Una niña de seis años, con rasgos de una condición social humilde, aparece en la portería de un edificio opulento de Ipanema con un papelito con el nombre de una de las moradoras, Regina. La mujer no tiene la menor idea de quién es la niña, que no habla mucho y no sabe explicar qué hace ahí; más bien está asustada por encontrarse en un entorno desconocido y no tiene dónde ir. Pronto aparecerá por ahí el hermanito de la niña, un poco más grande y articulado que ella. El asunto nunca se explica del todo: la madre de los niños quedó con ellos de pasar a buscarlos por allí en un futuro no muy lejano pero indefinido, y tenía la esperanza de que Regina los cuidara, aunque nunca se lo comunicó. El guion se construye sobre esta situación.
Regina no sabe si creerles a los niños; no tiene idea de quién es su madre y duda mucho sobre qué hacer con ellos. Por supuesto que está bravo incorporar al hogar de una, y por tiempo indeterminado, a dos niños medio ariscos sobre los que no se sabe casi nada, y asumir esa responsabilidad, con el riesgo de meterse en algún lío. Ninguna solución es satisfactoria: mandarlos a un orfanato es un poco cruel, quedarse con ellos es un clavo. Además, Ygor y Rayane –los niños– son muy unidos entre sí, y en el orfanato podrían llegar a separarlos si alguien decide adoptar sólo a uno, según lo habilita la disposición del juez de menores.
En Campo Grande no hay muchas ocurrencias, y uno se ve tentado de llamarla una “historia mínima”, ya que buena parte del transcurso de la película se da con Rayane o Ygor sentados en un sofá, mirando por la ventana, comiendo una banana o deambulando por las calles. Pero, al fin de cuentas, la situación es tremendamente dramática, tanto para los niños como para Regina.
Hay un asunto secundario que se proyecta en la línea principal, y que tiene que ver con el vínculo conflictivo entre Regina y su hija veinteañera Lila. Lila le reprocha a su madre que siempre pensó sólo en sí misma y nunca supo ampararla realmente. Quizá por eso, Lila se ve inclinada a alojar a Rayane e Ygor. Y, probablemente, los reproches de Lila atizan la conciencia de Regina y la motivan a insistir en una solución, a redimirse, de cierta manera, con esa segunda oportunidad de cuidar a alguien. La otra línea, más prominente, está en la aflicción de los niños, y en su miedo de perder la posibilidad de reencontrarse con la madre.
Pero lo más importante es la dimensión social. La historia pone de relieve las diferencias entre los niños pobres, acostumbrados a la calle, intrépidos, que asumen que pedir (comida, abrigo, ayuda) es su forma de supervivencia y, por eso mismo, no manifiestan especial agradecimiento cuando reciben (es como si se tratara de un juego en el que les va bien o mal), lo que resulta un poco raro para los códigos de la gente de clase media. Regina, a su vez, se ve constantemente desplazada de su zona de confort, porque tiene que lidiar directamente con gente desvalida. La secuencia que vuelve más evidente esas diferencias es la visita que hacen Regina e Ygor al barrio de Campo Grande, en la zona oeste de Río, donde ella nunca había ido, y donde los conjuntos residenciales son conocidos con nombres como “Faixa de Gaza” (Franja de Gaza) y “Titanic”.
La secuencia en Campo Grande toma unos 20 minutos de metraje. Como título de la película, Campo Grande puede aludir a la otredad, y choca desde el primer plano diegético con la imagen de las hojas de almendro que cualquier carioca asocia de inmediato con Ipanema, y que van a ser visibles en toda la película. El título aparece todo en mayúsculas –CAMPO GRANDE–, así que uno podría también entender Campo grande, alusivo a un panorama amplio. Pero eso sería paradójico en una película que tiene preferencia por los planos parciales, cerrados, no panorámicos. Las dos veces que el auto pega unos frenazos no llegamos a ver qué había adelante. Ipanema está caracterizada por los detalles chicos que sólo serán asimilables por quienes la conozcan bien: los almendros, las piedritas portuguesas de la vereda. No hay postales, no se palpa el esplendor de ese barrio precioso. La única breve escena en la rambla no muestra ni la arena, ni el mar, ni el cerro, tan sólo a Regina frente a una duna recubierta de vegetación. Es una opción interesante, pero de alguna manera compromete la noción de contraste social, si es que esa fue realmente la intención. Porque los detalles de las calles de Ipanema, en definitiva, lo que muestran son obras ruidosas, escombros, grúas, obreros, porteros, cuidacoches, comerciantes, el pie de una estatua que no se sabe qué es, en un clima mayormente lluvioso y nublado. Es distinto de Campo Grande, pero mucho menos que la experiencia real de ver uno y otro barrio, y comunica más bien la intercomunicación social característica de la zona sur de Río.
Otro aspecto un poco endeble es el fundamento de la historia. La manera en la que la madre de Ygor y Rayane armó su plan para que los niños tuvieran cobijo (nunca sabremos por qué) parece burda. Si ella pretendía que Regina cuidara a sus hijos mientras ella estaba impedida por algún motivo hubiera sido mucho mejor que escribiera un mensaje, identificándose, pidiéndole que lo hiciera; aunque el pedido siga siendo medio groso para alguien con quien uno no tiene familiaridad, por lo menos quitaría del paso la duda sobre la credibilidad de lo que dice Ygor. Cuando la conocemos, la madre no parece ser tonta. Y el guion complementa la situación con el silencio exasperante de los niños respecto de detalles que, si ellos los explicaran bien (Ygor está en condiciones de hacerlo), todo se allanaría. Claro, la película perdería mucho de su intriga y misterio, y quizá de su metraje. Pero extenderlos con este tipo de recursos no vale mucho.
Campo Grande. Dirigida por Sandra Kogut. Con Carla Ribas, Ygor Manoel, Julia Bernat. Brasil, 2015. En Cinemateca 18, 21 y Sala B - Auditorio Nelly Goitiño.