone el cierre de las instituciones monovalentes para 2025. Este cierre es necesario por la obsolescencia del modelo asilar; esto es indiscutible por al menos gran parte de los actores involucrados en el área. Así ha sido expuesto exhaustivamente por autoridades de gobierno, agentes sociales, agentes académicos, incluso por organizaciones internacionales que observan la alta institucionalización que mantiene Uruguay.

¿Hacia dónde transita la transformación de la atención en salud mental en Uruguay? Información recientemente brindada por el Ministerio de Salud Pública (MSP) evidencia acciones anticipadas e inconexas. En la arena pública, los agentes reseñados enuncian consignas generalistas, con un grado de ambigüedad que poco aporta a la discusión de componentes concretos de ese modelo alternativo. Estas consignas remiten a “los derechos humanos”, “lo comunitario”, la “desinstitucionalización”; no obstante, el contenido que estos agentes incorporan a esas consignas es muy distinto y, por momentos, irreconciliable. La distancia entre un contenido y otro bajo la misma consigna está dada, entre otras cosas, por el lugar que se le otorga a la persona que transita por un quiebre en su salud mental.

Se nos presenta de esta manera uno de los desafíos que debemos enfrentar: cómo transformar el imaginario, el estigma de la “locura”, la “enfermedad mental”, la idea de peligro asociada a ella, para que no sigan su ritmo bajo estereotipos que totalizan a la persona colocando sobre ella un único elemento identitario.

Es necesario poder identificar a una persona portadora de derechos, con necesidad de ser atendida, sí, pero con un padecimiento que no la define como tal. Entendida la persona como productora de su vida, es posible ubicarla en el atravesamiento de las contradicciones sociales, políticas y económicas que persisten en nuestro país.

Nos referimos a condiciones de desigualdad en el mundo del trabajo, en el acceso a la educación, a la vivienda, a espacios sociales y culturales que expanden el campo de posibilidades de toda persona y que son socialmente valorados. Sin ningún lugar a dudas, la población que se asiste hoy en el hospital psiquiátrico, como aquella que se aloja en las colonias, está signada por estas desigualdades y ha generado un campo de posibilidades marcado por el periplo de internaciones reiteradas y con el deterioro del tejido social que podría funcionar de malla de contención. La fragilidad, tal vez transitoria, en la que podría colocar a una persona su paso por un sufrimiento mental que requiera atención se torna permanente y definitoria en la población del psiquiátrico y de las colonias. El afuera se les presenta incierto, les exige autonomía e independencia, y parecer “sanos”, porque el estereotipo de “enfermo mental” no habilita a un trabajo acorde para sustentarse de forma independiente, tampoco para acceder a una vivienda y, menos aun, un tejido social que lo contenga y acompañe.

La estadía prolongada en una cotidianidad monótona inhabilita el ejercicio de la independencia y configura a una persona ajena al afuera del que vino, que pierde habilidades y que se asume como inválida para asumir la responsabilidad de su vida. Nos encontramos, entonces, nosotros –que nos distinguimos de ellos– con esquinas de “gente rara” que “viene del Vilardebó”, “porque ahora les dan el alta”, porque “hay una nueva ley que no los encierra”. Necesitamos trasformar la mirada que nuestra cultura tiene al respecto; de lo contrario, no existen posibilidades reales de inserción sociocomunitaria y, por ende, estamos vulnerando los derechos de las personas que transitan por una situación de padecimiento mental que requiere atención.

Retomando las preguntas que titulan esta columna –¿cerrar?, ¿para ir a dónde?–, el núcleo de discusión radica en considerar esa trama de desigualdades estructurales que sitúa a la persona en un escenario incierto de posibilidades de superación de las huellas del encierro. Hasta ahora, la información brindada por los agentes a cargo de la elaboración de las medidas sustitutivas del modelo asilar no es clara en la definición de propuestas, proyectos, planes de trabajo, como tampoco lo es en términos de recursos institucionales y financieros.

La primera pregunta –¿cerrar?– no admite otra respuesta más que un sí. Ahora bien, la siguiente –¿para ir a dónde?– es la que nos sitúa todavía en un camino incierto, con un proceso de reglamentación fragmentado, sin que se haya dado a conocer el carácter programático que orienta la reglamentación. Esto hace que transitemos por un proceso que corre el riesgo de reformar la apariencia de lo que ya existe sin atender al desafío de fondo: la obsolescencia de la hegemonía del modelo asilar y hospitalocéntrico para atender las desigualdades estructurales.

Podemos generar nuevas formas de manicomios fuera de estos y, de este modo, simular integración y generar mayor frustración en las personas a las que se les plantea la necesidad de que se integren, busquen trabajo, vivan de manera autónoma. Pero, en definitiva, no se producen las condiciones para que esto ocurra.

Desinstitucionalizar significa que el Estado debe hacerse cargo, su presencia debe afirmarse y tomar un rol de sostén para emprender tal proceso, desplegándose en la gestión territorial de los recursos actuales y de los que sea necesario construir.

Celmira Bentura, María José Beltrán y Cecilia Silva son docentes del Área Salud Mental del Departamento de Trabajo Social de la Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de la República.