Álvaro Conrado salió de su casa el 20 de abril para apoyar a los estudiantes universitarios que exigían en las calles de Managua la renuncia del presidente nicaragüense, Daniel Ortega. Con 15 años, le faltaba todavía un tiempo para entrar a la universidad pero se solidarizaba con la causa. Las manifestaciones en la capital de Nicaragua se habían desatado dos días antes, en principio contra la reforma de la seguridad social. Las fuerzas de seguridad estatales respondieron con represión y el escenario, para los civiles, era de resistencia. Alvarito, como le decían sus familiares, se trasladó hasta allí para llevarles agua. Fue la forma que encontró para demostrar su respaldo y admiración. Pero no llegó. Un francotirador le disparó una bala que le atravesó el cuello. Luchó contra la muerte, mientras un grupo de jóvenes lo llevó a un centro de salud. Allí le negaron la asistencia médica y así, desangrado, falleció.

Alvarito fue uno de los primeros asesinados durante las protestas que se desataron el 18 de abril y quizás el más joven. Desde ese entonces, murieron entre 400 y 545 nicaragüenses –según el conteo de distintos organismos de derechos humanos–, en lo que ya es la crisis política y social más violenta del país en los últimos 40 años. Las organizaciones locales cuentan además 674 “presos políticos”, cerca de 1.000 desaparecidos, otros miles de heridos y muchos más exiliados.

La madre de Alvarito, Lizeth Dávila, es la vicepresidenta de la Asociación de Madres de Abril, que nuclea a familiares de los jóvenes asesinados en los últimos ocho meses. Dávila cuenta a la diaria que son muchas las madres que hoy están “unidas en el dolor”: las que tienen a sus hijos bajo tierra, pero también aquellas que no conocen su paradero o que tienen que visitarlos en prisión.

Con la mirada perdida y las manos cruzadas sobre una bandera de Nicaragua, Dávila dice que en el momento en el que Alvarito recibió la bala “se terminaron sus sueños como niño, como estudiante y como ser humano”. También empezó un calvario para su familia, que ha recibido amenazas y vive bajo una persecución constante.

“Tenemos dos hijos más. La niña, en una ocasión, le escapó a un motorizado que la iba siguiendo. Ella venía del colegio y tuvo que meterse en una casa que tenía la puerta abierta para refugiarse”, recuerda. “El niño está pequeño y no sale solo, sale conmigo, pero de igual manera a nosotros nos persiguen, nos llaman, nos escriben en Facebook. Es una manera de reprimirnos y de decirnos que nos callemos”, denuncia Dávila. Pero dice que no lo harán, porque no pueden ser ajenos y permanecer mudos “ante semejante situación, ante semejante pérdida”. E insiste: “Es perder a alguien que salió de mí”.

Por eso las madres están organizadas y lideran una lucha que, según afirma, es “por verdad, reparación integral, memoria y justicia, para que paguen los culpables y los crímenes no queden impunes”. En un manifiesto de ocho páginas, la asociación que lidera Dávila asegura que el país vive bajo una “dictadura” y denuncia la “estrategia represiva” del gobierno de Ortega, que incluye el accionar de las fuerzas policiales y parapoliciales –estas últimas, dice el texto, “creadas, promovidas, amparadas y financiadas por el Estado”– y la complicidad de la Fiscalía General de la República.

Uno de los reclamos principales que Madres de Abril hace al Estado es, justamente, la desmovilización de las fuerzas parapoliciales. La asociación también exige que se permita la instalación de una fiscalía especial independiente que habilite las investigaciones correspondientes para “establecer la verdad y asegurar la rendición de cuentas por las violaciones y abusos cometidos por el Estado de Nicaragua desde abril de 2018”. Y que, además, se garantice la participación de las víctimas en ese proceso.

En mayo, cuando se cumplió un mes del inicio de las protestas, el gobierno llamó a un diálogo nacional con los distintos sectores de la sociedad –estudiantes, empresarios, organizaciones civiles–, que tendría como mediadora a la iglesia católica. Sin embargo, Ortega no cedió a las condiciones impuestas por la contraparte para sentarse en la mesa (entre otras cosas, incluía la visita al país de una delegación de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos [CIDH]) y el encuentro nunca se llevó a cabo. Hubo varios intentos infructíferos desde ese entonces. En julio, la iglesia católica finalmente suspendió el diálogo de forma indefinida, después de que fuerzas paramilitares atacaran a obispos y saquearan capillas.

Para Dávila, si el diálogo no se reanuda es porque no hay “voluntad política” del gobierno. “Ortega no quiere llegar a ningún diálogo, ni siquiera acepta los crímenes. Él no cede a nada, quiere reprimir todo, se siente dueño de todo en Nicaragua”, asegura.

El gobierno del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) reconoce que la crisis ha dejado 199 muertos y 273 presos, que clasifica como “golpistas”, “terroristas” y “delincuentes comunes”. Ortega y su esposa, la vicepresidenta Rosario Murillo, niegan las acusaciones y aseguran que se trata de un intento de “golpe de Estado”.

Sin lugar para la acción

Antes de elaborar el manifiesto, las Madres de Abril lideraron múltiples movilizaciones callejeras para visibilizar sus reclamos y recordar a cada uno de los asesinados. Pero la situación actual es más complicada. “Como asociación hemos salido a las calles, pero la misma represión por parte del gobierno ya hoy en día no nos lo permite. Nosotros salimos y la Policía te agarra en la manifestación y te saca a balazos, te apresa o te desaparece, una de las tres”, cuenta Dávila. “Tenemos a la mayoría de los jóvenes exiliados, y los pocos que están dentro del país están en casas de refugio porque los persiguen. Toda persona que colaboró en las protestas o ejerció su derecho a manifestarse en las calles de manera pacífica está en una lista, y si apareces en esta lista y te encuentran en la calle te vas a prisión o te desaparecen y nadie más sabe de ti. Así de simple”, asegura.

Los movimientos sociales tienen cada vez menos margen para la acción en las calles, pero también en los otros espacios de militancia: en las últimas dos semanas el Parlamento de Nicaragua, de mayoría oficialista, ha ilegalizado a una decena de organizaciones civiles. El miércoles pasado canceló a una de las más emblemáticas, el Centro Nicaragüense de Derechos Humanos, por “alterar el orden público y realizar acciones para desestabilizar el país”. Ese mismo día, el Poder Legislativo también le quitó la personalidad jurídica a la organización de derechos civiles Hagamos Democracia, al Centro de Información y Servicios de Asesoría en Salud y al Instituto de Estudios Estratégicos y Políticas Públicas. Tan sólo 24 horas después, hizo lo mismo con el Centro de Investigación de la Comunicación, la ambientalista Fundación del Río, el Instituto de Liderazgo de las Segovias –que defiende los derechos de las mujeres– y el Instituto para el Desarrollo de la Democracia.

Más adelante, el Parlamento anunció la ilegalización de la Fundación Popol Na, dedicada a la defensa de la democracia y la participación ciudadana en la vida municipal, por “facilitar fondos para la comisión de actos terroristas” contra el gobierno y “el adiestramiento de grupos de personas que posteriormente participaron en las acciones desestabilizadoras del país”. La organización es presidida por Mónica Baltodano, una ex guerrillera sandinista que luchó contra la dictadura de Anastasio Somoza e integró el FSLN hasta fines de los 90.

La oposición política ha manifestado su preocupación y ha interpretado estas medidas como un “golpe a la institucionalidad, al respeto, al debido proceso y a la legalidad”. Pero tampoco tiene margen para actuar en el Parlamento, y fuera de él no tiene mucha fuerza, según Dávila.

La semana pasada, el partido opositor Ciudadanos por la Libertad aprobó una resolución en la que exige al gobierno de Ortega “la libertad de todos los presos políticos que alzaron la bandera azul y blanca para exigir justicia y libertad en Nicaragua”. Al mismo tiempo, la formación consideró urgente la “necesidad de instaurar un diálogo nacional para buscar una salida a la grave crisis política”, según dijo su presidenta, Kitty Monterrey. La dirigente advirtió que si el presidente vuelve a rechazar el diálogo Nicaragua podría regresar a la década de 1980, “donde la economía colapsó y muchos nicaragüenses se vieron obligados a abandonar el país”, en medio de una guerra civil.

Las Madres de Abril siguen golpeando “todas las puertas”, asegura Dávila. Ante la intransigencia del gobierno, la represión y la censura a la sociedad civil y los límites que tiene la oposición, apuestan a las instancias internacionales, como la CIDH y el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, que en varios informes han condenado la violencia y la represión estatal en Nicaragua. Los dos organismos también han responsabilizado al gobierno de Ortega de “más de 300 muertos” y de ejecuciones extrajudiciales, torturas, obstrucción a la atención médica, detenciones arbitrarias, secuestros y violencia sexual, entre otras violaciones a los derechos humanos.

Un premio para el pueblo

Lizeth Dávila viajó a Montevideo para recibir el Premio Internacional Mario Benedetti a la Lucha por los Derechos Humanos y la Solidaridad en nombre del poeta nicaragüense Ernesto Cardenal. El escritor, de 93 años, explicó en un video enviado a la Fundación Mario Benedetti que no podía trasladarse a Uruguay para recibir el galardón en persona ya que su avanzada edad se lo impedía, pero que en su lugar enviaba a Dávila, a quien describió como una “señora de la revolución” que a su entender se vive hoy en Nicaragua.

“Ahora hay una revolución muy original, desarmada, pacífica y cívica, y algo sumamente nuevo para nosotros y para el mundo”, dijo el poeta, antes de asegurar que además es “una revolución merecedora del premio”. También dedicó el galardón al hijo de Dávila, Álvaro Conrado, quien fue “asesinado por el régimen criminal y asesino” por “haber estado llevando agua a los que estaban en rebelión pacífica en las calles de Managua”, dijo el artista.

Cardenal fue reconocido por “su larga trayectoria al servicio de los más vulnerables y su profundo compromiso con los derechos humanos, que se extiende hasta el presente”, manifestó la Fundación Mario Benedetti en la ceremonia de entrega del premio, celebrada en la noche del martes.