Mario Bergara, presidente del Banco Central del Uruguay, suele decir que la política económica de un país es como jugar a los platos chinos: gana aquel que los mantenga girando sin que ninguno se caiga. Desde el lugar de los hacedores de las políticas no se puede descuidar ni la estabilidad de precios, ni la competitividad, ni el déficit fiscal, porque están íntimamente relacionados y las cadenas de transmisión hacen que un desequilibro en algún aspecto afecte a los demás. El inicio del año en Argentina trae consigo varios llamados de atención sobre algún platito cuyo vaivén amenaza con contagiar a los otros.

Al asumir la presidencia, a finales de 2015, Mauricio Macri eliminó los controles de cambios que existieron a lo largo de los gobiernos kirchneristas, a sabiendas de que la fluctuación del dólar iba a ser al alza, lo que mejoraría la competitividad de corto plazo de la economía. Esto haría crecer las exportaciones y, por esa vía, se lograría cierto crecimiento de la economía. Fue visible algún grado de recuperación de los niveles de actividad, pero demoró más de la cuenta porque recién se verificó en el segundo semestre de 2016 y se concentró en dos sectores: el agro y la construcción. La contracara del alza en el valor del dólar fue que disparó aun más la inflación, que cerró en 40% a fines de 2016, el segundo guarismo más alto en América Latina después de Venezuela.

A partir de allí, la secuencia crecimiento-inflación ha sido prácticamente la misma: el gobierno anuncia metas para la inflación que no se cumplen y la actividad de la economía mejora pero no lo suficiente para que se note en el empleo y los salarios de los argentinos.

En 2017, la economía logró retornar al crecimiento, sobre todo en la segunda mitad del año, pero la inflación volvió a ser mucho mayor que la prometida por las autoridades. El gobierno había anunciado que el alza de precios anual se situaría entre 12% y 17%, pero finalmente fue de 25%. Este año arrancó nuevamente con malas noticias en esta área, ya que el dato de los precios de enero (una buena: Argentina recuperó la credibilidad en la información del INDEC, el Instituto Nacional de Estadística y Censos) indicaba un alza de 1,8%, lo que dejó la inflación interanual en 25%, una cifra que muestra que la desinflación –la reducción del ritmo de crecimiento de los precios– es muy lenta. A inicios de 2017, el gobierno fijó una meta para el alza de precios en 2018 de 10% anual, pero con el correr de los meses la “flexibilizó” en cinco puntos y estimó que en realidad los precios crecerán 15% este año. Pero el dato de enero justifica las dudas de los analistas sobre la capacidad del gobierno de alcanzar esta meta reformulada.

La persistencia de la inflación, por un lado, deteriora la competitividad externa de la producción argentina –es decir que pierde por las alzas de precios lo que ganó por la “devaluación”– y, por otro, reduce el poder de compra de los salarios y las pasividades. Es en este aspecto que el problema económico se constituye en un problema político, porque endurece las condiciones de base para la negociación salarial con los sindicatos. El jueves, el mayor sindicato de trabajadores del Estado hizo un paro nacional, marchó en Buenos Aires para protestar por los despidos en la administración pública y manifestó su oposición a lo que considera que son medidas de ajuste del gobierno. Además del cese de actividades de las oficinas públicas, hubo cortes, caravanas, ollas populares y una concentración en el centro de Buenos Aires que finalizó en un acto en Plaza de Mayo, frente a la sede del Poder Ejecutivo.

El lunes y el martes de esta semana, la actividad bancaria en Argentina se vio afectada por un paro de 48 horas de los empleados del sector que protestan porque entienden que la propuesta de incremento salarial recibida (9%) no compensa la inflación. Para hoy está prevista una marcha del sindicato de camioneros, el gremio liderado por Hugo Moyano, en contra de las políticas del gobierno.

Si bien el gobierno logró cerrar 2017 con un crecimiento del PIB de 3%, el déficit fiscal sigue en un nivel alto. Cerró 2017 con un déficit primario de 4,2% del PIB y la deuda –única alternativa para financiarlo– presenta una tendencia creciente. En este sentido, todo lo que suceda con las tasas de interés internacionales puede ser determinante porque la carga de intereses puede agravar el déficit, que de por sí es elevado.

A fines de 2017, el gobierno anunció que aumentaría el nivel de endeudamiento argumentando que era “perfectamente sostenible”. Sin embargo, tras los reportes sobre empleo e inflación en Estados Unidos, son pocos los que dudan que el camino que elegirá la autoridad monetaria estadounidense será la suba de las tasas de interés de referencia. Los precios al consumo de Estados Unidos crecieron 0,5% en enero,por encima de las previsiones del 0,3% que hacían los analistas, y, por ende, la inflación interanual quedó en 2,1%, un dato que confirma las presiones inflacionarias en Estados Unidos y que aumenta las probabilidades de nuevas alzas de las tasas de interés por parte de la Reserva Federal (Fed).

Ahora los mercados internacionales dan por descontado que la Fed va a subir tres veces la tasa de referencia de corto plazo este año, y esa suba tendrá impacto en la mayoría de los mercados de alto riesgo y que no poseen grado de inversión, como es el caso del argentino. El dato de inflación en Estados Unidos (que permite avizorar alzas en las tasas de interés) castigó a los bonos argentinos, que en lo que va del año perdieron 20% de su valor.

La toma de deuda permite comprar tiempo (y evitar recortes drásticos o, como ya hizo el gobierno de Macri, aumentar tarifas), pero la opción deja de ser conveniente si financiarse cuesta cada vez más caro y pone en peligro la sostenibilidad de la deuda. A mediados de enero, el Informe del Servicio de Inversores de la agencia calificadora Moody’s, que analiza la evolución de la deuda pública de los países de América Latina a partir de dos indicadores –el coeficiente deuda pública/PIB y el peso de los intereses por el servicio de deuda en relación con los ingresos fiscales– mostró un “termómetro” en rojo solamente para dos países: Ecuador y Argentina. Si bien la calificadora de riesgo viene de subirle a Argentina la nota por el desempeño en la economía, entiende que es necesaria una reducción creíble y consistente del déficit fiscal y de la inflación.

A pesar de cierta recuperación de las exportaciones, el frente externo continúa preocupando. Por ahora, el boom exportador no es claro, y mucho menos la lluvia de inversiones extranjeras que prometió Macri en la campaña electoral. Tras la liquidación del stock de la soja retenida por las políticas del gobierno de Cristina Fernández, las ventas al exterior mostraron un estancamiento en 2017. El año pasado, Argentina tuvo el peor desempeño exportador de la región, con ventas externas de bienes por 57.879 millones de dólares. Las exportaciones de Brasil, Chile, Colombia, Perú, Ecuador y Bolivia crecieron a tasas de dos dígitos, las de México alcanzaron un récord histórico, las de Uruguay y Paraguay crecieron a una tasa superior a 9%, pero las ventas externas de Argentina sólo crecieron 0,9%.

Sin embargo, la apertura comercial practicada desde el inicio del gobierno generó un fuerte dinamismo de las importaciones, en particular de vehículos terminados, lo que determinó que se cerrara 2017 con un déficit comercial récord, que empujó el déficit de cuenta corriente a 4,5% del PIB. Este déficit externo está financiado casi en su totalidad por la entrada de capitales que provienen de la contratación de deuda externa pública y del ingreso de nuevos capitales financieros, y ambas fuentes pueden, en el mediano plazo, limitarse seriamente por las subas de las tasas de interés en el norte.