La inseguridad es uno de los asuntos más debatidos en Uruguay. Y lo es no sólo por sus nefastas consecuencias sociales, sino porque, como todo problema social complejo, carece de soluciones simples. Criminólogos, psicólogos, juristas, antropólogos, sociólogos, economistas, geógrafos, matemáticos y todo tipo de especialistas de distintas partes del mundo debaten desde hace más de 100 años sobre las causas del delito y las estrategias más efectivas para enfrentarlo. Sabemos algunas cosas (no tantas como desearíamos), pero los consensos son mínimos frente a los interrogantes que presenta un tema tan delicado. Frente a esta complejidad, llama la atención la facilidad con la que ciertos líderes políticos enuncian recetas inspiradas en el sentido común para solucionar de una vez por todas los problemas de seguridad que nos aquejan. En particular, desde sectores conservadores prevalecen posturas de “mano dura”, que demandan una serie de cambios severos en el sistema de Justicia con el objetivo de combatir el delito de forma drástica y en el corto plazo. La premisa de estos discursos es que el delito es inevitable y que existe gente deshonesta e irrecuperable que debe ser quitada de circulación. Así, el problema de la inseguridad se solucionaría con recetas simples, como por ejemplo el endurecimiento de penas, la militarización de la Policía y el aumento del número de policías en las calles.

En medio del debate sobre la seguridad en Uruguay, la reciente visita de un equipo de representantes de la firma Giuliani Security & Safety traído al país por el empresario Edgardo Novick no pasó desapercibida. Rudolph Giuliani cobró notoriedad durante sus dos mandatos como alcalde de Nueva York (1994-2001) por haber aplicado la teoría de las ventanas rotas para reducir el delito. Esta teoría, articulada por primera vez por James Q Wilson y George L Kelling en 1982, postula que las manifestaciones de desorden público, como la prostitución, la mendicidad, el grafiti y la presencia de personas durmiendo en la calle, producen criminalidad. En este sentido, la tolerancia frente a este tipo de actividades envía a los delincuentes el mensaje de que nadie se preocupa por mantener el orden en el entorno y que, por lo tanto, tienen vía libre para cometer delitos graves, ya que nadie ejerce autoridad allí. En otras palabras, una ventana rota que no se repara (un grafiti) produce más ventanas rotas (homicidios). Por consiguiente, la Policía debe enfocarse en controlar inflexiblemente el desorden público para evitar el crecimiento de la criminalidad.

Fue así que, bajo el mandato de Giuliani, la Policía de Nueva York concentró sus esfuerzos en mantener el orden público mediante un enfoque de “tolerancia cero”, persiguiendo faltas menores y ejerciendo duros controles en los espacios públicos. La Policía incrementó su margen de discrecionalidad a la hora de hacer detenciones y arrestos, y concentró su trabajo en territorios con altos niveles de vulnerabilidad social. Al poco tiempo, Nueva York comenzó a experimentar una marcada reducción de los delitos. Concretamente, entre 1990 y 1998 se registraron reducciones de 70% en homicidios, de 60% en robos y de 60% en delitos violentos en general. Rápidamente, la caída en el delito fue asociada al régimen policial de tolerancia cero impulsado por Giuliani.

Sin embargo, esta idea ha sido cuestionada desde las siguientes tres líneas de argumentación. 1) La reducción del delito en Nueva York no se debe a la tolerancia cero sino al fenómeno estadístico llamado “regresión de la media”, que sostiene que una variable (por ejemplo, el delito) con valores atípicamente altos en determinado momento tenderá a reducir su valor en el futuro, acercándose a valores promedio. En este caso, los barrios de Nueva York con más delitos a principios de la década de 1990 fueron también los que registraban más delitos en la de 1980. Por lo tanto, estos valores se reducirían inevitablemente a los valores promedio de toda la ciudad, con o sin ventanas rotas. 2) Las reducciones en el delito en Nueva York se extienden hasta el día de hoy, y durante todos estos años las intervenciones para combatirlo han sido muy diversas (no exclusivamente policiales). Si es así, ¿por qué deberíamos atribuir la mejora de la seguridad a un único tipo de intervención policial? 3) Durante los años 90, toda la Norteamérica anglosajona registró reducciones en los delitos, incluso en lugares como San Diego o Canadá, donde la Policía ha impulsado tradicionalmente modelos de policía comunitaria y de proximidad, muy alejados del paradigma de la tolerancia cero. Si el delito se redujo en casi toda la región, donde la teoría de las ventanas rotas no estaba siendo puesta en práctica, ¿no sería más lógico atribuir esta tendencia global a factores demográficos o económicos de gran escala, en lugar de a un tipo específico de tácticas policiales que tuvieron lugar en un lugar y en un momento histórico determinados?

Pero más allá de su efectividad o inefectividad para reducir el delito, es importante pensar sobre los efectos sociales de la teoría de las ventanas rotas. La premisa detrás de la teoría es simple: el desorden público produce delitos. Pero “desorden público” no significa lo mismo para todo el mundo, y en cada definición particular entran en juego prejuicios de clase, étnicos y raciales. El aumento de la discrecionalidad policial para efectuar arrestos por desorden público tuvo consecuencias muy negativas para grupos sociales minoritarios. En la Nueva York de los 90, cientos de miles de jóvenes negros y latinos sufrieron detenciones y arrestos por dormir en la vía pública, por juntarse con sus amigos en una esquina, por llevar un porro en su bolsillo, incluso por ocupar dos asientos en el subte. El resultado de ello fue una masiva criminalización de la pobreza –concentrada por entonces en barrios neoyorquinos de minorías raciales y étnicas– y la consiguiente erosión de las relaciones de la Policía con estas comunidades.

Todo esto importa para Uruguay, donde los asuntos de seguridad dominan el debate público. La discusión en nuestro país no debería ser rehén de propuestas pro “mano dura” y de tolerancia cero para “ganarle la partida a la delincuencia” cueste lo que cueste, sino guiarse por una conversación seria, constructiva e informada acerca del tipo de Policía que necesitamos. En este sentido, resulta interesante pensar en una Policía profesional y proactiva, que incorpore los avances en materia de análisis criminal e innovación tecnológica registrados en los últimos años a un trabajo de prevención del delito de base comunitaria. Esto es, trabajando en conjunto con la ciudadanía y los sectores público y privado para pensar en soluciones frente a los problemas que generan criminalidad en los barrios, en un marco de respeto a los derechos humanos y protección de las libertades individuales. De esta forma, tendríamos una Policía inteligente y analítica, efectivamente volcada a la prevención del delito y las violencias, comprometida con la participación civil en asuntos de seguridad y adherida a la legalidad.

La síntesis de este debate, por supuesto, no existe. Ciertamente, las soluciones no se encuentran en ningún manual de recetas ni existen gurús con respuestas mágicas. Sin embargo, este último tipo de Policía parece aproximarse mejor a las necesidades de Uruguay. Especialmente en comparación con una Policía concentrada en criminalizar el desorden público amenazando las libertades individuales.

Federico del Castillo es antropólogo egresado de la Universidad de la República, y magíster en Criminología por la City University of New York.