“Tres palabras rectificadoras del legislador y bibliotecas enteras se convierten en basura’’ J. Von Kirchmann

Entre abogados es sentido común que cualquier problema jurídico puede ser entendido de, al menos, dos maneras o desde “dos bibliotecas’’. El derecho es una práctica institucional de carácter lingüístico; gran parte del trabajo de operadores y juristas teóricos consiste en manipular textos para obtener fines diversos.

Los abogados prácticos manipulan los materiales jurídicos en un sentido estratégico para arrimar agua al molino de sus clientes. No es de extrañar que abogados de firmas corporativas o representantes de causas mediáticas de delitos de cuello blanco entiendan que las disposiciones sobre lavado de activos anteriores a la sanción de la Ley 19.574 (aprobada el 20 de diciembre), llamada ley integral contra el lavado de activos, hayan caído mágicamente por la aparición de la palabra “derógase’’ en el nuevo texto legislativo; y así, las causas en curso por el régimen anterior deberían ser clausuradas, abriéndosele (a esos abogados) la posibilidad de presentar escritos para liberar a sus suculentos clientes.

Tampoco es de extrañar que presenten su lectura del problema en cuestión como la única posible y necesaria en 140 caracteres; con devaneos del tipo “[...] la derogación no genera efectos a las personas procesadas y condenadas por los delitos derogados. Técnicamente no hay dos interpretaciones’’ (Fernando Posada); o este otro, más poético, a pesar de su tono severo: “[...] los efectos de la derogación tienen anclaje constitucional. Es principio de legalidad puro y duro’’ (Andrés Ojeda).

Tal suerte de juegos retóricos, en los que hablar de derecho es asunto de iniciados e iluminados que manejan los trucos últimos de la interpretación jurídica, responde a determinada concepción del fenómeno jurídico conocida como formalismo. De acuerdo con esta concepción, el derecho presenta unas características tales que puede ser entendido como un todo coherente y sistemático; que la interpretación (de los textos jurídicos) es una actividad de conocimiento más o menos diáfana y sin intereses políticos (en sentido amplio) comprometidos; y que las respuestas a cualquier situación, si uno hace lo correcto, son obvias.

Esta concepción, a pesar de su fuerza persuasiva y larga tradición en nuestra cultura jurídica, adolece de por lo menos dos defectos: 1) muestra un objeto que no es tal, ya que el derecho no es coherente, ni las prácticas en torno a él son neutras o “desmotivadas” políticamente, por lo que las respuestas correctas y últimas del formalismo no existen, y sí, un cúmulo de argumentaciones que según las convenciones lingüísticas vigentes sirven para defender de manera plausible alguna posición; 2) la falta de coincidencia entre lo que se dice explícitamente y lo que se hace (y defiende) implícitamente genera un efecto de extrañamiento, y lo peor de ese extrañamiento es que obtura la posibilidad de conversación y reflexión ciudadana sobre el derecho.

Dejando de lado esta concepción formalista, que no en vano el jurista argentino Carlos Santiago Nino asocia con la actitud dogmática, intentaré compartir un par de ideas sobre qué pasa con los delitos de lavado de activos anteriores a la palabra “derógase” de la ley integral de lavado de activos. Se trata de ideas que, aparte de ser sencillas, son reflexiones provisorias, conscientemente falibles, y que no pretenden más que invitar al diálogo y trasladar la carga de la prueba a quienes piensan con lentes formalistas.

La derogación es la herramienta técnica más habitual para quitarles vigencia a disposiciones (textos de fuente legislativa) de un sistema jurídico. Cuando el contenido de una norma o un conjunto de normas no satisface a los legisladores, por la razón que fuera, estos pueden echar mano de la derogación para desplazar las disposiciones que expresan aquellos contenidos normativos no deseados.

¿Qué sucedió con la ley integral de lavado de activos, que generó un aparente malestar en la clase política y un festín desenfrenado entre abogados de delincuentes de cuello blanco? Esa ley vino a derogar las disposiciones anteriores que regulaban el lavado de activos y que se encontraban dispersas en el ordenamiento jurídico, y a ordenar en un solo texto el régimen vigente; desplazó un conjunto de disposiciones y sincrónicamente creó otras con idéntica formulación en un cuerpo legislativo sistematizado. Es decir, en un acto singularísimo en la práctica parlamentaria nacional, sincrónicamente se sustituyeron textos, pero se mantuvieron significados. Si se entiende que las disposiciones son los textos que expresan normas en su significado, y las formulaciones de la nueva ley integral de lavado de activos son en su mayoría idénticas a las anteriores (salvo la estafa, por lo pronto, que como delito precedente de lavado de activos, ahora debe ser por un monto superior a 200.000 unidades indexadas), las normas como significados también son las mismas.

Sostener lo contrario, aparte de ser altamente contraintuitivo, puede ser muy peligroso para la práctica jurídica por las incertidumbres institucionales que acarrea. Alegar que el régimen penal derogado no genera efectos para los procesados es no entender que, a pesar la palabra “derogación”, el giro político y jurídico acaecido por la Ley 19.574 es una sustitución de textos y no de normas (y con la estafa, bueno, se verá, pero es necesario agregar que existe una posición dogmática –que no cuentan los formalistas cuando no les conviene– que plantea con sólidos fundamentos que la criminalidad económica y de cuello blanco no se debe regir por las reglas interpretativas del derecho penal liberal clásico y, por lo tanto, sus beneficios no son aplicables para esos delincuentes).

En fin, no sé si esconderse detrás de un ropaje formalista para achacarle a la clase política responsabilidades por un cambio de práctica (brusco, sí, pero válido) es no entender el gesto por la tendencia conservadora de esa concepción, o hacerse el desentendido para sacar réditos.

Roberto Soria es abogado, integrante del Colectivo de Pensamiento Penal y Criminológico y del Centro de Promoción y Defensa de Derechos Humanos.