En 1980 aún no era moda festejar los 15 por todo lo alto. Los padres no se endeudaban durante años por un vestido merengado y una noche con cien invitados hambrientos. El chalet de tejas que mi padre había construido en Nuevo París, a orillas de un pantano de juncos en la parte del fondo y de un cantegril cruzando la calle, tampoco era el lugar indicado para colocar un cortejo de chicas y chicos que esperaran mi descenso de un remise. En todo caso, ese cortejo debería ocupar los diez metros que iban desde el portón hasta el porche y yo no tenía amistades para tantos metros. Si hubiera habido fiesta, era probable que sólo estuvieran las tías de siempre; un hermano de mi padre que había pasado una noche en la comisaría por problemas domésticos; los vecinos de al lado: Raquelita (que se casó enseguida, y contaba entre sus virtudes la de tener alineada la dentadura y no tener caries jamás) y Gaby, que en fija por haber reingresado a Testigos de Jehová no iba a venir; María, que tenía convulsiones epilépticas y capaz que hasta me interrumpía el “Quince primaveras tienes que cumplir” del trío San Javier; y la Yeny.

Si hubiera habido fiesta, además, me habrían comprado medias can-can blancas bien gruesas (en febrero) porque la idea de depilarme de verdad era inadmisible (“cada cual es como es” o “en cuanto te depiles te crecen más”), o a escondidas y si yo me emperraba mamá le hubiera sustraído una Wilkinson a mi padre y me hubiera dicho “arreglate con eso”, y como ya entonces yo tenía un incipiente temblor esencial en fija me habría cortado pantorrillas y muslos. Como sea, no hubo.

Fue un febrero lluvioso, de borrascas, de truenos. Mamá hizo pizzas y sándwiches con pan de molde, hubo Coca-Cola y cerveza para todos, una prima trajo una torta rellena. Mi padre me regaló un Tissot suizo, de verdad. Pensé que le habría costado semanas de carpintería y me dio miedo perderlo, pero peor era que no tenía buenas notas, ni novio ni una amiga como la gente, y esa confluencia de tener con qué marcar el tiempo y estar detenida era triste. Me lo coloqué en la muñeca izquierda, lo podía mover como una pulsera de tan flaca que estaba. Aplaudieron. Es lo que se espera frente a un regalo caro. Debió oírse el aplauso y el feliz cumpleaños desde el cante de enfrente porque la puerta de entrada ese día estaba abierta. Recién la cerraron cuando la Yeny dijo que el Óscar había salido. No era que le tuviéramos miedo. Se metió con una gurisa, decían por ahí, sin que yo y ni siquiera Yeny (que parecía muy avispada pero era como yo) supiéramos bien qué era eso de meterse con una gurisa. En el momento del brindis mamá dijo que era un cumpleaños sencillo porque yo había elegido un viaje, y todos le preguntaron adónde. Recé por que dijera Europa. Dijo Galicia.

La Yeny alucinó. Tenía pulsera de hilos rojos contra la envidia, y a veces se ponía el anillo de casada de su madre separada. Los tuyos tendrían que separarse también, decía. Una opción que todavía no me parecía posible. Si se llevan para el culo. Vos qué sabrás, le decía yo. Pero en la noche, del dormitorio de mis padres no venía más sonido que el de un ronquido obtuso o una tos seca.

Diez días después, el dieciséis de febrero, estábamos en el porche, viendo pasar los COETC —ella saludaba a algunos choferes—, cuando el Óscar se acercó al portón, mansito, a pedir hielo. Era común que le diéramos hielo a los del cante. Me miré en el espejo del living y me vi horrible y las tripas me sonaron. Saqué la cubitera de la Ferrosmalt y volqué los cuadraditos sin hacer ruido —los sábados mi padre dormía siesta— en una bolsa medio sucia. Se la di y murmuró algo, que no fue gracias. Volví corriendo y nos reímos con Yeny. Cuando ella venía yo me ponía el reloj. Mirá que el Óscar te lo va a robar, me dijo. Al rato la llamaron para merendar y cruzó. Me dejaban ser su amiga porque era de esas adolescentes compradoras con los adultos, educadas y tímidas pero que ya saben cómo sonreír. Sin embargo, no me dejaban ir a su casa. Venía impreso en la huella dactilar: mi padre levantaba el índice señalando el cante y ahí decía “las CASAS de verdad no son de chapa”. Seguro si hubiera ido le habría contado que el Óscar había venido a pedir hielo cada día de esa semana con el pretexto de que su hijo menor tenía fiebre. Creo que es sarampión, dijo, y me extrañó que no lo supiera de verdad. Yo había tenido sarampión y estaba claro cuando era eso. Para no dejarlo mal a él —no por otra razón— le pregunté si su esposa no lo sabía. X, me olvidé el nombre, no es mi esposa, dijo, y después dijo que no, no lo sabía. Eso había sido el martes. Tenía ojos celestes chicos y profundos detrás de algo así como cuarenta años.

La Yeny cruzó la calle corriendo segundos antes que el COETC (una gracia que solían hacer los de enfrente) y se perdió veloz en las galerías del cante.

Entré en mi casa y fui al baño. Era un baño inmenso de piso negro con vetas, puerta de cármica con arabescos verdes y ocres, y las paredes revestidas de azulejos azul marino que llegaban casi al techo, por donde una claraboya chica dejaba pasar luz y ventilaba. Bañera, pileta, váter y bidé eran blancos y todavía no tenían esa pátina ferrugienta propia del abandono o el tiempo. Era un baño opresivo en su enormidad contrastante. Me veía del cuello para arriba en el espejo en tríptico del botiquín, y de cuerpo entero en los azulejos; me encantaba encerrarme ahí, único lugar de la casa donde podía apretar el botón del pomo de la puerta que cerraba por dentro. Luego supe lo que creían cuando me encerraba largo rato, pero en ese entonces no lo sospechaba porque ni se me había ocurrido. Simplemente me gustaba estar ahí segura de que nadie iba a entrar de repente, y poder revisar a mi antojo el botiquín o el armario de las toallas, o cagar o mear tranquila o imaginar conversaciones, o leer alguna novela policial de las que leía a escondidas, donde siempre había una rubia violada.

Ese sábado entré con urgencia y no llevé lectura pero igual podía pasar mucho rato ahí, mirando los dibujos del piso, las líneas que formaba el agua, la rejilla bronceada del desagüe, el doble cortinado de la bañera, bichitos de la humedad hechos bolita en un rincón o la bacinilla de mi padre, que no iba hasta el baño por la noche para no enfriarse.

La casa de Óscar destacaba en el cante porque siempre tenía —en el espacio que hubiera sido jardín— dos o tres autos chocados o pedazos de autos desguazados. Era mecánico. La Yeny decía que no, repitiendo epítetos de la jerga policial y periodística, algo que me sonaba a traición de clase. Total, vos sos o no sos del cante, le decía yo. La avergonzaba ser de ahí, por eso se pasaba cruzando y los choferes de COETC creían que éramos las hermanitas del chalet de tejas. En la casa de Óscar vivía esa mujer que no era su esposa, un hijo anterior de ella, el hijo con sarampión, un hermano menor de Óscar, mongólico, y la madre de ambos. También tenían dos perros feroces y en el invierno los dejaban entrar. Antes del asunto de la gurisa —que nadie sabía o nadie dijo bien cómo fue— la reputación de Óscar era la del típico pobre pero honrado. Fue después de eso que todo se dio vuelta y gente como mi padre lo entró a mirar torcido.

Ese martes le miré especialmente los dedos para ver si tenía las uñas sucias, pero sólo noté sus manos ásperas, inmensas. Tenía un tatuaje negro en el antebrazo que se tensó cuando lo estiró para tomar la bolsa con hielo. Ese día no vi qué era.

El bidé de casa tenía agujeritos todo a lo largo del círculo oval para que saliera el agua y un agujero mayor en el centro, en la parte opuesta a los grifos. Siempre lo regulaba en ese modo porque detestaba el chorro central que salía disparado hacia arriba.

Estaba ahí sentada, lavándome y pensando. Comúnmente cuando me sentaba en el bidé pensaba en que me habían enseñado a ponerme de frente a la grifería y yo en cambio lo hacía de espaldas, para no mirar la pared y por miedo a caerme hacia atrás. Siempre creí que era el artefacto el que estaba al revés. “Feliz cumpleaños atrasado” había dicho el Óscar cuando le entregué el hielo hacía minutos. Todo podía venir con retraso pero iba a llegar. Me hizo el efecto de haber bailado el vals.

Entonces sentí algo rozándome el muslo en la entrepierna, como si el jabón de glicerina se hubiera deslizado por ella, pero el jabón estaba en mi mano. A veces eran las ondas del agua cuando la grifería seguía abierta. No me había dado tiempo de ver la dentadura de Óscar, si estaba buena o completa; yo tenía un tema con las dentaduras. Lo había visto fumando y parecía atractivo envuelto en humo. El agua se enfría rápidamente en un bidé. Me fui a levantar y creí verla. Vi la sombra y el movimiento encorvado del agua. Fue la imagen del Óscar de vaqueros rotos y fumando para mí en un horizonte cercano lo que me impidió desmayarme. Grité “mamá” con todas mis fuerzas. Del cuarto de costura al baño eran dos pasos. Mamá pensó que me había resbalado en la bañera. Siempre me decían que si me iba a bañar no cerrara por dentro. Pero si uno no cerraba cuando estaba desnudo qué sentido tenía.

Hay una víbora en el bidé, le dije. A mamá la impresionaban las víboras. Venían del pantano y las veíamos a veces entre los maizales de la quinta, o en el gallinero, o encaramadas a la parra. Pero nunca adentro de casa. Lo imaginaste, me dijo. Podía ser. Dudé un instante y en casa dudar era un problema, era borrar con el codo lo escrito con la mano. Dejate de hacerme perder el tiempo, y se dio vuelta para irse. Le tironeé del vestido, un batón gastado, de entrecasa, y le juré que la había visto. ¡No jures en vano! Con el tiempo sabría que mi madre no era tan religiosa como parecía. Comencé a llorar a gritos y mi padre se levantó y vino a ver qué pasaba. Entró de mal talante y a medio vestir y me ordenó callarme. Mi padre solía pensar que las cosas no ocurrían sino que se las hacían a él. Dice que vio una víbora en el bidé, dijo mi madre. Él preguntó si dejamos las puertas abiertas. No. Preguntó si me picó. Le iba a aclarar que no pican pero mamá me miró y contestó antes. No. ¿La viste nadando?, me preguntó con sorna. La vio meterse en el agujerito, dijo mamá. Entonces él se rio como el padre de Yeny. Se agachó sobre el bidé, lo inspeccionó por todos lados, miró a mi madre como si la hubiera dejado atrás hacía tiempo y sólo comprobara que seguía ahí y me estampó en la cara toda su mano derecha. Si me volvés a interrumpir la siesta te mato, fue su última reflexión.

Me hice pichí encima, hacía más de un año que no me pasaba.

Mamá mojó el trapo rejilla y lo pasó con la escoba por todo el piso, moviendo de lugar la bacinilla que vaciaba cada mañana. Arrastró pelos, bichos bolita y restos de una piel extraña. Me miró como volviendo de un largo viaje que la hubiera rejuvenecido y fuimos hasta la cocina. Pusimos al fuego las dos ollas grandes llenas de agua. Tapamos el bidé, abrimos el agua caliente y volcamos también el agua hirviendo y esperamos.

Medía unos treinta centímetros. Mamá la izó muerta atravesándola con un tenedor de parrilla y en ese momento la luz de la claraboya la iluminó, temblorosa y aguada, y fue la cosa más irisada y bella que había visto en mi vida.

No se habló más del asunto. Óscar no volvió a pedir hielo, pero aún lo vería muchas veces.