Los que podemos producir relatos tenemos la capacidad de construir héroes y villanos. Podemos contar lo que queremos que sepas. Podemos omitir las partes que queramos. Podemos humanizar y podemos demonizar a nuestro antojo.

Cómo te cuentan la historia condiciona de qué lado te vas a poner. Por eso en la serie española La casa de papel estamos todos del lado de los atracadores. Porque ahí te llevaron para el lado que querían. Y vos también querés que logren salir de la casa de la moneda sin que lastimen a nadie.

Eso pasa en ficción. En la vida real las personas no tienen nombres de ciudades, ni tienen las herramientas ni la inversión para generar planes maestros para dársela a los que acumulan capital sin lastimar a nadie en el intento. En la vida real no te vas a poner nunca del lado de los que explotan cajeros. Por más que los daños que generan sean económicos y logísticos.

También te vas a enojar con el pibe que se afana un celular. Y si al pibe lo agarran y lo linchan también te vas a enojar con él, por más que lo caguen a palos, por más que termine en un homicidio. Porque un hurto “de los malos” te parece más grave que un homicidio “de los buenos”. Porque es verdad que la propiedad vale más que la vida, hasta el Código Penal te lo dice. Y también es verdad que la vida de algunos no vale nada.

¿Te acordás del Kiki? No hace dos meses que era el hombre más nombrado, y el más buscando. Nos hizo el favor de matarse, y las fiscalías mediáticas pudieron descansar en paz. Al Kiki no lo conociste cuando el delito fue un femicidio. Lo conociste después, cuando los medios te lo mostraron y cuando nadie quedó sin hablar de él. Y cuando se mató no te dolió; hasta parece políticamente correcto no negarlo.

La semana pasada muchos uruguayos se tomaron vacaciones. Pero la violencia de género no, porque la violencia de género no descansa. Un doble homicidio en Quebracho nos volvió a explotar en la cara. Esta vez le tocó a Nelly Goyeneche, de 41 años, auxiliar de un jardín de infantes de esa ciudad de Paysandú. Nelly tuvo la desdicha de que un tipo pensara que Valeria (su hija) le pertenecía y que si “no era para él” no era para nadie. Un policía respondió al llamado de emergencia y terminó igual que Nelly: muerto. Pero Martín Bentancur siguió adelante y continuó llevándose puesto todo. Incendió el hogar y el espacio de trabajo de la actual pareja de Valeria. También la moto del policía al que había matado momentos antes.

Fugitivo, con captura internacional, se refugió en una escuela. Escribió en esos pizarrones en los que escriben los niños descargas brutalmente psicopáticas. Le escribió a “su China” que se lo había advertido. Entre otro montón de cosas, le quiso hacer creer que ella era la responsable de todo. Los operativos policiales se sucedieron hasta que Martín decidió dar por terminada esta historia.

Hay un pueblo sorprendido porque Martín era un buen tipo. No tengan dudas de que Martín era un tipo absolutamente funcional en sociedad, como son todos los varones que ejercen violencia de género. Probablemente también haya sido un seductor, otro patrón que comparten los tipos violentos.

Pero la noticia es que hay un pueblo que lo llora. Un velorio concurrido y varios comercios cerrados por duelo. Hay un pueblo que le echa la culpa a Valeria por haber terminado la relación. Hay un pueblo que no reconoce que Valeria perdió a su madre y que le tiene que explicar a su hija que su papá metió la pata hasta el fondo y les arruinó la vida.

Y ahí es donde volvemos a entrar nosotros, los que producimos relatos, que hoy en día somos casi todos, porque los canales para hacerlo caben en un celular. Empiezan las construcciones de Martín ángel/Martín demonio y de Valeria víctima/puta. Todos tenemos posición. Nadie piensa que Nadine –la hija de ambos– puede leer todo esto, hoy y siempre, porque el archivo de internet va a ser como la memoria de esa niña: no se va a formatear nunca.

Y hay quienes, además de culpar a Valeria, también la sacan del estadio y responsabilizan al feminismo. “Antes estas cosas no pasaban”. Antes pasaban, igual que ahora, pero antes las mujeres callaban. Hasta hace un tiempo era impensable que una mujer pudiera separarse y rehacer su vida. Sigue siendo difícil que lo pueda hacer sin cuestionamientos, sin que le digan que es una puta. Si en tu micromundo te parece que esto no pasa probá salir del táper. Salí de la facultad, salí de la oficina, movete del Centro.

Como es sabido, la mitad de los varones que matan a sus parejas o ex parejas se suicidan y la otra mitad son procesados por femicidio. Más allá de la rabia que puedan generar estos casos y más allá de esa idea compulsiva de “merecido castigo”, a nadie se le puede ocurrir que en el módulo 14 del ex Comcar puede existir algún tipo de proceso que haga que aquellas personas que cometen delitos de género trabajen en la responsabilidad que implica y cambien sus conductas violentas. Ni siquiera se pueden generar las garantías de que esas personas, estando privadas de libertad, no sigan acosando a las que creen sus mujeres.

La violencia de género merece un abordaje urgente. La ley integral de violencia basada en género es muy completa, pero si no tiene presupuesto, no sirve para nada. Como ya hemos visto, tampoco alcanza con las medidas judiciales ni con la protección de la Policía. El Estado tiene una enorme cuota de responsabilidad en todo esto.

Ahora, acá los responsables somos todos. Porque no va a alcanzar con el sistema de respuestas más eficiente de la Tierra si no cambiamos la cultura que mata a una mujer por semana, la que hace que haya una denuncia de violencia doméstica cada 15 minutos.

Los que además de construir relato tenemos la posibilidad de hacerlo en los medios, tenemos un compromiso y una responsabilidad de no construir subjetividades que terminen lastimando aun más a las personas y favoreciendo la impunidad y la cultura machista.

No podemos nunca caer en la trampa de justificar la violencia. Porque no fue “culpa de ella”, porque todos alguna vez dejamos a alguien y nadie en su sano juicio espera que la respuesta a eso sea la muerte.

“Te amo, China mía, te amo”, dice Martín en su despedida.

No es amor. No era tuya.